domingo, 29 de mayo de 2016

INSTANTE SUPREMO

En este domingo concluye mi petición de que los festejos del Bicentenario de la Independencia comiencen a celebrarse en Cusco en memoria de la lucha libertaria encabezada por José Gabriel Tupaq Amaru y su esposa Micaela Bastidas. En los fragmentos de mi libro “Habla Micaela”, editado nuevamente por la Dirección de Cultura de Cusco, no quiero poner su muerte porque fue terrible. No quiero evocarla. En la siguiente parte va lo que ella habría pensado. Nunca pudieron vencer su resistencia. Un ramo de qantus de fuego en su recuerdo. Supo ser esposa, madre y combatiente sin reparar en que el otro bando lo tuvo todo, soldados, armas y provisiones. Ellos protestaron por los abusos y atropellos que se cometía todos los días contra los habitantes de nuestro territorio. No olviden que en el confrontamiento murieron más de cien mil seguidores de las provincias del Sur. Fue sin duda una masacre sin piedad que incluyó a hombres, mujeres y niños. En el siglo XVI en las Américas del Centro y Sur millones perdieron la vida de la manera más cruel. Los arcabuceros ponían en fila, por ejemplo para divertirse, a mujeres gestantes. La apuesta era quien mataba al mismo tiempo a la madre y al feto. 


EL SACRIFICIO

Esta mañana voy a morir y no me asusta. Hace tiempo que la muerte estaba caminando conmigo. A pesar de que estaré en muchas partes y en ninguna, extrañaré un poco las costumbres de mi pueblo. Eso de ser llorada en Tungasuka, Panpamarka y Surimana, de quedar entre las mantas más bellas apretada como un niño, con guirnaldas de flores sobre el pecho y salir al cementerio de la iglesia con el señor cura por delante con capa de coro, incensario y la cruz alta…

Ayer noche no he podido dormir tratando de coger los recuerdos más queridos. Viéndome en Surimana, bordeando sus vere­das de qantus rojos; evocando a mi madre en las aventuras de Marcos, el atoq, y Dieguillo, el huk'ucha; amarrando a mis hijos recién nacidos con el chunpi de los guerreros kanas; escuchando de lejos el Angelus de las campanas sobre el campo; o subiendo a Qoyllur Rit'i, para dejar mi primer allwi en las faldas de la gran "estrella de nie­ve", sin saber que alumbraría mi camino hasta la horca, por­que ella me está dando la paz que ahora siento. Porque quie­ro creer que seguirá proyectando su luz sobre mi pueblo para otro amanecer. Porque quiero confiar en que esta muerte tiene que ser fecunda y que al librarnos de ella saldremos victoriosos. Otros días y otros hombres vendrán a realizar lo nuestro…
Pero el Cusco está triste y me atribula verle sin su bandera azul del Wanakaure al Senqa y del Senqa al Pachatusan. Su cielo, en pleno mayo, está gris, oscuro, como si las nubes estuvieran enfermas de algún mal muy antiguo.Como si el Padre Sol se hubiera ido…


No he podido trenzar mis cabellos. Estoy helada y me parece que este cuerpo ya hubiera dejado de ser mío. Padre Viento, cuando el Padre Fuego nos reduzca a cenizas, llévalas lo más lejos que puedas, queremos ser sembrados…
 Estoy ante una mesa donde han puesto un santo Cristo entre dos cirios. ¡Tampoco tuvieron piedad contigo. Señor! ¿No sé por qué estás aquí? ¿Qué es lo que quieren los verdugos? ¿Hacerte cómplice tal vez de su infamia! ¿De­jar impreso en tus pupilas el horror y el espanto? ¡A tí, a quien crucificaron por reclamar la igualdad entre los hom­bres!...

