Sapos que bailan un extraño ballet con
las pupilas en ascua, el pecho blanquecino al descubierto y las patas como si
tuvieran resortes. Es muy insólito. Sin embargo pasa en Lachaki, un distrito de
Canta, que está casi a las puertas de
Lima, a menos de tres horas de viaje, en las faldas del cerro Kishuy. Que los
sapos bailen no solamente es ilógico sino algo de locos. Sin embargo, debe ser
verdad por la seriedad del informante. Se trata de Monseñor Pedro Villar
Córdova, el arqueólogo de Lima, quien investigó los ritos secretos de los
yachaq o yachiq, los magos o sacerdotes que hacían llover. De estos ritos provino el nombre de lachaki, la tierra donde
los sapos bailan. El monseñor arqueólogo escuchó esta versión de los mismos
labios del ultimo mago llovedor a quien llamaban taita Conce.
En noviembre la gente de los viejos
ayllus de Kusimarka, Kallapanpa y Qochakaya, miran inquietos el espacio celeste
como cientos de años atrás. Las nubes son los cántaros de la Luna que su
hermano, el Rayo, rompe para que caiga la lluvia. Cuando no hay nubes los varayoq
o varallos, herederos de las artes mágicas de los brujos prehispánicos, van a
buscar el agua de mar que la Vía Láctea arrastra al interior del Ande, y que
aflora en una noche al año. Una vez que la tienen llenan con ella su boca, hinchando sus carrillos como globos, para luego
lanzarla en rocío al cielo. Nadie puede asistir a este misterioso ceremonial
porque rompería su hechizo. Si ha sido bien recibido por el Apu Parianwasi los
sapos bailan de alegría porque ellos tienen conexión con la lluvia y saben que
bajará indefectiblemente.
Santo Toribibio de Mogrovejo pasó por
Lachaki y el bienaventurado obispo hizo surgir agua del corazón de la roca para
que el pueblo no padeciera sed, pero no es suficiente para los campos que necesitan
beber un río para acunar en los surcos habas, papas, okas, cebada, y por eso aprovechan las lluvias tempranas. Antes el viento mecía la frondosa cabellera de
los bosques de chachakomo, warango, lloqe, molle, warirumo, tara, kiswar,
machakaina y lanbran o aliso. Ahora sólo quedan árboles testigo como solitarios
sobrevivientes de una depredación que comenzó al explotarse sus minas en el
siglo XVI, anota el geográfo Ciro Hurtado Fuentes. Sin ellos el frío es más
intenso en las noches, comenta Emilio Ordóñez Mego. Felizmente, cuando llega el
día “las manos del sol calientan la tierra”. Y vale la pena dar un paseo por la
quebrada de Kiskichaka entre el mar de aromas que expiden las flores del turish,
la taya, la chorka y otras, además de probar la miel del chimbo, jugoso néctar
que disfrutan los picaflores.
La vida en Lachaki tiene un ritmo tradicional.
Entre enero y mayo el ganado es llevado a las lomas, nacen los becerros y el
tiempo se pasa entre el otoño y la preparación de quesos, mantequilla y requesón.
Son días con sabor a sopa de vaquero, con papa, leche, queso, fideos, muña olorosa, a “cortado” de la primera leche,
a cuajadas, kancha con queso y charki. El 24 de junio se abre la moya, donde
están los pastos comunales; y hay mazamorra de llakpa en las mesas, helados y
warokos, una fruta parecida a la tuna . En los intermedios están los carnavales
y los jalapatos, las herranzas, los quitapelos, las bodas, las corridas de
toros, los bautizos y la limpia de acequias; reservando la fiesta principal para
una señora de leyenda. La Virgen del Carmen que unos viajeros de Lachaki vieron
lavando ropa en el río mientras que los acobambinos la vieron después convertida en una bella imagen. No se
la llevaron porque ella quiso quedarse en el pueblo, según relatan en la
revista que han publicado por las Bodas de Oro del Centro San Francisco de Lachaki.
Allí, confiesan el amor que tienen por su tierra y otras cosas, como la trágica
historia de Agomayo. Félix Huamán Cabrera dice que el Agomayo no es río, es
hombre y que sus aguas no son agua, sino sangre.
Alfonsina Barrionuevo (2005)