domingo, 25 de enero de 2015

EL ALTOMISA DE OCONGATE

En 1974 John M. Hickman publicó en su libro “Los Aymara  de Chinchera, Perú”, cuya vida, costumbres y creencias , investigó durante dos años, que un paqo puede llegar a ser ap’allani, o sea un experto en comunicarse con los espíritus de los cerros o achchilas, que así se llaman en el altiplano. En Bolivia son conocidos con el nombre de chamakani. Harry Tschopik, autor del libro “Magia en Chucuito” menciona al ap’allani como “un espíritu  del cielo que habla con cierta frecuencia en las sesiones. Uno de los informantes de Hickman conocía a un paqo que podía comunicarse en plena luz del día.
El antropólogo Aurelio Carmona decía que el altomisayoq sabre curar, en algunos lugares le llaman ruwalparlachaq, otro nombre que tiene los altomisa.
Carmona conocía a uno muy famoso llamado Mariano Turpo que habitaba al pie del nevado Ausangate. Al llegar a la vejez ya no quería que lo visitasen. Decía que su contacto lo contaminaba. Prefería la meditación y dedicarse a pastar su rebaño de alpakas.
Por estos días se ha llevado a cabo una batalla ritual en el Chiaraqe entre unos veintidós pueblos de Chumbivilcas y Canas para asegurarse que el año será bueno. Los combatientes usan armas prehispánicas, hondas y liwis. Los mayores y las jóvenes cantan bellas canciones para animarle. “Si estás en un río de sangre piensa que es un río de flores” 
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Notas del libro “Hablando con los Apus”


AMOR EN EL ANDE

Las diferencias entre el mundo andino y el occidental se advierten de diferentes formas. Una de ellas son los Carnavales que fueron traídos al Perú. En Europa, un motivo de diversión. En el Perú, el puqllay, la wayllacha o el punpin, entre otros, una alegre manera de encontrar una pareja para compartir la vida y formar una familia. Veamos.   
  
“Madre, en mi corazón crece la soledad como si fuera un árbol y siento miedo. Un día puede ser muy grande, sin pájaros que hagan nido en sus ramas.”
Si pudiera el dios Baco levantaría burlón una ceja al escuchar a la joven. Bajo su reinado se armaban las bacanales romanas. Un incendio de pasiones que enloquecía a hombres y mujeres por igual. Con él otras frondas se agitaban. Los zagales podían ser príncipes. Las pastoras, reinas. Los señores, mozos de servicio. Las princesas, camareras; protegidos todos por el antifaz que encubría su identidad.

América acogió al vuelo la alegría y el desenfreno de estas fiestas en sus capitales. Tenía el mismo chance como Europa de arrepentirse el miércoles de ceniza. En el campo los calendarios sobran. Para leer los movimientos del tiempo se tienen los giros de curso del sol o las señales que envían las estrellas. El nacimiento de las crías, la  fragancia de una flor o las caída de las hojas ebrias de luz.
“Madre, sin nadie las noches se enredan en mis pestañas  y no puedo conciliar el sueño”. Ella le entiende porque también tuvo auroras sobre su frente tersa y color de vida en sus mejillas.
“Mascarita, toma, vamos a bailar el carnaval.” Las abuelas de la ciudad  cuentan historias de maravilla. El juego con agua de olor y polvos de París, chisguetes y serpentinas. Los bailes en las casas de señorío después de los corsos que encandilaban multitudes.
“Madre, en mi corazón cantan las aves de la soledad y su canto es triste!”
En Brasil el Carnaval es una institución. Las escuelas de samba jalan turistas como un panal de miel. En las antiguas haciendas los juegos terminaban en las piscinas o en los ríos. En el cerro de San Cosme, con agua comprada en cilindros a precio de oro para la miseria los jóvenes se divertían por igual haciendo reventar en la cabeza o en el cuerpo de las chicas cascarones de huevos que rellenaban con agua colorada y taponaban con cera. Ellas los perseguían con harina en las manos para dejarles la cara y los cabellos a lo Pierrot.