i Ay. . . como quisiera gritar y dejar la vida en un grito! Mi corazón se revuelca en mi pecho como en un charco de dolor y siento que está golpeando como si quisiera salir, como si fuera a estallar, a romperse en un granizo de muer­te. Pasan a la horca mi hermano Antonio, José Berdejo, Andrés Gastelú, Antonio Oblitas, Francisco Tupaq Amaru, ¡Hipólito. . . mi hijo! ¡Ay Hipólito, un río que ahora se desborda en flores de sangre. ¡Ama wayqey manchankichu..! Los viejos guerreros kanas están cantando para tí. ¡No tengas, miedo hermanito! ¡Yuraq k'anchay maqt'allaqa, chiriangel cholochaq, qharipuni batikuqcha! Los hombres de la pampa radiante son como una luz que alumbra ¡puro hom­bres! ¡Ay Hipólito! ¡Wawaymi! ¡Siento en mis senos correr la leche que te di! ¡Me estás devolviendo la vida y yo siento que estoy muriendo contigo! ¡Las lágrimas astillan mis ojos sin salir! ¡Hipólito, perdón por haberte traído a la vida y por llevarte también a la muerte. Por haber olvidado en el fragor de la lucha que era madre y también, porque si acaso pudie­ra retroceder el tiempo, yo volvería a caminar lo andado! ¡Ay Hipólito, cómo te apagas. . .!

Alfonsina Barrionuevo


domingo, 22 de mayo de 2016

ELLOS DEBEN ESTAR EN EL BICENTENARIO


He leído muchas veces la sentencia de Areche en el juicio a los Tupaq Amaru y siempre me ha parecido terrible en su ensañamiento y en su injusticia. Tenía razón el Dr.Jorge Cornejo Bouroncle, catedrático de la Uiversidad Nacional de San Antonio Abad de Cusco, cuando dijo:.”Si salvando el tiempo y las circunstancias, se reunieran  imaginariamente el Cristo y Tupaq Amaru para  equiparar la magnitud de lo sufrido, Aquel le hubiera dicho: Tu dolor y el de tu esposa fue mayor.”    

 Con la muerte de ambos, de su hijo, de sus familiares y seguidores más cercanos, se intentó acabar con la revolución. Entre líneas se siente el temor de Areche de que la llama prendida en procura de la libertad se extendiera. La resistencia en el Perú es de data antigua porque surgió cuando el primer español puso el pie en nuestro territorio, sólo se acrecentó. Es cierto que había problemas en las Cortes peninsulares pero la opresión en América había llegado a su punto más álgido. Las Corrientes libertadoras sólo fueron el final de los movimientos precursores.


Es importante por eso que los eventos por el Bicentenario de la Independencia se inicien en Cusco y sigan en las provincias antes de culminar en Lima. Es urgente. Veamos las notas que  figuran en mi libro “Habla Micaela”. 


SENTENCIA A LOS ANDES


Esta mañana Mata Linares me ha leído la sentencia de Areche. Ha venido con sus soldados y haciéndome poner de pie ha hecho que la escuche. Tal vez mi estado, porque me está quedando solamente la piel sobre los huesos, le ha conmovido acaso. Mandó a uno de ellos que me sostuviera. Estoy tan extenuada que ha pensado sin duda que eso podría inclinarme al ruego. Es que en las noches el sueño se niega a posarse sobre mis párpados cansados. Pero no pierdo mi coraje. Quienes supieron luchar sabrán morir. Areche cree que matándonos habrá devuelto la tranquilidad a nuestros opre­sores y no será así. Somos sólo una parte de un río que está engrosando su corriente. Su rey está más cerca que nunca de perder estas tierras. En vano le llama el más augusto, el más benigno, el más recto, el más venerable de cuantos monarcas han ocupado el trono de España y las Américas, lisonjeándolo en la sentencia de José Gabriel para ganar su gracia. No sé como puede escribir así de un rey que nunca pudo darse cuenta de los delitos que se cometían en su nombre. Estos blancos no pierden la oportunidad de adular a los poderosos, hasta en nuestras condenas. En la mía Areche me acusa de ser su cómplice, que es cierto; de haberle auxiliado en cuanto he podido, cierto también; de haber juntado gente para enviarle a él y a sus capitanes; de condenar al último suplicio al que no obedecía mis órdenes o las de mi marido; de mostrar alegría públicamente siempre que me venía aviso de alguna acción favorable; de animar a los indios, dando bastones de coroneles a los que creía más adictos; de hablar con asco de los españoles, con expresiones que imprimían mayor odio a los naturales, ofreciéndoles que sólo pagarían tributo pero no otro derecho alguno, gozando de la propia libertad que gozaban en tiempo de su idolatría, profiriendo en mis conversaciones palabras que denotaban que aspiraba a reinar; haciéndome por este motivo obedecer con más rigor que mi marido dando salvoconductos para que mis soldados no impidiesen el paso a los de nuestra facción; escribiendo cartas a fin de publicar los felices sucesos de mi marido encaminados, a librar al Reino de los tantos (tributos) y cargas; pidiendo me enviasen gente con pena de la vida al inobediente. Finalmente, falla condenándome a morir. Manda que salga de este cuartel, donde estoy presa, arrastrada con una soga de esparto al cuello, atada de pies y manos, con voz de pregonero que publique mi delito, siendo llevada en esta forma al lugar del suplicio, donde por mi sexo y consultando la decencia, me darán la pena del garrote, me cortarán la lengua y me colgarán después de la horca, hasta que él lo mande.

