domingo, 25 de junio de 2017

MÁGICO BOSQUE ACUÁTICO

Lima puede retozar a sus anchas en sus lagunas de sierra adentro. Entre  montañas cubiertas de verdor las aguas de los deshielos del Pariaqaqa crean remansos, cascadas, lagunas y recodos. A 4,800 metros sobre el nivel del mar se suma un bosque flotante, con un árbol acuático, -la karka-, que me dio la primicia de ser la primera periodista y productora de televisión que llegó a su área.
Dalí podría haber pintado, en una de sus genialidades lindante con la locura, un bosque flotante en el agua o en el aire. Con sus pinceles y su arte hubiera sido fácil. Otra cosa es que exista un bosque real semihundido en el agua, creciendo misteriosamente sobre un manto de rocas, sin un gramo de tierra, conocido por la gente del lugar como Papaqocha. Los árboles que pueden alcanzar hasta tres o cuatro metros de altura ocupan  un perímetro respetable.
A este increíble capricho de la madre naturaleza se puede llegar yendo por la Carretera Central por La Oroya y a unos pocos minutos entrando por Pachacayo, centro administrativo de la “SAIS “Tupac Amaru” o haciendo el viaje por Cañete y luego ascendiendo en un zigag interminable hasta Huancaya. El increíble bosque y la laguna que lo amamanta son producto de dos nevados. El majestuoso y legendario Pariaqaqa, de cinco cuerpos, -roca, nieve,  granizo,  lluvia y  viento-; y Tikllaqocha, un pico menor.

“En la cuenca de la vertiente occidental andina no existe algo semejante”, dijo el  amauta Javier Pulgar Vidal, a cuya casa llevé una grabación en video de Papaqocha. Aprecié su alegría al contemplar su espléndido ramaje, sus raíces desnudas abrazándose desesperadamente a las piedras y los riachuelos que corren por el  piso con gran bullicio, impidiendo el ingreso de persona alguna porque el piso debe ser muy resbaloso.
Su historia la conocen solamente las aves de paso. No se han visto nidos y debe ser porque la karka, así es su nombre andino, tiene espinas en sus ramas. El árbol que vive en el agua forma este bosque singular que que está rodeado por especies arbustivas.
En sus viajes el célebre científico Antonio Raymondi no llegó hasta allí. No se conocen con precisión sus características porque es una enigmática novedad botánica. El hecho de que se encuentre a cierta distancia de la cadena de nevados del Pariaqaqa ha mantenido la densa masa hidrófila inédita para los estudiosos.

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A lo lejos cuida a su criatura arbórea el Pariaqaqa, nevado cuyas historias míticas recogió el clérigo cusqueño Francisco de Avila en el siglo XVI en su idioma nativo, el qechwa, habiéndolo traducido al español en el siglo XX José María Arguedas. Sus deshielos alimentan a esta laguna, de un hermoso color turquesa, que es la primera de otras que van hasta Laraos.

Papaqocha rebasa hacia el lado sur un muro natural de contención que es inmensamente ancho. Sus aguas se descuelgan silenciosamente unos diez metros y al tocar el piso o manto se abren en decenas de brazos ruidosos que bajan con fuerza el declive rodeando los árboles de troncos leñosos, para despeñarse en seguida en una grandiosa catarata. Cuando la vi me conmocionó. Sentí que el agua corría por mis arterias y mis venas.
El bosque de Papaqocha no tiene relación con los manglares de la costa cuyas raíces se entrelazan y sostienen por la tierra fangosa que arrastra el río hacia el mar. Sus especímenes vegetales algo deben encontrar para sobrevivir en el elemento líquido.
En tiempo de sequía se observa en algunos sectores un musgo rojizo llamado shinka por los lugareños. Tampoco se sabe qué es. Entregué algunas muestras al distinguido botánico Ramón Ferreira, del Museo de Historia Natural, y después de unos días me dijo que se parecía a la Skallonia myrtilloides, un arbusto espinoso de tierra llamado también t’asta, descrito por Raimondi, Weberbauer y Linneo, que ha sido encontrado en Cajamarca, Amazonas, Huanuco, Apurímac y, fuera del Perú, en Bolivia y Venezuela. En este caso encontró un medio acuático para reinar. A su lado hay ejemplares del Senecio soukupii que han hecho lo mismo.
¿Cabe preguntar desde cuándo es hidrófila esta especie de ramas con hojas blanquecinas, espinos y diminutas flores amarillas?¿En qué momento prescindió de la tierra para internarse en una laguna glaciar? ¿Qué pasa con sus semillas? ¿Cómo pueden crecer si están expuestas a que la corriente se las lleve?