“Madre, siento pena por el niño que no acunarán mis brazos,”
En algunos barrios y urbanizaciones de Lima se dispara globos incluso a los omnibuses y si el juego es más brusco se pinta la cara de las “víctimas”con betún. En el Perú de adentro que comienza en la puerta de las ciudades el pukllay o la wayllacha es diferente. Un mundo paralelo donde el amor es un viento que empuja a los jóvenes para encontrarse en los pueblos. Los cantos dicen claramente: “Los casados a sus casas, los solteros a las calles.” El carnaval es sinónimo de esas fiestas de la juventud prehispánicas donde los que se pasaban de años, hombres y mujeres, tenían una oportunidad para conseguir pareja.
En esas fiestas los banderines blancos ondean en el  ambiente festivo de las casitas campesinas o comunales, en los wayllares o pampitas verdes, lindas para kaswar.
“Madre…”

Al fin la madre dice que sí y ella sufre su mayoría de edad porque allá en las comunidades de los cerros a los veinticinco años se va haciendo tarde para amar. Se prepara gozosa para ir. Trenza sus cabellos con cintas y flores, se pone sus galas nuevas. Su montera de barboquijo con cinta labrada, el phullu recién tejido, su prendedor de plata. Ambas saben que el destino las alejará. En el pukllay su pareja puede ser de otra comunidad y su hogar florecerá en otra parte. Pero, su sangre lo reclama. En el camino se unirá con otras jóvenes que van con el mismo propósito. No dejará de atarse a la cintura el banderín blanco de solterío. El blanco que grita su libertad, mientras los mozos harán otro tanto. Se pondrán al cuello, en la cabeza o en el sombrero el pañuelo blanco con el que “dicen” con afán  no tener compromiso.

 La música que se escucha a lo lejos despierta su entusiasmo.
“Haykuykamuy, wayqeychallay, pasaykamuy panachallay, pukllaykusun, kaswaykusun….”
“Ven hermanito, pasa hermanita, jugaremos, bailaremos…”
Ellas harán tímidamente sus rondas sin mirar a quienes irán llegando. Pueden ser conocidos pero unos y otras buscarán gente nueva. Las muchachas sonreirán y en sus ojos risueños habrá un brillo de complicidad compartida. (“¿Será bueno el hombre, diligente, cariñoso?) (“¿Será la mujer trabajadora, alegre, amante de su hogar? “). Sabe que allí está su futuro y sea lo que fuere tendrá que ser aceptado. En cierto momento harán su propia ronda haciendo trinar sus charangos o dejando el encargo a sus amigos casados que son testigos de sus sueños.
En la ciudad, los carnavales perdieron su belleza, su poesía, su imaginación. Son sólo una bulliciosa competencia de baldazos de agua. Salvo que se adopte el carnaval como un atractivo turístico, se inventen reinados y se desentierre a Ño Carnavalón con su jocoso testamento. Las yunsas y los cortamontes provinciales son sólo un pretexto para el baile colectivo, para comer, beber y divertirse.

Perú adentro hay fiestas de la juventud que se realizan al pie de la Cruz de Mayo levantadas obre una waka que recobra su viejo poder de propiciar la fertilidad. Las parejas, cuando baje la tarde bailarán juntas. Una mirada, una sonrisa, un gesto decidirá su unión. A medida que se compenetren en la kaswa se irán retirando hasta que a lo lejos se extingan las últimas coplas y comiencen a brillar las primeras estrellas en el cielo.
Alfonsina Barrionuevo

viernes, 16 de enero de 2015


PANPAWAYLLO DE APURIMAQ

La primera vez que tuve una sesión con los Apus y las Pachamamas temblé de emoción. Tardaron en llegar y Mario Cama, el altomisayoq, los llamó tres veces. En la oscuridad me pregunté por qué se demoraban. ¿Acaso porque era domingo? La inquietud creció entre mis manos. De pronto me pareció que la habitación se conmovía como si la remeciera un sismo. Casi me levanté, pero enseguida percibí la fuerza de unas alas que iban de un extremo a otro, haciendo viento y ruido. Llegó el primer Apu. Sentí como bajó a la mesa y hasta me pareció percibir cómo recogía sus alas. Luego, dio unos pasos y sus pisadas fueron fuertes. No sabía si ese era su sitio  habitual, pero se puso a la izquierda.