A José Gabriel lo acusa del horrendo crimen de rebelión o alzamiento general de los indios, mestizos y otras castas, pensado ha más de cinco años, y ejecutado en todos los territorios de este Virreinato y el de Buenos Aires, con la idea de quererse coronar Señor de ellos y libertador de las que llama miserias de esta clase de gentes, a la cual dio principio con ahorcar a su Corregidor Don Antonio Arriaga. Dice que teniendo a los indios y a las otras castas de plebe, alucinados, sumisos, prontos y obedientes a cualquier orden suya, al extremo de resistir el vigoroso fuego de sus armas, haciéndose autores, él y estos, de innumerables estragos, insultos, horrores, robos, muertes, estupro, violencias inauditas, profanación de iglesias, vilipendio de sus Ministros, escarnio de las más tremendas armas suyas, cual es la excomunión, contemplándose inmunes o exceptos de ella porque así se los aseguraba; poniendo curas en las doctrinas, haciéndose recibir en las iglesias, quitando los repartimientos a sus jueces, extinguiendo las aduanas reales y otros derechos que llamaba injustos, abriendo y quemando obrajes, aboliendo las gracias de mitas, mandando embargar los bienes particulares, tomando los caudales de las arcas reales, imponiendo pena de la vida a los que no le obedecían, ejecutando a muchos, haciéndose pagar tributos, sublevando a las poblaciones y sustrayendo a sus moradores del acatamiento a su legítimo y verdadero Señor, mandando fundir cañones, atribuyéndose dictados reales. Considerando todo esto, y las libertades con que convidó a los indios y demás castas para que se les viniesen, hasta ofrecer a los esclavos la de su esclavitud, reflexionando el miserable estado en que quedan estas provincias por los perjuicios causados en ellas por él, lo condena a que sea sacado a la plaza principal, arrastrado hasta el lugar del suplicio, donde presenciará la ejecución de las sentencias que se dieren a mí, su mujer, sus dos hijos Hipólito y Fernando Tupaq Amaru, a su cuñado Antonio Bastidas y otros capitanes y auxiliadores de su inicua y perversa intención; los cuales han de morir en el propio día, y cumplidas estas sentencias, se le cortará por el verdugo la lengua y después amarrado o atado por cada uno de sus brazos y pies, con cuerdas fuertes y de un modo que cada una de estas se pueda atar o prender con facilidad a otras, que pendan de las cinchas de cuatro caballos, para que puesto de este modo, cada uno tire a su lado, mirando a otras cuatro esquinas o puntas de la plaza, de forma que quede su cuerpo dividido en otras tantas partes.