Evidentemente hace falta que los investigadores vayan a estudiar la karka y sus intimidades. Es tan extraña que hasta hace equilibrios para mantenerse erguida y soportar el embate de la cascada donde se precipitan las aguas con ímpetu bajando en puntillas por un bellísimo graderío natural.
Las lagunas y el bosque están en Vilka, pequeño y pintoresco poblado. Uno de sus vecinos más notables fue don Germán Zárate quien llegó en 1914 e inició la cría de truchas, impulsó la ganadería y ropició la construcción de un puente con tres arcos por donde discurren las aguas cristalinas de los nevados. Su hijo, el ingeniero Rubén Zárate, que fue ejecutivo de la Sais Tupaq Amaru, logró que la zona fuese considerada Santuario Turístico. Ahora es Reserva Paisajística Nor Yauyos Cochas y hay que cuidarla, es vulnerable a intereses mineros que pueden destruirla.  

Alfonsina Barrionuevo

domingo, 18 de junio de 2017

PIONERA DEL ARTE POPULAR

Ahora que el arte popular busca nuevos caminos viene a mi recuerdo Alicia Bustamante, la pintora que luchó por conquistarle un lugar en esta Lima de todos y de nadie. En una época en que la ciudad rechazaba estas expresiones de origen milenario ella recorrió el Perú ávida de hacer descubrimientos en lugares lejanos. Ella se lanzaba en omnibuses destartalados por trochas polvorientas con sed de conocer a los artistas que seguían un quehacer extraordinario.
Sé muy bien que a ella no le hubiera gustado esta remembranza. Alicia era tan modesta y al mismo tiempo única en sus sentimientos. Su deseo era que yo difundiera el arte popular que, entonces, no tenía sitio en esa Lima, “la horrible”, como decía Sebastián Salazar Bondy, otro intelectual con espíritu peruanista.

Lima aún no había crecido. En el fondo se veía como una aldea ostentosa de su condición de capital de un territorio que desconocía. En vano ronroneaban los vehículos motorizados cuando salía a la calle. Alicia pasaba sin inmutarse entre ellos, esquivándolos como si fueran sólo perros de metal. De Chota a la plazuela de San Agustín, catorce o quince cuadras, iba ligera como un tordo, mientras el tiempo hacía trampa en cada esquina.
Alguna vez me llevó a la plaza del Porvenir donde se atrevían a llegar una vez al año los puneños y los ayacuchanos con sus toros de lidia y sus iglesias panzonas. La admiración que sentía por sus obras encandilaba sus ojos. Junto a ellos se sentía feliz y me iba describiendo cada obra. Así conocí también a los sikuris que parecían sacerdotes de un extraño culto. Quería que los promocionara y he cumplido largamente. Estuve con ella muchas veces en el Museo de Cultura Peruana de Alfonso Ugarte y en la Peña Pancho Fierro con su  colección selecta.

Hasta que un día enfermó y se recluyó en su casa, al lado de su hermana Celia. Me apenó que no quisiera ver a nadie, que se escondiera tras el garboso caballito de barro o de la cruz de Mayo para no dejarse sentir, del San Jorge brotado de las manos agrarias de Leoncio Tineo, de las mamachas opulentas de Hilario y Georgina Mendívil, de los retablos de Joaquín López Antay y del tumbamonte wanka graficado en la bronceada piel del mate.

Durante largos años la ciudad la vio pasar con su melena de colegiala y sus sueños bajo el brazo, haciendo girar sus ojos claros como dibujados a compás. Ansiosa de saber, bebiendo las palabras de José Sabogal en Bellas Artes o comulgando amistad con Julia Codesido, Camilo Blas y otros del famoso grupo que pintaba Perú contra la oposición del resto.
Lima no es el Perú y el Perú no está a la vuelta de la esquina. En 1934, cuando Alicia se puso a caminar tendiendo su alma como un puente entre pueblo y pueblo, el Perú no sólo estaba lejos, no existía para los snob y ella demostró lo contrario.