Al oir su voz por primera vez me estremecí. ¿Puede adquirir un espíritu facilmente características humanas? ¿Así hablan los Apus? ¿Como nosotros? ¿Francisco de Avila, extirpador de idolatrías en el siglo XVI, ya consignaba que las  palabras del cerro Makawisa cuando habló con el Inka pesaban en el aire? ¿No era asombroso que yo, una simple mortal, pudiera estar allí en mi Qosqo, oyéndoles?
-¡Panpawayllo, de Apurímac! –se identificó con un tono cordial. -¿Cómo están Uds? Saludo a mi hija Alfonsina.
-¿Me conoces? –le pregunté, reprochándome para mi interior no saber que trato debía darle. Señor Apu, señor ángel. Me sentí incómoda por mi ignorancia. Debía haber preguntado antes. Ya lo averiguaría. Si venía de Apurímac debía ser porque una parte de esa región perteneció al Qosqo, antes de que políticamente la pasaran a otro departamento.
Se hizo un breve silencio. Lo que dura una aspiración de aire y nuevamente otras alas movieron el ambiente. Pensé en cada remolino que producían. Así fue su forma de llegar.
-¡Panpawayllo. de Apurímaq! –repitió con voz muy juvenil, con retintín de campanitas. -¿Cómo estás, Alfonsina?
-¿Cómo estás, madre? –le dije confundida.  ¿Estaba bien decirle madre o sería mejor señora? Su voz sonaba como si fuera una mujer.
-Soy Panpawayllo, Apu de Apurímac. No te equivoques, –me reprendió con una risita irónica y una voz que parecía la de un muchacho que está por cambiar su registro vocal.
-Te dije así porque tu voz es muy delgada.
-Es que mi voz es así. Me has confundido con tu Pachamama. –Me aclaró sin molestarse y asumí mentalmente que debía ser el espíritu de un cerro joven
La habitación vibró dos veces más y vi unos puntos de luz, como si entrechocaran dos trozos de cuarzo en el aire y se desprendieran chispas, sólo para que se vieran, mas no lo suficiente para iluminar .

El misterio comenzaba a develarse y comencé a sentirme más segura. Al cabo me acostumbré a conversar con ellos y ellas, reconociéndoles por el metal de su voz. No me volví a equivocar con Panpawayllo. Siempre era el primero en llegar porque era director de la mesa de Mario Cama.

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Notas del libro “Hablando con los Apus”


LA WAKA DE MICHEQ AMARU

Si acaso volviera a vivir el sacerdote del agua curvaría los labios en una sonrisa al contemplar la muña enseñoreándose en el Palacio Nazarenas de Qosqo. Los novísimos ocupantes del hotel no saben que éste se encuentra ubicado en la waka de Micheq Amaru, literalmente “el Pastor de la Serpiente”, y, en realidad, “el sacerdote de Mama Yaku, el agua,” una de las wakas o sitios sagrados de la ciudad imperial.

En tiempos inkas se edificaron con piedras finamente pulidas los muros que dan a la Plaza de Nazarenas, al costado del Pasaje de las Serpientes. Algunos de sus bloques, estratégicamente distribuídos, llevan cincelados en distintas posiciones siete ofidios. Ellos indican la relación del edificio con Wankar K’uichi, el arco iris, que sólo se deja aprisionar o subyugar por el agua, debido a que ella  es su madre.
 ¡Cuántas ceremonias se habrían llevado a cabo, desde Pachakuti Inka Yupanki, en el lugar emplazado en el barrio de Pumak’urku, el cuello o joroba del puma cusqueño!  ¡Cuántos sacerdotes de menor rango se habrían ocupado en la preparación de los rituales y otros menesteres!  La antigua Casa de las Sierpes aún conserva el  manantial que canta en las fuentes y se yergue en cada uno de sus patios haciendo cimbrear su cuerpo de cristales líquidos como una odalisca andina.
Foto: Fernando Moscoso Salazar
En 1533 los españoles tomaron el Qosqo y lo ocuparon en su totalidad. Mancio Sierra de Leguízamo desplazó  al Micheq Amaru y tomó posesión de su templo y vivienda.  Al finalizar su vida se dio cuenta de su desafuero y pidió perdón en su testamento  por haber entrado a sangre y fuego en las nuevas tierras del “Pirú”, atropellando los derechos de sus legítimos dueños.
Seguramente obsequió la propiedad al obispado o llegó a formar parte de sus bienes posteriormente, porque fue destinada por el siglo XVII a un beaterio donde buscaron refugio mujeres huérfanas y viudas. La espadaña de campanas sopranos invitaban a rezar con las nazarenas descalzas de San Joaquín y luego con las carmelitas a la hora del Angelus.
Después del terremoto de 1950, funcionaron allí las oficinas del Plan COPESCO dedicado a la recuperación de la ciudad, y, en nuestro siglo el arzobispado lo ha entregado por treinta años para el establecimiento de un hotel que ha resultado  entre los mejores de América.