¡Qué increíble. Areche, el brazo ejecutor de los usurpadores nos condena por usurpar en nuestra propia tierra! Callo y sólo mis ojos los verá fulgurantes. Sé que mi silencio lo ofusca y quiero que se vaya descontento, fracasado en su ruindad por no habernos vencido como quiso. ¿Quién digo yo, es el dueño? ¿Mi pueblo o su rey, que envió soldados del otro lado del mar, para apoderarse de un Imperio? Estas tierras fueron nuestras hasta que vino Pizarro y manejando con arte la intriga y la codicia, —que en ambas cosas son maestros— tomó vidas y haciendas. Por dos siglos y medio hemos aguantado sus abusos… Hasta que la gota de agua rebasó el dique…

Alfonsina Barrionuevo

domingo, 15 de mayo de 2016

NOTAS DEL JUICIO A MICAELA

Vuelvo con fragmentos del juicio a Micaela Bastidas, la gran heroína que merece un justo homenaje en el Bicentenario de la Independencia. Es un ejemplo para la mujer peruana. Su lucha por la libertad es un legado que debemos honrar. Hubiera vivido cómodamente, tranquila, en su heredad de Surimana. Sin embargo no pudo soportar el dolor que sufría el pueblo ante sus carceleros. No se reconoce el genocidio que cometieron los españoles en su afán por enriquecerse. Nadie ha escrito aún sobre la esclavitud  de los peruanos en los siglos coloniales. Hasta ahora, en que tenemos una historia cómplice, en cuyos  capítulos hay una silenciosa continuidad culpable, de quienes parece que se suman al oprobio. Ella sabía que en ese afán sacrificaba a sus hijos. Así fue y demostró cómo ser una madre patriota. Sobrellevó el juicio con estoicismo. Pero se quebró cuando  dijeron que juzgarían a sus hijos. Las madres peruanas le debemos su agonía por haber querido romper las cadenas que doblegaban  a la gente del Perú.
Seguimos…


RESISTIENDO EL TORMENTO


 …Esta misma tarde han vuelto a la carga. Saben que en su ausencia yo mandaba, otorgaba salvoconductos y arengaba a las gentes. Respondo que él dejaba todo dispuesto y que quise huir de su lado y no lo hice por miedo. Me carean entonces con Mariano Banda, Manuel Galleguillos, Diego Berdejo. Ellos declaran que yo ordenaba con más severidad que mi marido. No voy a desmentirles. Cada uno quiere salvar su pellejo. Yo no quiero escapar a mi suerte. Sólo deseo no complicar a nadie. Banda, Galleguillos y Berdejo se van sin mirarme, confundidos. Areche se exalta, dice que no seré la primera mujer que es azotada por sus crímenes, que en Europa se quema a las brujas y que he cometido sacrilegio, pues creyéndome Dios, hasta he nombrado curas. ¿Querría ser entregada a los desmanes de la soldadesca?. Mata Linares interviene. Lo que se quiere es que yo hable. Areche se impacienta. ¡Declara, india! ¡Confiesa tus delitos y tus cómplices!. Decido contestar sólo en qechwa sabiendo que ambos no podrán entenderme. Me dejan y salen. Quedo allí con las manos amarradas por delante, tan fuerte que se entumecen y me duelen terriblemente. Los soldados hacen guardia con sus bayonetas caladas. Intento sentarme en el suelo y no me dejan. Areche y Mata Linares regresan. 

