domingo, 26 de enero de 2020


SANTA PACHAKAMILLA

Mano negra emergida de follajes cálidos, por cuya palma discurrían los ríos de un gran continente, Africa. Mano negra empapada en su propia sangre, con sal de mar estancada en sus líneas, marcadas con un destino esquivo. Mano negra con la libertad engrilletada, con los sueños astillados, aprendiz del dolor y de la muerte, Así fue la mano negra del artista anónimo que pintó al Señor de los Milagros. Negro esclavo que pasaba la humillante cuarentena exigida por los blancos de la Lima de Toledo y Montesclaros, en una barraca del antiguo barrio de Pachakamilla. Al principio los señores los mandaron a las tierras del Rímac que ellos desdeñaban. Allí llegaba y se depositaba la mercancía humana que embarcaban los negreros del Viejo Mundo directamente de los “mercados” de Angola y Kazombe.
Carne de arcabuz portugués tan desdichada como aquella sin valor que se entregaba con las tierras de las encomiendas. Los indios camaroneros y pescadores de San Pedro arrojados también Abajo el Puente, junto con los mendigos y los leprosos. Hasta que un día sus ojos de ambición se posaron en el Rímac que inicialmente desdeñaron, abonado con lágrimas y sueños,  haciendo que crecieran  los huertos de naranjos y limoneros, cerca de la Panpa de los Amancaes, buena para la caza. Oro y lila en los meses de invierno; y para allá se fueron los virreyes, los condes y los marqueses, para hacer tertulias en las quintas, junto a los viejos molinos. Los indios tuvieron que desterrarse por segunda vez al Reducto y los negros a Pachakamilla.
Tierra Nueva, tierra de otros tomada a la fuerza, donde se apiñaban nostálgicos como recordando la que habían perdido. En las tardes tropicales el llanto se les secaba en los ojos, la pena se les enfriaba en las venas y entonces salía a flor de piel el canto hondo de su pueblo, teñido de amargura, pero canto al fin que hacía cimbrear las cinturas negras y golpear el suelo con  los pies de furia.
No se sabe qué fraile se dio tiempo para adoctrinarlos y sacar de su corazón a sus inútiles dioses, mientras esperaban por sus nuevos dueños. Tantos godos por una joven preñada. Tantas onzas por un hombre con la dentadura completa. Los viejos no valían nada. Si alguno vino se moría. Uno para cochero. Los más fuertes para las minas, donde duraban poco; y el resto a las plantaciones. Durante cuarenta días esperaban en los galpones, que resistieran los más fuertes para venderlos. Después trabajo y sólo trabajo, hasta que el tiempo los mataba encorvados en los surcos o bajo el látigo de los capataces.

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Nada de romper cadenas. Nada de limar barrotes. Perú, tierra muy grande, se les hacía como una celda muy pequeña. ¿Adónde ir? ¿Dónde escapar? Sólo ese Dios que prometía un cielo, con una puerta abierta para todos, la única salida. Así debió pensar el negro que pintó al Señor de los Milagros en un muro del galpón. Sólo un Cristo, como él, como los otros que tenían llagas en las manos, en los pies, en el costado donde dolían los latidos como una puñalada. Sólo un hermano más de la cofradía del dolor nacida allí.
Lima fue siempre tierra de temblores y en uno de esos que azotó con mayor grado la antigua villa de Pizarro, surgió el culto del Señor de los Milagros. Un Cristo pintado por una mano negra, como la eclosión de un sufrimiento atroz, como la propia agonía clavada en una cruz. Ya nada podían llevarse los blancos que eran dueños de todo, incluso de la vida que germinaba en los vientres morenos. Nada, sólo quedaba el Cristo en el muro que se mantuvo erguido por gracia divina.
Asistió el virrey, la virreina, los condes, los marqueses, el señorío en pleno. El negro no soñó con tener a la soberbia Lima rodillas. Buen precio a su muerte en los algodonales, en los cañaverales, en el socavón donde se ahogaba a miles de metros sobre el nivel del mar. Cuánto más temblaba la tierra la devoción al Señor iba tomando cuerpo. Un milagro guío la mano negra sobre el cerco del galpón. Por un milagro conservó ilesa la pared. Por un milagro se el Cristo se quedó adoptado por el pueblo.    
Los sismólogos afirman que octubre es por excelencia el mes de los temblores y en octubre sale el Señor de los Milagros a recorrer las calles entre auroras, volteando mediodías al paso de sus andas, doblando la esquina de los atardeceres, caminando por la noche con un haz de estrellas en la frente. El martillero ordena: ¡Avancen hermanos…! Una larga voz, que viene de antaño.  
Al otro lado de las andas deshace una sonrisa la Virgen de la Nube, la misma que en una época lejana tocó con sus manos de rocío las sienes afiebradas del hombre que pintaba su dolor y su esperanza bajo la forma de un Cristo en las barracas de Pachakamilla.
Alfonsina Barrionuevo