Por lo usual, los hoteles  se preocupan  de brindar buena cama y la más alta calidad de servicios a los pasajeros. El Palacio Nazarenas va más allá de esas obligaciones. 
Coincidiendo con la gran cita de la COP’20, realizada hace poco en Lima, para  preservar el medio ambiente del planeta, sus terrazas y jardines son glamorosamente verdes. El diseño de los ambientes exteriores se ha hecho  con exquisito gusto, conjugando sus tonos con la blancura del agua, el gris severo de la piedra y la luz que rueda sobre hojas alargadas, redondas o  encarrujadas. Otro detalle: según el tiempo la lluvia retoza entre ellas y, cuando se va, deja perlas en los cálices de flores que son comestibles. 

No se trata sólo de recrear la vista. El experto que tiene mucho de chef y algo de poeta combina las virtudes de la muña, con las del toronjil, el cedroncillo, la menta y la manzanilla, para preparar infusiones naturales  de inigualable perfume, porque las ramitas se cortan casi en el momento de servirlas, llenas de vida. 
Por allí también están el wakatay, el orégano; la albahaca, el romero; el tomillo y el estragón, que sirven como geniales saborizantes  para un sin fin de manjares.

Foto: Fernando Moscoso Salazar
No faltan en los espacios abiertos del Palacio los arbustos del sacha tomate o tomate de monte de forma ovoide, que se agrega en toque especial al uchukuta picante o como ingrediente de lujo en el aderezo dulce donde nada en almíbar, y también el arbolillo de moras que acicalan los postres.
La muña es bien recibida por más de un exigente comensal, pues además de aromática es digestiva y tiene un aceite esencial que —según investigaciones del científico Mario  Carhuapoma Yance— ayuda a eliminar a la temida bacteria Helicobacter pylori que se aloja en el estómago y resiste a la acción de los medicamentos, pero que se rinde ante los efectos de la hierba gentil.
Tenerla a la mano, fresca y generosa, es ideal. Ella, que es de esta tierra,  pertenece  a la familia Lamiaceae de plantas con flores que —según los botánicos— comprende cientos de géneros  y miles de especies.

Sus usos son variados. En licor se presenta como miskimuña, dulce provocadora de amores; frotada en la palma de las manos y aspirada, reduce el cansancio, y —paradójicamente— en algunas comunidades de Ayacucho se emplea  como componente de la pólvora para los fuegos artificiales que son la alegría de sus fiestas patronales.
Una primicia que llena de fragancias exóticas el Palacio Nazarenas, a sólo dos cuadras de la Plaza Mayor de Qosqo, en la mansión donde el mayestático Micheq Amaru tuvo diálogos con el agua para conocer el futuro del agro.
¡Una tradición que continúa!

Alfonsina Barrionuevo

sábado, 10 de enero de 2015

VOLVIENDO CON LOS APUS

Los nombres de los nevados, los cerros, las lagunas, la tierra, son muy expresivos, mágicos, unidos a historias fabulosas que se conservan en la memoria popular y todavía se transmiten por generaciones. Son miles y varían de acuerdo a las localidades donde se encuentran, pues, tienen identidad y características propias.
Según la región donde están los nevados y los cerros se llaman Apus, Aukis, Achachilas, Wamanis, Hirkas y Orqos. La tierra recibe el nombre de Pachamama y el mar de Mamaqocha.  Ella es madre de los lagos, las lagunas, los ríos y los manantiales.
Se les ofrenda desde épocas sin edad porque son seres vivos, con los cuales millones de peruanos siguen manteniendo una estrecha interrelación, una convivencia espiritual  y material que los compromete a darles “sustento”  porque “tienen sed y hambre”.
Como se trata de formas de energía  sus necesidades no son físicas sino espirituales. Cuando se les invoca están presentes en las ceremonias rituales aunque no tengan que ser visibles.
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Notas del libro “Hablando con los Apus”