Ahora aseguran que José Gabriel ha hablado, que ya tienen todos los datos. ¿Quieres saber como lo hicimos, india?, dice Areche y se inclina casi sobre mí. Lo hemos colgado de una viga de su celda y se le han descoyuntado los hombros. Se había atrevido a escribir con su sangre un mensaje en su camisa. Pero, ¿a quién, aquí en el Cusco? Necesitamos el nombre. ¡Tú debes saberlo! ¿No te da pena tu marido? Ha estado tratando de sobornar a los carceleros y estos son leales al rey, nuestro señor. Ya veremos que no vuelva a escribir. ¡Pobre José Gabriel! No creo que haya confesado pero si que deben haberle torturado. Ya decía en el camino de este calvario. Los responsables de esta rebelión somos dos. Areche en haber puesto pechos (impuestos) a mi pueblo, y yo, por querérselos quitar. ¡Ah, esposo mío, como pudiera compartir tus que­brantos! Muy de tarde en tarde me alcanzan un plato de comida y un poco de agua. Tengo los labios resecos. Quieren hacernos desfallecer. La celda es tan oscura que cada vez que me sacan me hiere la luz. Después de estos días está hecha una inmundicia. Tengo las muñecas desolladas. Las cuerdas se me introducen en las carnes. Unas veces me amarran las manos por delante y otras para atrás. Mis fuer­zas decaen. Cuando vienen me levantan del rincón donde están mis cobijas y me sacan a empellones. Nuevamente estoy ante ellos. Quieren que diga los nombres de los complicados en nuestro movimiento. ¿Cómo, no había confesa­do Tupaq Amaru? Ahora, dicen que tiene fracturada la mano derecha. ¡Qué le habrán estado haciendo! La voz tajante de Areche me saca siempre de mis pensamientos, porque a veces olvido que estoy ante ellos, que me están juzgando y me hundo en los recuerdos. Micaela Bastidas, me anuncia, en vista de tu rebeldía y para lograr que desates la lengua vamos a dar tormento a tu hijo Hipólito. ¡Estos engendros del infierno! ¡Se ceban hasta en mi alma!. Mi corazón se encoge de aflicción. ¡No! ¡A él, nol ¿Qué puedo hacer para salvarle? ¡Ay de mí! Y ellos adivinan lo que siento porque sonríen. Creen haber acertado. ¿Micaela Bastidas, quisieras que salga libre? El terror me sobrecoge, como si me retorciera por dentro. ¿Puede una madre condenar a su hijo? No esperaba esta prueba. Hipólito es sólo un muchacho, pero él piensa también como su padre. Si declaro, ¿me perdonaría él haber hablado? ¿Podría mirarle a los ojos sin sentir vergüenza? ¿Acaso no lo habrán martirizado ya? Areche al ver mis dudas se divierte mencionando los suplicios que puede mandar aplicarle. En su voluntad está hacerle cortar una mano, una pierna, que le saquen un ojo, arrancarle la lengua, y sólo yo puedo salvarle. Hago como si no hubiera escuchado. El no sabe nada, ni yo, contesto indiferente en qechwa. Areche se levanta y me sacude. ¡En castellano, india, en castellano, y no en esa lengua de salvajes! No sé nada, repito en su odiado idioma. ¡No sé nada! Y digo para mí, si mi hijo tiene que sufrir, sufrirá como hombre, y yo padeceré por él más de mil muertes. Qué vale él, qué valgo yo, ante esta clase de jueces que nos califican de bestias herradas. Le haremos gritar, le sacaremos la carne a pedacitos! ¿Quieres esto, india? ¿No te importa? Con razón decimos que estas gentes son como animales. Esta mujer no siente por el fruto de sus entrañas. Bien, sea, tú lo has que­rido! ¡Llévensela!

ALFONSINA BARRIONUEVO

domingo, 8 de mayo de 2016

DOLOR DE MADRE

Mucho antes del sacrificio final Micaela Bastidas comenzó a sentir que había involucrado a sus hijos en la revolución. Hipólito sólo tenía diecisete años de edad, le seguía Mariano, y el menor Fernando, con diez o doce años de vida, recién asomaba a sus umbrales. En una de sus cartas a su esposo ella le pide recordar que en la lucha estaban también sus hijos, aunque tenía fe en el triunfo. Micaela estaba doblemente comprometida, como esposa y líder debía secundar a José Gabriel Tupaq Amaru. Como madre su corazón sufría por la suerte de sus vástagos. La heroína se encargaba personalmente de atenderles. En otro escrito comenta como estaba arreglando la ropa de Fernando que no dejaba de crecer.  Debió ser atroz para esa madre ver ante la horca a su hijo por su causa y no poder impedir su entrega a las manos del verdugo.  Creo que lo más terrible fue pensar que si pudiera desandar lo andado ella volvería a hacer lo mismo en procura de la libertad de los hombres, mujeres y niños de su pueblo.  El destino no le dejó florecer y ambos fueron su ofrenda a los Andes. No alcanzó a escuchar el grito de Fernando cuando los caballos tiraban para los cuatro lados de la plaza tratando de descuartizar a su padre. El niño no pudo soportar ese fin  trágico. Micaela lo presintió cuando le leyeron la sentencia de Areche, el carnicero.  
A continuación páginas de mi libro: “Habla Micaela” ya en prisión. 


