SEÑORITA OKA
‘El grano de maíz vive, el cerro
vive, la tierra vive’, decía el padre Jorge Lira, -profundo conocedor del
sentimiento del hombre de campo-, y agregaba: ‘En la mente de nuestro pueblo
además tienen conciencia.’
El sentimiento
del munay, ‘el del cariño’, distingue a las plantas y a los animales. Tal
ocurre con la oka (oca), (Oxalis tuberosa) Ella se engríe cuando comienza a
crecer en las entrañas de los Andes. En
su cuna, que se mece entre los 3.000 y 3,500 metros sobre el nivel del mar, retoza
como una niña linda, antes de convertirse en un regalo de los Apus, espíritus tutelares
de los cerros.
Su piel es tan
delicada y fina que se come sin pelarla. Su caso es semejante al del llakhun (Polimnia
pantifolia), pues, no la conocen muchísimos peruanos. Sin embargo, apenas se
difunda que combate el paso del tiempo, puede hacerse famosa en el mundo.
El ingeniero
Tulio Medina Hinostroza, quien ha dedicado una parte de su vida a estudiar la
oka, nos informa que este noble tubérculo nativo tiene antocianina como el maíz
morado. Se trata de pigmentos que capturan a los radicales libres o factores
que determinan el envejecimiento prematuro en el organismo humano, debido
mayormente al estrés.
En Europa y en
los Estados Unidos están estudiando con mucho interés estos pigmentos
antioxidantes. Hace unos años una investigadora del Museo de Historia Natural
de la Universidad de Chicago visitó al INIA, Lima, para conocer el Proyecto de
la Oca y el porqué de su diversidad o variabilidad en esta parte de los Andes,
así como sus propiedades alimentarias y medicinales.
La presencia
de la oka en laderas y hasta cúspides andinas es increíble, porque
sobrevive a las inclemencias de la
altura soportando resistiendo el embate de heladas, granizadas y sequías.
El agricultor
que sigue técnicas de cultivo y formas de procesamiento milenarias, siembra al
mismo tiempo numerosas variedades de la especie, cada cual con capacidad
natural para afrontar el azote impiadoso de la naturaleza. De cincuenta que son
diferentes, unas quince resistirán la escasez de lluvia. Si el chiqchi o
granizo golpea los surcos otras le harán frente. Lo mismo sucede con las
heladas. Por eso la oka nunca falta en la dieta andina.
Sus flores
jamás dejan de mostrarse en los surcos llenas de vivacidad y alegría. El viento
arrastra a veces el inútil polen fertilizador de sus enanos estambres
masculinos que nunca pueden alcanzar a los esbeltos pistilos femeninos. Si
hay paridad las semillas que producen
semejan graciosas pepitas, como diminutas piñas, que los niños hacen reventar
en la palma de sus manos.
Que su semilla
por el momento no sea viable o no sirva para propagarla no es motivo de
preocupación. Hace milenios que el problema fue resuelto por los domesticadores
prehispánicos. Ellos descubrieron que el tubérculo de la oka es un tallo
modificado donde se almacenan todos los nutrientes, básicamente almidón,
azúcares y agua, que le permiten constituirse en semilla.
La oka
solamente exige amor. En la cosmovisión andina la naturaleza se humaniza y ella requiere que se le hable con cariño, que
se le trate como parte de la familia, con cuidado, sin maltratos. Cuando los
campesinos la ofrecen como lo mejor que tienen, hay que recibirla con la misma
atención, pues es un regalo valioso. Si sucede lo contrario ella y se resiente.
Al respecto, se cuenta que en Sachapìte, Huancavelica, luego de la cosecha, los agricultores hicieron
una fiesta y se olvidaron de las okas. Ante ello, muy dolidas, estas se
convirtieron en doncellas de abundantes polleras y coloridas llikllas, y se
fueron llorando del lugar. Las lágrimas caían de sus hermosos ojos y corrían
por su rostro terso que se había puesto pálido por la tristeza.
Cieza de León y el Inka Garcilaso, menciona el ingeniero Medina, apreciaron que su consumo era masivo en el Tawantinsuyu. En ella hay una condición de factibilidad, un origen cósmico. Lo entendieron bien los doctrineros hispanos para advertir que era grata en las ofrendas a la tierra, por lo que quisieron hacerla desaparecer. Lo que hizo la oka fue refugiarse donde no les fuera fácil llegar. En 1996, en un enorme esfuerzo hecho por el INIA se formó una colección de 1,200 muestras de oca acopiadas de todo el Perú a través de las estaciones experimentales de Cajamarca, Puno, Junín, Ayacucho, y Puno. De este conjunto, 715 presentaban diferentes tamaños, formas, colores y sabores. Las más grandes pueden medir de veinte a veinticinco centímetros.
La señorita
oka lleva trajes de acuerdo con su ecotipo o su variedad: blanco, amarillo,
rosado y hasta morado, casi negro, la más rica en antocianina. Sus grosores
también varían desde una infinita delgadez hasta una rozagante robustez. Las
más gorditas y cilíndricas llegan a tener un diámetro de diez centímetros.
La oka se come cruda y sancochada aunque es particularmente
deliciosa luego de varias exposiciones al sol como si hubiese recogido dulzura
de los rayos del Apu Inti que la envuelven. Algunas son harinosas, muy ricas.
En varios lugares, como Puno, Cusco, Junín, se conserva como un legado
ancestral el congelamiento y deshidratación del tubérculo para obtener la
khaya, muy parecida a la tunta o chuño de papa amarga. Aunque parezca casi
idealizada dicho producto es potente y sirve para hacer dulces y sopas.
En lugares
inhóspitos de la Cordillera donde no hay riachuelos y el astro rey es
castigador, los caminantes y labriegos suelen llevar consigo un fiambre de oka
para refrescarse porque el ochenta por ciento del tubérculo es agua. En esas
soledades con su sabor agridulce, según
comenta el ingeniero Tulio Medina, no son necesarios los carbohidratos,
sino los azúcares que mantienen la energía.
Sobre lo dicho
el director de AgroNoticias, Reunaldo Trinidad, nos cuenta que en 1976 vio en
Nueva Zelandia el cultivo de la oka para el Japón donde la consumían principalmente
en ensaladas y encurtidos. En consecuencia, gracias a su sabor agridulce, a su
producción ecológica y a su rico contenido de carbohidratos, azúcares y
antocianinas, la señorita oka está llamada a jugar -como en el antiguo Perú- un
papel protagónico en la alimentación sana del país y el mundo.
Es otro
prodigio comestible de nuestros Andes.
No se necesita
prepararla. Basta solearla hasta que madure bien y se hierve. Suele ser más o
menos dulce según el sol haya enriquecido sus antocianinas con sus rayos.
Alfonsina Barrionuevo
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