FLORES Y HOJAS COMESTIBLE              
Beber la miel de ciertas flores es delicioso. Se encarrujan los pétalos y se va sorbiendo hasta que una gota rueda con su diminuta carga de dulzura hasta la boca. Algo que se puede hacer en algunas huertas y con flores muy especiales. En la huerta de Pachakamaq, Lima, de Alfonso Roda Marrou, miles de flores agitan las cabecitas curiosas. No  se usan como sorbetes sino para engalanar los platos.
Un guiso apetecible, con flores amarillas de chincho que se estiran delicadamente sobre el jugo, es muy tentador. Bellísimas flores azules de arveja o de salvia, sobre la superficie dorada de un enrollado de carne, son una delicadeza. Ni qué decir de flores blancas de papaya, que parecen de cristal, recostadas sobre la pechuga invitadora de un pato. Hay una sensibilidad que se desprende de ellas como adorno y también como aroma o sabor.
Roda Marrou, Don Torcuato para sus amigos, sonríe abiertamente frente a una canastilla de flores que nunca se marchitan. Sería un desperdicio cuando pueden brindar satisfacciones a comensales exigentes. Seda vegetal que se luce en los filamentos verdes de otras plantas que son un ingrediente de lujo de muchos platos que se sirven en restaurantes renombrados.
Nuestro entrevistado, nacido y criado en una huerta de Ñaña en épocas felices, donde aprendió a conocer y disfrutar su valor, muestra con orgullo sus flores y hierbas comestibles que son un artículo de demanda en Lima. Estaba estudiando administración de empresas en la Universidad de Lima cuando comprendió que lo suyo era ser un  agricultor de especies selectas y se pasó a la Universidad Nacional Agraria-La Molina para seguir, en su tiempo libre, veinte cursos técnicos de extensión social.

Durante el tiempo que trabaja mantiene una comunicación interesante con ellas, especialmente las nuestras que son tan diversas. Gracias a la buena tierra del lugar donde se encuentra la Huerta de don Torcuato en la costa o chala, y al invariable cariño que les tiene, logra excelentes cosechas, sin pesticidas ni productos químicos que vayan a alterar su calidad y hacer daño a la salud y al medio ambiente.
Muy pocas veces he visto personas que profesen tanto amor por la naturaleza. Vive y sueña en Lurín y aunque Lima es la ciudad capital del Perú, aprovecha que le queda a la vuelta de la esquina. Asegura que no ha roto con la metrópoli, más bien sus relaciones se han fortalecido con la demanda que tienen sus productos orgánicos en ferias, festivales, supermercados, hoteles y restaurantes.
El orgullo que siente Roda Marrou por su trabajo se refleja en su rostro. Sabe que tiene toda la vida por delante y confía en un futuro que no se desprende de los surcos. La propuesta de sus plantas, unas ochenta variedades a las que mima y engríe, es gourmet.
Entre las aromáticas la muña que es apreciada en infusión y ejerce al mismo tiempo una función repelente de plagas, el toronjil que es un rey de aroma y sabor, y la hierba luisa tan querida para cualquier malestar, un trío que se luce en las infusiones; el chincho, el paiko y el huacatay son los que dan apellido e identidad a la pachamanka; y una variedad de mentas.
La calabaza andina se ha acomodado, en los bordes de la huerta, con honores por sus frutos y también por sus flores, de excelencias gastronómicas. Alfonso Roda explica que se ha hecho una selección, después de que han pasado por un  tamiz probando sus aromas y sabores, para obtener su respectiva calificación. Entre muchas se han llevado palmas las flores de kiwicha, huacatay, culantro, hinojo, anís y romero, alternándose de acuerdo a las estaciones del año.
Las verduras bebé ofrecen ternezas al paladar. Todas son miniaturas de las mayores. Zanahorias, rabanitos, choclitos y  poros. En la lista de vegetales están igualmente los brotes o germinados, tan recomendados por los médicos especialistas. Ver los de cebolla, rabanitos, nabos, beterragas, kiwicha, culantro,  etc, es un jubileo, porque llevan alegría a las mesas con su aspecto delicado y  espectacular.
Roda Marrou incrementa constantemente sus variedades. Del Cusco, donde se trata de recuperar la frutilla, algo parecida a la fresa pero pequeña y más dulce, la fue rastreando con mucha suerte. En el Abra de Málaga, famoso porque allí se reúnen sacerdotes andinos de alto rango, la encontró y se la trajo. En su huerta la cuidó con esmero y ha logrado aclimatarla. No será extraño que vaya aumentando en cantidad. La frutilla se come al natural, en dulce y en las renombradas frutilladas, una chicha que tiene un timbre imperial. 
Su entusiasmo desborda cuando revela que emplea riego tecnificado con agua ozonizada; abono natural que obtiene en parte del reciclaje de las hojas del mismo huerto, y tecnologías que aplicaban a sus cultivos los limeños prehispánicos, como las camas para sembrar y cosechar que se levantan a cierta altura del suelo.
A corta distancia de la ciudad de Pachakamaq se preocupa por su crecimiento apresurado. En cada año que transcurre se van recortando las tierras agrícolas para dar margen a la construcción de viviendas. Lima es la que pierde su último valle verde, de áreas limpias y generosas. Si existiera conciencia acerca de su aporte a la dieta alimentaria de sus habitantes, se incentivaría la existencia de las huertas que quedan, antes de sofocarlas con cemento.
Para completar su oferta la Huerta de don Torcuato ofrece dos servicios semanales. Una Granjita Feliz, diseñada para que los niños conozcan una diversidad de plantas y animales, y un restaurante que funciona sábados y domingos, atendido por  Pilar Gutiérrez.
Nada que hacer, estamos acostumbrados al buen comer y allí se encuentra una carta surtida. Hay pollitos de leche a la leña, conchas acevichadas,  langostinos empanizados, chicharrón de conejo, pato criollo, pachamanka y mucho más. La huerta está a diez minutos del kilómetro 33 de la antigua carretera Panamericana Sur, urbanización Casa Blanca, Pachakamaq, Lima. Un viaje que motivará a la familia o grupos de amigos, entre mar, cielo y arboledas amigables. Los que quieran una canasta de hortalizas pueden llamar al teléfono (01) 2311326. Los precios son económicos y hay reparto a domicilio. ¡Qué más se puede pedir!  
Alfonsina Barrionuevo
               