LIBERTAD CON GRILLETES


No pensé que este mi encierro comenzara a pesar sobre mí como una loza. La celda es muy estrecha y se parece a una tumba. ¡No mereces india ver la luz del dial, dirán ellos. Tienes que pagar vida con vida. ¡La vida de mil indios no vale la vida de un español y ustedes han matado a muchos!. Yo digo, ¿quiénes son los verdaderos dueños de ésta tierra? ¿Lo sabes, español, tú que te crees un señor, viniendo tal vez de un hospicio o de un presidio? ¿No eres tú el intruso? ¿No son ustedes los forasteros, así vivieran aquí no una sino, varias vidas? ¿No son ustedes los que han estado empollan­do la muerte en nuestros surcos humanos? ¿Los que ponían nuestro sudor, nuestras lágrimas y nuestras vidas en un pla­tillo de la balanza y en el otro su maldita sed de hacerse ricos? ¡Yo te maldigo España y, aún sin conocerte, sé que el oro que exprimes de nuestra sangre, no quedará en tus bolsillos! ¡lgnoro de qué metal está hecha el alma de tu pue­blo! ¡Sólo sé que es un metal de mala ley, viendo lo que ha hecho con el mío! ¡Tus gentes se han creído dioses y han tomado la vida de los hombres, arrastrando por los suelos su libertad, su honor, su dignidad!
Niños de Surimana. Cusco
¿Adónde escapar del carcelero y el verdugo que nos tienen tantos años en el puño, con la consigna de dejarnos solamente resollar, sin querer enterarse que el ansia de libertad no muere mientras haya un pecho que lo aliente?. ¡De qué protestan, pues, malditos! ¿Acaso hemos hecho mal al habernos querido arrancar de vuestro azote? ¡Ustedes han escrito nuestra historia a su modo, pero aún en ella la verdad se impondrá con su peso a la mentira! ¡Tendrá que decir que confiamos en las leyes de vuestro rey! ¡Qué nos sujeta­mos a sus ataduras como niños! ¡Y eso que él nos era ajeno, que este no era su reino, ni nosotros sus vasallos naturales!
Me han dejado y se han ido sintiendo mi menosprecio sobre sus espaldas. Creen que al dejarme en sombras hacen más angustiosa mi espera, ¡Se equivocan! ¡La luz no se apa­ga jamás para quien la lleva dentro! ¡José Gabriel y yo somos dos soles alumbrando! ¡Aún en este momento, en que somos la libertad de nuevo engrilletada, la esperanza segada a medio vuelo, la voz ahogada en sangre! ¿Me pre­gunto, a qué le tienen miedo? ¿Por qué están temblando? ¿Qué les hace llevar el arma siempre lista?. Nosotros no les debemos nada. ¡Qué tiemblen ellos que tienen negra la conciencia! ¡José Gabriel y yo les emplazamos!
Ya no siento indignación por los kurakas que se aliaron a nuestros enemigos. Sino lástima por quienes se contentan con recoger las migajas del propio pan que amasaron. Mejor que no vinieran. Lo que si me angustia es que se haya inte­rrumpido la obra libertaria. Olvidarán mañana tal vez lo que ofrecieron ayer y a lo mejor impondrán nuevos cupos y serán más duros los castigos. ¡Pobres los míos! ¡Ha sido muy fugaz el tiempo que han saboreado la fortuna de respirar a pulmón lleno! ¡Ojalá hubiera podido amarrarle, detenerle, pedirle que no avance, para dejar que fueran un poco más felices! ¡Yo he palpado por lo menos su alegría. Aunque me duele pensar cuán duro será para ellos volver después al yugo. Estoy triste porque ahora su pan será todavía más amargo y más postrados sus viernes. No espero nada de Areche salvo que nos crucifique. No puede ser de otra manera. Con nosotros no habrá términos medios. Sé que el único camino que nos queda es la muerte. ¡Con vida sería­mos un peligro! ¡Diego Cristóbal anda suelto y tratará de acercarse para ver si puede rescatarnos! Areche no tiene otra alternativa! Aunque ese no se contentará con firmar la sentencia. Antes querrá saber quiénes estaban con nosotros, comunicándose o ayudando con dinero. Por lograrlo será capaz de cualquier cosa y andará tan extraviado, como segu­ros, mi Inka y yo, de no decirle lo que ansía. Por darnos muerte, él pasará a la historia. Siempre se ha luchado, pero José Gabriel resume hoy, en su persona, las rebeliones de todas las épocas. ¡EI eterno desafío de mi pueblo! ¡Su beli­gerancia!
Qué extraño me parece este convento convertido en cuar­tel. Las puertas de mi celda se han abierto para ir al juicio. Estoy en el viejo Amarukancha, que fue palacio de un Sapan Inka, señor todopoderoso, mas sus piedras no son las mismas. Han tomado otra forma. He pasado mis manos sobre ellas, queriendo descubrir su mensaje, su calor. Nada dicen. Los soldados españoles me miran con rabia. Se sorprenden de que siga altiva y me empujan con sus bayo­netas....
Alfonsina Barrionuevo