Lima no es el Perú y el Perú no está a la vuelta de la esquina. En 1934, cuando Alicia se puso a caminar tendiendo su alma como un puente entre pueblo y pueblo, el Perú no sólo estaba lejos, no existía para los snob y ella demostró lo contrario.

-“¿Alicia, cómo has de ir así...?”

-“¡No hay otra manera!”, y se iba encogida como un ovillo en el último asiento de un ómnibus abuelo a nutrirse de las glorias agrestes del artista que, al calor del fogón o en sus trastienda oscura, hacía arte con gallardía de siglos.
Antes que ella nadie se ocupó de esa manera del arte popular. Alicia fue la primera. En cada viaje volvía con los cabellos llenos de polvo y los zapatos rotos. Sin los centavos ahorrados con afán pero feliz de agregar algo más a la colección que inició con el entusiasta aliento de Moisés Sáenz, ese gran mexicano que admiraba sus sueños.
Sin que nadie la nombrara, sin otro título que su profundo cariño y devoción, Alicia fue la más grande relacionista pública del arte popular. En Europa, adonde viajó con su colección, deslumbró y estremeció a los sibaritas del arte con el vigoroso mensaje del nuestro.

Su peña, con el nombre del acuarelista Pancho Fierro, estuvo mucho tiempo en la plaza de San Agustín, bajo un alero de palomas y campanas, a la que concurrieron muchos hombres ilustres a empaparse de peruanidad. Alguna vez Paúl Rivet, el sabio francés, que buscó el origen del hombre americano como una flor perdida en los Andes; Pablo Neruda recitando sus hermosos versos con su voz de fonógrafo; Rafael Alberti, el poeta del alma saturada de sales marinas; el gran Sequeiros, de musa con banderola y fusil; y también José María Arguedas que sabía tanto del Ande; Ciro Alegría y otros escritores y poetas.

La peña era como el consulado de los pueblos de adentro y por eso cuando treinta años después Alicia recibió un aviso de despedida, porque allí se iba a construir  un edificio, fue como si el dueño de casa arrojara a la calle a todos lo artistas populares del Perú.
Enferma de melancolía desprendió su colección de las paredes y se fue dejando huérfana a la plazuela que nunca más cobijaría a los soñadores y trotamundos de cinco continentes, ni tendría aroma de durazno con pisco y color de waynos en las madrugadas.
Venciendo el rigor del invierno limeño que levanta en el aire sus palacios de bruma, Alicia intentó reabrirla en Chota y no pudo. Hay resortes sutiles que se rompen cuando se ha amado o se ha luchado mucho. La colección tuvo que ser almacenada y su pena por ella la fue destruyendo.

Si los artistas populares hubieran sabido que estaba sola hubieran acudido quizá para arroparla con su cariño. Pero, los pueblos estaban demasiado lejos. Alicia prefirió sustraer su imagen para tomar cuerpo en las cosas que amaba con delirio. Quién quiera buscarla la encontrará siempre en los retablos de San Marcos, en las cruces de lata de Ayacucho, en los Reyes Magos que pasan por San Blas como fantasmas de oro. Es decir en ese arte popular que puso en vitrina con su alma. Un Perú palpitante donde se podía calibrar la dimensión de su alma. Esa misma que fue descubierta cuando Alicia inició sus viajes por el País de las Maravillas del Arte Popular.