domingo, 4 de enero de 2015

 LA SOBREVIVENCIA DE LAS WAKAS

El choque de dos culturas adquiere un monumental relieve cuando el virrey Francisco Toledo  intentó desalojar a sus manes tutelares de la plaza sagrada de Qosqo. La fastuosa concentración de ciento diecisiete imágenes, que llegaron de los virreinatos y audiencias de América, resultó ineficaz porque no estaban en el mismo nivel.

Cómo desplazar al Apu Inti, el Sol que da vida y calor a la tierra desde su templo del cielo y su réplica en el Qorikancha; a Mama Killa, la Luna que maneja desde el infinito las mareas de esa inmensa pradera líquida que es Mama Qocha, el mar; a las estrellas que solas, en grupos, constelaciones o desbordándose en un río fulgurante -la Vía Láctea-, deciden el tiempo de siembra,  rigen la multiplicación de los animales y marcan la existencia de los seres humanos; a Mama Qaqa, la piedra que blinda su voluntad para enfrentar los desafíos; a Wayra, el Viento que girando en husos gigantescos se lleva las enfermedades a lejanos confines; a Para, la lluvia, que baja presurosa con su cántaro de greda cuando siente en el aire que se raja el labio de los surcos: a Chiqchi, el granizo, que saltando en un solo pie extiende un manto glacial de silencio; a Wankar K’uichi, al arco iris que deja caer su manto inundando el ambiente de colores; a Nina, el fuego que abre sus flores ardientes en la tierra para animarla; a Warasinse, guardiana de los terremotos y a mama Lloklla, la madre de los aluviones que sabía apaciguar su violencia: a Oqe Mishi, el puma celestial relacionado con el agua; a la Qewña con las neblinas, entre otros elementos.

Cómo romper el carácter sagrado de una ciudad  donde tenía su templo algo tan frágil como Puñuy, el Sueño que extendía su levedad de caricia sobre los párpados cansados y se albergaba también sin reparos a Wañuy, la Muerte tan temida, sin discriminar a Kawsay, la Vida, su gemela. Lo único que logró el arrogante virrey fue el sincretismo, integrar los íconos de su mundo con las energías materiales e inmateriales del nuestro.


LOS HORNOS  DE KURANBA

Las auroras siguen pasando sus finas manos de aire sobre la piedra tallada con primor; en los mediodías el sol siembra sus semillas de oro para hacerlas florecer y el arco iris hace flamear como antes sus banderas de colores. Los Inkas se alejaron un día por el camino del tiempo pero quedó el ushnu grandioso como huella de su presencia, comunicándose por escalinatas con una enorme plaza, como en Vilkaswaman, Ayacucho.