domingo, 1 de mayo de 2016

QOSQO CUNA DE LA LIBERTAD

En 1780 se aglutinaron en Qosqo los esfuerzos del Perú y las naciones de América del Sur para recuperar su libertad. La revolución de José Gabriel Thupa o Tupaq Amaru y su esposa Micaela Bastidas es la más importante que se gestó en los Andes por el propósito de acabar con un oprobioso vasallaje que incluía la muerte para millones de hombres y mujeres. En ningún otro lugar del continente han ofrendado su vida en un movimiento libertario más de cien mil participantes que debían estar reconocidos en el Panteón de los Próceres. Los festejos por el Bicentenario de la Independencia deben iniciarse en el Qosqo por los derechos de la sangre derramada. Sus provincias de hijos que lucharon por los más altos ideales a que puede aspirar un ser humano deben ser el escenario principal. El Qosqo debe reivindicarlos abriendo el programa, siguiéndole Puno donde se unieron los luchadores de Qosqo y el Alto Perú con Tupaq Katari, Arequipa que se levantó a su vez y finalmente todas las provincias que tienen héroes sacrificados por el mismo ideal por el mismo ideal y donde deben arder las antorchas del recuerdo.

Las notas que voy entresacando de mi libro “Habla Micaela”, reeditado por la Dirección Regional de Cultura de Qosqo, es una llamada de atención en un aniversario de los 236 años transcurridos. ¡Gloria a ellos! En abril, después de una sangrienta confrontación, José Gabriel y Micaela fueron llevados a Qosqo para ser juzgados, sufrieron un cruelísimo martirio que le hizo escribir al sociólogo y escritor Jorge Cornejo Bouroncle que: …salvando los tiempos y las circunstancias, si se reunieran imaginariamente el Cristo y Tupaq Amaru y equipararan la magnitud de los sufrido, Aquel hubiera dicho: ”Tu dolor y el de tu esposa fue mayor”. Micaela tenía 35 años, su esposo 41 y su hijo Hipólito 17 segados antes de florecer.