Alfonsina Barriionuevo

domingo, 11 de junio de 2017

LA VIRGEN DE LAS TRES MANOS

El sol se quedó en el atrio y entré a la única nave de la iglesia de San Blas, de  Qosqo. En esa ocasión tuve una sorpresa. El INC restauraba en su muro la pintura de Nuestra Señora del Buen Suceso, que hasta entonces estuvo vestida. Cualquiera, al mirarla se hubiera extrañado. ¿Por qué razón la imagen aparecía con tres manos?
La foto que tomé de Ella y que ven ahora es una foto testigo. Para el turista que visita la iglesia por su grandioso púlpito, está como debe ser. En cambio yo grabé un milagro. En mi fotografía Ella tiene dos manos en el brazo derecho. En una sostiene una rosa y en la otra un rosario. Los especialistas pensaron que debían cubrir la primera mano y procedieron.
Recuerdo que abogué aún sin tener datos porque lucía misteriosa. Infortunadamente no conocían la historia de la rosa con la cual el artista testificó un hecho prodigioso ocurrido hace unos trescientos años. Historia que registró en sus papeles el escritor Angel Carreño.
Según escribió llegó por esos tiempos a la capital imperial Juan Tomás, un tallador de Huamanga. Los padres dominicos le dieron alojamiento, comida y una ligera retribución por su trabajo, sin preguntarle por qué llevaba amarrada la cabeza y por qué se le sentía un olor desagradable, producto de una lepra cerca de la oreja.
El tallador cumplía un horario y luego salía del convento volviendo entrada la noche a la celda que era su refugio. Los frailes ignoraban que en sus horas libres preguntaba desesperadamente por una Virgen que nadie conocía. Semanas antes de viajar a Qosqo, angustiado por su terrible mal, había soñado con una Virgen de rostro luminoso. Ella le dijo dulcemente: “Ve a Qosqo Juan Tomás si quieres quedar limpio y pregunta en la Plazuela de Arrayánpata por la señora María del Buen Suceso, yo te curaré.” El sueño revelador se repìtió  dos veces y el artista partió a buscarla esperanzado.
    Apenas reunió un poco de dinero dejó Santo Domingo y alquiló un cuartito en San Blas, siguiendo sus pesquisas. Indagó en todas partes por la Virgen y Arayánpata sin resultado, hasta que una mañana se enteró que se había derrumbado la capilla de Lirpuypaqcha y pleiteaban agriamente, con un pie en sus ruinas, el prior de los dominicos y el cura Anatolio Gómez.

     La manzana de la discordia era una pintura que ambos querían. Uno alegaba que era suya por ser la Virgen del Rosario y el otro que le pertenecía por estar en su parroquia. Dios puso fin a la contienda cuando un mudo refitolero del convento recobró la palabra para exclamar exaltado: “¡Ella es nuestra bendita  Señora del Buen Suceso!”

Foto: A. Barrionuevo
    El tallador que apareció entre la multitud reconoció a su soberana celestial y presa de emoción cayó de rodillas mientras gruesas lágrimas enturbiaban sus ojos. Sin levantarse se acercó hasta Ella, balbuceando: “¡Noble Señora, Madre amantísima, tú me dijiste en Huamanga que te buscara! ¡Aquí estoy, señora mía, a tus pies, como el más humilde de tus fieles!” ¡Cúrame como me prometiste!” “¡Apiádate de este pobre pecador!”
     La Virgen sonrió y su rosario se convirtió en lluvia de rosas que bañó el rostro y el cuerpo del enfermo. Juan Tomás loco de alegría se frotó con sus pétalos quedando sano. Cuantos le vieron fueron testigos del milagro.

      A pesar de todo los dominicos se la quisieron llevar y Ella se trasladó al muro de la iglesia de San Blas. El cura Anatolio se aprovechó para pedir al tallador un púlpito y el maestro cortó un cedro añoso en la plaza de Kusipata y trabajó una obra de maravilla.
    En la penumbra de la iglesia, soñando en sombras el artista fue reproduciendo en el tornavoz bajo sus dedos astillados los rostros majestuosos de Santo Tomás y nueve doctores de la iglesia. En el respaldo San Blas, patrón de la parroquia. En la taza los cuatro evangelistas y al medio la Señora María del Buen Suceso que Juan Tomás hizo llorando y besando la madera cada vez que recordaba sus lacras. Su  fina ironía apuntó en los heresiarcas del soporte que gracias a un mecanismo volteaban los ojos hacia arriba o sacaban con burla la lengua.
     Hasta hoy no se sabe quién fue el autor de la magnifica talla. ¿Quizá el tal Juan Tomás de Huamanga? ¿Don Diego Arias de la Cerda, como dicen otros? ¿Luis Montes, el tallador franciscano? ¿Esteban Orcasitas, otro leproso agradecido? ¿O Tuyru Tupa Inka? No se sabe, quien lo hizo desdeñó la gloria de firmarlo.