Fernando Moscoso Salazar admiró el altar pétreo en un espacio sagrado. El incansable periodista. La minería es su mundo y su pasión. Así encontró Kuranba, en la comunidad de los Kallaspuqyu, distrito de Huancarama, provincia de Andahuaylas, Apurímac.
Quedamos en visitar alguna vez uno de esos centros donde hace unos 10,000 años los antepasados extraían minerales no metálicos como cuarzo, riolita, toba, cuarcita y calcedonia, para fabricar puntas de lanza destinada a la caza, pesca y recolección. En su época demasiado temprana la minería no era ni el atisbo de un sueño. Se dio cuando aprendieron a manejar la flor de fuego unos 6,000 años después.

Los Chankas, que según la leyenda salieron de la laguna de Choklloqocha con Wankas y Wankawillkas, queriendo conquistar a los Inkas cuando tomaron fuerza, destruyeron los asentamientos de la cultura de Kuranba sin entender su avance en tecnología metalúrgica y avanzaron en desatados huracanes de muerte. Ellos jamás renunciaron a su salvaje libertad y cuando fueron sojuzgados prefirieron desaparecer, atravesando el territorio hasta las ignotas cabeceras de la selva.

Moscoso, comunicador y fotógrafo, experto investigador de rastros mineros, encontró una tradición importante en Kuranba, donde quedan todavía cantidad de escorias y otros residuos de metal. Descubrió también como usaron cuernos de animales para extraer los minerales, quimbaletes para la molienda y wayras, hornos, que atizaba el viento con la fuerza de sus pulmones en la altura de los cerros, para la fundición.
Los Inkas que tomaron el lugar, cuenta, lo implementaron con una serie de construcciones. En los alrededores se ubican más de 69 recintos, con calles y escalinatas, además de una fachada principal hacia la plaza central de planta cuadrangular. Así mismo en la pampa adyacente quedan restos de un conjunto de habitaciones, posiblemente para los trabajadores, con piedras calizas de diferentes tamaños -algunas en forma de cuñas- unidas con mortero de barro.

Una densa vegetación cubre en parte el grupo arqueológico que ha sufrido depredación por pobladores actuales que han usado piedras de sus muros para sus viviendas. La escasa enseñanza de nuestra historia, tan rica y vasta, minimiza la urgencia de resguardar estas obras del pasado que se están convirtiendo lentamente en una atracción turística que puede rendir dividendos a los pobladores. La sola vista del ushnu es impresionante.
Los Inkas usaron oro en sus templos y mansiones sin que se conozca hasta dónde llegaron en sus técnicas, pues, los españoles se llevaron todo lo que encontraron. El resto fue ocultado por los cusqueños cuando advirtieron que eran objeto de su codicia. Lo más notorio es el empleo de la piedra como principal material y en eso sus talladores y arquitectos fueron eximios maestros. Sus orfebres dominaron el arte de fundir el oro y la plata, martillar, laminar y  engastar las piezas.

Sin embargo, lugares como Kuranba, indican un quehacer de la minería dedicada a los metales -oro, plata, cobre y otras aleaciones- con una infraestructura de más o menos 500 hornos con fines religiosos y suntuarios de los señores del Tawantinsuyu.
Los hornos metalúrgicos, explica Fernando Moscoso, tienen una ubicación extraordinaria, orientados hacia las fuertes corrientes de vientos procedentes de los valles interandinos. Su vista en las noches debió ser magnífica por el fuego al rojo vivo derritiendo el contenido de los crisoles. Los mineros disponían de un buen abastecimiento de leña en los bosques cercanos donde abunda mucho la chillka, apreciada por su alto contenido de resina, elemento indispensable para atizar los hornos. Agrega que los terrenos de las comunidades de Panpamarka e Iskawaka (Aimaraes) fueron yacimientos mineros donde había vetas de oro, plata, zinc y cobre. Años más tarde, en 1560, durante el mandato del Virrey Andrés Hurtado de Mendoza, se descubrieron minas de azogue en Huancavelica, que pertenecía por entonces a lo que hoy es Apurímac. El interés de los españoles dio lugar a que se establecieran en Andahuaylas 6 Corregimientos y en Abancay un Corregimiento con 23 Repartimientos a fin de proveer mitayos a los explotadores del mercurio. El resto es historia virreinal y los fines completamente diferentes. Una nueva etapa que fue trágica para la minería peruana.


Alfonsina Barrionuevo