lunes, 20 de enero de 2020


TABLILLAS MAGAS

En los medios de comunicación se advierte hoy un notable interés por descubrir lugares ignotos del Perú. Antes fue sacrificado viajar cuando había que ir por trochas polvorientas al interior y pasar la noche sobre un colchón de paja. Ahora se aprecia un despertar en pueblos y comunidades campesinas que habilitan dónde dormir al afortunado viandante, tendiéndole una mesa de espléndidos sabores.
Hace algún tiempo fui a uno de esos destinos inéditos. La misión era averiguar cuánto ganó Arequipa al pasar una de las áreas más altas del Qosqo en 1835 a la provincia de La Unión. Después de un recorrido de once días pude decir que valió la pena verla, admirando al ingresar la gran visión que ofrece el Cañón de Qotawasi, uno de los más profundos del mundo donde el río se abrió paso, en millones de años, haciendo un tajo de 3,535 metros.

Ojo diabólico.   
Foto: Fernando Polanco
Sus atractivos son alucinantes, practicando un turismo increíble de aventura: visitando  bosques de piedra y de lava como el de Wanka Wanka con esculturas modeladas por la naturaleza, llanuras con ríos de aguas crepitantes, géiseres que lanzan al espacio disparos intermitentes, una laguna lotizada por infinidad de aves migratorias y una planicie, Wayllarupaq, ‘la panpa que quema’, donde florean las pupilas rojizas de los ‘Ojos del Diablo’. Estuve a punto de ser arrojada a un río helado por una yegua espantadiza, sobrevoló un cóndor sobre mi cabeza en Escalerayoq y pude hundirme en ciénagas abismales, pero fue un viaje imposible de olvidar, porque me enseñó el poder de la fuerza telúrica.
En esa tierra erizada de matas que descargan una lluvia de espinos en ciertas horas conocí a gente amable y valiente que lucha cada día con un clima adverso para disfrutar del nacimiento de una flor o el titilar de una estrella. Un ejemplo para los niños que aprenden el ‘abc’ alumbrados por la colita de los pinchinkurus o luciérnagas celestes.
En esa ocasión fue una sorpresa detenerme unas horas en Tiknay, un grupo arqueológico abandonado que guarda como un tesoro decenas de tablillas o lajas de piedra donde sus antiguos habitantes pintaron asombrosos amaneceres y crepúsculos con tierra de colores.
Según me dijo Fernando Polanco, quien dejó su trabajo de técnico de automotores para ser mi guía en La Unión, se encontraron del mismo modo rotundos jaguares y pumas entre otras figuras. La presencia del felino de la cordillera resultó natural por ser propio de la zona mas no del amazónico cuyo misterio no concordaba por haber por la diferencia de alturas  entre la selva cálida y la estepa fría, solo explicable si el otorongo hubiera sido llevado por su exótico pelaje a los Andes después de una cacería o si alguien oriundo de la comarca bajó a la costa,  lo vio y lo reprodujo en las tablillas.