14 de abril de 1780

Nos han hecho entrar al Cusco en una tarde que parece como enferma de melancolía, en que mi boca siente la amargura de la hiel que está en el aire. No he sentido pena por mí. Ni siquiera por José Gabriel, porque los dos somos uno, y su corazón late con el mío o el mío es sólo como un eco del suyo, sino por nuestro pueblo. Hubiera preferido morir en Tinta, viendo el Cusco solamente con el pensa­miento. No quería entrar así, cuando parece que las piedras lloraran sangre, cuando los insultos se clavan como cuchillos en nuestro pecho. Los indios agachan la cabeza y la voltean a otro lado, porque no hay nada peor que contemplar una esperanza rota. No sé qué lacera más. Si la frustración de llegar a ser libres, o la certeza de que seguirán esclavizados aún por mucho tiempo. Sé que ellos también se están desgarrando por dentro más abatidos que antes, en que no habíamos estado tan cerca del triunfo. A José Gabriel le han puesto en una silla de mujer para humillarle. El les ha dejado hacer sin replicar. Está impasible, absorto, como si su alma estuviera ocupada en otras cosas. Así es de estoica nuestra raza. Los pueblos reconocerán algún día la magnitud de su sacrificio. José Gabriel ya no es un hombre, sino una montaña. Tal vez ni siquiera una montaña, sino el Ande entero. No en vano con su voz le ha conmovido, recogiendo la desesperación de  hombres y mujeres sembrada en el aire. La libertad tiene, en nuestra tierra, desde hoy, un nombre. Se llama Tupaq Amaru. Quien quiera que pregunte por ella se encontrará con él. Su brazo levantó a un pueblo que estaba de rodillas. No porque estu­vieran completamente dominado, sino porque sus cadenas le impedían levantarse. Estos blancos europeos no saben como es el alma india, tiene la fortaleza de los Andes que son puntales del cielo. En vano han querido doblegarla y sólo se han estrellado contra ella. En cambio la suya es tortuosa, corrompe lo que toca y se arrastra como un gusano sobre su barriga. Estuvieron engañados durante doscientos cincuenta años, creyendo habernos reducido, después de hacer polvo a nuestros muertos y a nuestros manes tutelares que que asisten también transidos de amargura a nuestro calvario, y seguirán engañados por otra eternidad, creyendo que nos han convertido en los parias que querían, sin origen, sin raíces, sin tradición, sin pasado. 

Cristo que vio morir a Tupaq Amaru
y Micaela Bastidas
No cayeron en cuenta de que sólo nuestra parte física sufría el dolor, el hambre o la muerte, mientras nuestro espí­ritu seguía altivo como una llama de energía pura. Nos estás viendo padre Cusco, y digo que nos ves, porque mis lágrimas enturbian mis ojos y me impiden verte como quise, reinstaurando tus días de gloria, haciendo resonar los hayllis de triunfo en tus calles, desfilando con nuestros ejércitos victoriosos después de rescatarte. En cambio entramos apesadumbrados, de duelo, en silencio. Pero padre Cusco, padre puma, padre de mis mayores, pue­des sentirte orgulloso de tus hijos. Esta es sólo una batalla rendida. Seguimos de pie y los pukakunkas no podrán decir que sintieron cómo el olor del miedo se desprendía de noso­tros. En este momento no quiero pensar que he renunciado a todo por mi pueblo. No veré a mis hijos hacerse hombres. No asistiré a sus nupcias. No traerán a mis brazos sus reto­ños para que yo vuelva a sentir mi sangre renacida. En mis entrañas la soledad punza como una espina, por los niños que no se alumbrarán o que serán nacidos muertos. ¡Pobre mi raza y pobre de mí por haberla defraudado! ¡Por ser sólo una mujer y no haber podido quitar con mis manos sus cade­nas! Padre Cusco, quisiera reinventar de nuevo la esperanza y concebir para tí la libertad en mi vientre, muriendo al parir, pero muriendo feliz, sabiendo que fui fértil. Pero eso no es posible, padre Cusco. Soy sólo una mujer y nuestros enemi­gos se multiplican como buitres, disputándose la suerte de asistir al festín. Quisiera gritar tanto que mi grito se quedara prendido en el aire para que se escuche por siempre, para que vaya de corazón en corazón sin extinguirse.

Alfonsina Barrionuevo