   Los restauradores que repintaron la pintura de la Virgen cubriendo su mano de la rosa borraron a pincelazos el milagro concedido por la Señora del Buen Suceso. Nadie advirtió la leyenda mientras estuvo vestida con sedas y rasos al estilo de las damas antiguas. Hasta que la desvistieron cerrando un episodio sugestivo como si Ella lo hubiera querido.
     Alfonsina Barrionuevo





domingo, 4 de junio de 2017


LA LIBERTAD EN SUS PUPILAS 
En torno a la obra de José Avarez Blas

En sus carnes el sol prendía sus fuegos, el viento desataba sus huracanes y el frío clavaba sus cuchillas heladas. José Alvarez Blas les hizo frente y soportó los retos, las agresiones y los malhumores de la naturaleza para capturar su salvaje o su plácida belleza en torno a los santocristos, las santas señoras o las gentes de las tierras liberteñas. 

Antes lo hizo con sus pinceles. Hasta que sacó cuentas y advirtió que había tanto por registrar que el tiempo se haría polvo en sus lienzos y dejaría huérfanos a los pueblos de extrañas y preciosas expresiones. Más rápida resultaba la cámara fotográfica para su sed de conservarlas. Así inició un salvataje de procesiones, danzas y costumbres que van cambiando a un ritmo vertiginoso. 
Cachicadán fue su paqarina, donde abrió los ojos deslumbrado por sus colores. El Hirka o espíritu protector del cerro La Botica y la Pachamama de las aguas termales que brotan en sus faldas, fueron sus padrinos. Su mensaje estuvo latente, como una luz prendida en sus células más profundas, mientras sus manos, maestras en el bisturí, restauraban en muchos corazones canales de riego obstruídos para que la vida siguiera fluyendo.

Lima con su fascinación "tremens" no pudo apagar la llama sagrada que ardía en su espíritu. El compromiso que recibió al nacer. Entre la ciencia y el arte la primera quedó atrás. No sé cómo pasó pero la pintura floreció de pronto en sus telas revelando su temperamento de artista. Sus viajes se multiplicaron para recoger imágenes rurales a plenitud, donde fue captando el alma y el lenguaje de los pueblos de adentro, de sentimientos abiertos, cálidos, apacibles o tumultuosos.

Espectador apasionado de las fiestas encontró en la fotografía otra vía para capturar al vuelo una sonrisa, un gesto, un giro, una sombra, un destello, verdes luminosos cerro arriba o cielos incendiados. El cirujano guardó sus bisturíes y el pintor, el atril y los pinceles.

En la nueva misión que abordó con entusiasmo José Alvarez Blas está el polvo de todos los caminos, emprendidos con entusiasmo. Soy testigo porque estuve con él y su esposa Betty en la fiesta del Patrón de Santiago de Chuco y en los preparativos de su mayordomía para San Martín de Porres en Cachicadán. Tras el lente de la cámara, entre la gente, trepado de un poste o de una ventana, sus ojos no cesaban de buscar un objetivo antes de que el sol recogiera sus redes o la noche se volviera día con sus potentes lámparas.

Foto: José Alvarez Blas.
La Libertad, con su libro "Dioses y Hombres de la Libertad", recibió un hermoso homenaje de su hijo, ilustre por muchas razones. Sobre todo porque en miles de fotografías, tomadas con la mejor cámara del mundo y otras de gran calidad con técnicas del nuevo siglo, quedan para el futuro tradiciones, íconos religiosos de leyenda, danzas prehispánicas y posteriores, así como paisajes de ensueño, producto de horas de espera hasta el momento preciso cuando el astro rey rueda sobre las aguas frente a la caleta de Huanchaco o la luna tiende sus redes plateadas sobre una aldea dormida.

Con una distancia de siglos, Alvarez Blas ha culminado una tarea semejante a la del obispo Baltazar Jaime Martínez Compañón y Bujanda, quien preservó para la posteridad además de actividades cotidianas de los descendientes de chimus y mochikas, sus fiestas así como aves propias de la región.

Las fotografías en colores del cirujano fotógrafo son también un testimonio de incalculable valor. Verlas arranca palabras de admiración y hace vibrar de orgullo a quienes gozan de este patrimonio salvado. No es un libro turístico, aunque lo es por las fiestas que abarca, es sobre todo una exhibición de arte. La obra de un esteta que la entrega para remover fibras íntimas.


Ya los antropólogos apreciarán otros valores, el cordón umbilical con el antiguo Perú, vivo en el sincretismo y en otros aspectos; los geólogos y geógrafos un encuentro inacabable con la tierra en su paleta inacabable; nosotros, la alegría de ver los pueblos renacidos a través de una pupila poética que irradia amor. Ese amor que mueve al mundo.

Alfonsina Barrionuevo