Bosque de lava de Wanqa Wanqa
Foto: Fernando Polanco
En general no es posible saber cómo los antiguos paisajistas de Tiknay hicieron su trabajo. Las tablillas pudieron ser cortadas por el rayo en cualquiera de sus bosques. Hasta hoy se ven varias esparcidas en sectores adyacentes. Una vez limpias debieron  recibir una preparación para pintar en ellas pequeños murales. Sin duda los artistas observaron que debían usar un fijador para que los colores minerales quedaran impresos en su pulida superficie.
Los plásticos asistieron deslumbrados al rodar de los paisajes a los cuales amaron y quisieron retener en las tablillas. Sus descendientes las consideraron tal vez memorables porque estaban ocultas en una especie de túnel. Los huesos de los paisajistas se hicieron cenizas mas no su obra que los sobrevivirá en Tiknay si la respetan.
Polanco, infatigable promotor de su tierra, declara que sus nietos vivieron en la misma área hasta unos tres lustros atrás. Ahora habitan más abajo con el nombre corriente de Pueblo Nuevo que no dice nada. Si fuera por lo menos Nuevo Tiknay. Han preferido la oscuridad de los surcos que siguen trabajando a corta distancia de los abuelísimos, ajenos a la grandeza de sus trazos multicolores.

Los autores del hallazgo de la tabillas pintadas fueron los niños del Pueblo Nuevo  durante una excursión. Incansables, terminando sus juegos, peinaron los restos del grupo arqueológico, cubierto por una vegetación montaraz. Sus ojos vivaces fueron de un lado a otro en busca de alguna reliquia, hasta que dieron con una abertura junto a una roca. Se alborotaron en su contorno y apareció la arista de una tablilla llena de tierra. Ellos pensaron que no era importante. A lo mejor se trataba de un depósito de huesos de gentiles, vigilados por los espíritus de los antepasados, y se fueron. Hubo quien se llevó la tablilla y al lavarla reveló su pintura secreta. Polanco comentó que la hendidura continuaba por debajo con muchas tablillas. Nadie comprendió su mensaje en trozos irregulares con extrañas pinturas. No servían. Ojalá sigan allí.  
No alcancé a ir a Panpamarka, el pueblo de los fabulosas alfombras Sus tejidos con palos que podían medir de dos a treinta metros, y se hacían horizontalmente, de pie. El presidente Augusto B. Leguía mandó hacer una para la sala principal de su palacio en Lima.  ¡Un lujo señorial!
Alfonsina Barrionuevo


lunes, 13 de enero de 2020


UNA HISTORIA DE AYER

La vieja casa no resistió aquella lluvia de 1970. La azotea parecía una coladera y la primera tienda de artesanías que se iba a abrir en Lima naufragó. Alicia Bustamante que tenía la Peña Cultural ‘“Pancho Fierro^’ en la pequeña plaza de San Agustín se apenó. El entusiasta grupo que alquiló el segundo piso de un local en la segunda cuadra del Jirón Carabaya, para mostrar bellas expresiones culturales del Perú, dejó para siempre su aventura. Alicia y yo seguimos por unos años más yendo a la Plaza del Porvenir cuando llegaba la feria de los bravos toros de arcilla de Santiago de Pupuja, Sorarija y Kalapuja de Puno, las iglesias panzonas de Ayacucho y los mates burilados de Junín.
Antes de su muerte José María Arguedas recorría los pueblos de tierra adentro para recoger en una grabadora, que se cubría con el polvo de los caminos, sus canciones y su música; mientras Policarpo Caballero tomaba apuntes de los géneros que todavía  existían descartando que la tristeza fuera su común denominador, pues, las wayllachas, los santiagos, los punpines y otros, eran de una alegría contagiosa, así como los sikuris de una solemnidad litúrgica. Teníamos y aún tenemos música para los momentos más solemnes y también como anestésico para el dolor y el cansancio o para endulzar la amargura del hambre.
Las “ojotas”, vale decir las gentes descalzas o con llankes que querían inventar una oportunidad para salir de su situación infrahumana, llegaban en silencio cobijándose entre esteras. Por esos tiempos se calculaba un arribo de setenta personas por día a las cuales la capital ignoraba. Sólo significaban un buen ingreso para los empresarios de  los coliseos adonde concurrían de domingo a domingo para curar su nostalgia con cantantes y conjuntos musicales.
En las ciudades de la costa y la sierra la situación era más o menos parecida. Se vivía mirando y copiando modos y maneras del extranjero. Allí donde había una gran población qechwa hablante, a veces monolingue, las familias acomodadas que tenían sus clubes exclusivos preferían que las nuevas generaciones fueran también monolingües, pero del español. Cuando ellas perdieron sus haciendas, por disposición de los gobiernos militares en el poder, la clase media, alta y baja, no lo sintió.
Quienes mejoraron al surgir una empresa estatal (EPPA) que inició su promoción, fueron los artesanos que languidecían, salvo en las ferias navideñas de Cusco. Actualmente hay una interesante exportación y el auge que tienen algunas se aprecia en los contenedores que se envían periódicamente de Quinua, hace más de 30 años una humilde aldea y ahora un pueblo más o menos próspero. Lo mismo se puede decir de Chulucanas y de artistas individuales como Antonio Olave que presenta exposiciones de imágenes religiosas en Madrid, Roma o París.

Resultado de imagen para panoramica de plaza de armas de limaUn par de festivales de danzas peruanas en el Campo de Marte, que llevaron el nombre de Inkari, fue una deslumbrante aunque pequeña muestra de los cientos que tenemos. En esa ocasión se vieron por primera vez  los coloridos trajes tradicionales de Cailloma, Sandia, Chupaca, Corongo, Huanuco, etc., que se usan en las fiestas religiosas, agrarias, pastoriles y otras.
Los conjuntos de bailarines manifestaron en aquella ocasión su desconcierto al no contar con el apoyo de los dueños de tierras que solían tomar las mayordomías. El problema se resolvió cuando formaron asociaciones y aprendieron a resolver sus necesidades gracias a los devotos. Las corridas de toros siguen siendo una costumbre que cuenta con la ayuda de los hijos o nietos de los vecinos que han logrado ubicarse en Lima y hacen actividades para que persistan.
La influencia de la televisión y la presencia de comerciantes que se trasladan de fiesta en fiesta, con una serie de confecciones nuevas, ha ocasionado una serie de cambios en las vestimentas que usan, muy diferentes de los atuendos que coleccionó el médico arqueólogo Arturo Jiménez Borja en la primera mitad del siglo pasado.  
Las modificaciones alcanzan a las comunidades campesinas. La diferencia destaca en las famosas fotos de don Martín Chambi que registran magníficos diseños en mantas y ponchos que se tejían y tejen todavía en algunas partes. Hacerlos en telar de cintura o sobre cuatro estacas demanda mucho tiempo. Más fácil es comprar una casaca o una manta industrial que se vende en Juliaca o en Desaguadero.
El reconocimiento en los últimos años de una cultura inmaterial, conservada principalmente por las comunidades y los pueblos más alejados, llega tarde. La globalización lo único que ha hecho es acelerar el giro que ya venía sufriendo la tradición oral trasmitida de padres a hijos. Funcionaba cuando su aislamiento convertía a los mayores en maestros que fungían como la memoria de las antiguas culturas.
En la encrucijada mucho se ha perdido, aunque es justo reconocer que los jóvenes han llegado a las aulas universitarias y ahora conocen sus derechos y pueden hacer frente al abuso, generalizado desde que llegaron los españoles. Es alentador que al defender sus tierras también están tomando conciencia de la urgencia de velar por el medio ambiente.
Antiguamente las regiones funcionaban de acuerdo a una verticalidad que les proporcionaba productos que les permitían afrontar mejor que ahora las sequías, las inundaciones y otras catástrofes. Ahora se quiere remediar los problemas de la extrema pobreza con asignaciones pecuniarias. Tenemos un territorio de numerosos pisos ecológicos y bien podrían funcionar proyectos para lograr rendimientos positivos. En todas las épocas, tanto los habitantes de los valles como de los yermos, han demostrado voluntad de trabajar. Hay que aprovechar su deseo de superar las crisis para que no siga la despoblación del campo. Ejemplos sobran. En nuestro caso la cultura puede contribuir a sacarnos del subdesarrollo y la subestima. 
No es cuestión de ir con la música a otra parte.  
1999
Alfonsina Barrionuevo