domingo, 22 de mayo de 2016

ELLOS DEBEN ESTAR EN EL BICENTENARIO


He leído muchas veces la sentencia de Areche en el juicio a los Tupaq Amaru y siempre me ha parecido terrible en su ensañamiento y en su injusticia. Tenía razón el Dr.Jorge Cornejo Bouroncle, catedrático de la Uiversidad Nacional de San Antonio Abad de Cusco, cuando dijo:.”Si salvando el tiempo y las circunstancias, se reunieran  imaginariamente el Cristo y Tupaq Amaru para  equiparar la magnitud de lo sufrido, Aquel le hubiera dicho: Tu dolor y el de tu esposa fue mayor.”    

 Con la muerte de ambos, de su hijo, de sus familiares y seguidores más cercanos, se intentó acabar con la revolución. Entre líneas se siente el temor de Areche de que la llama prendida en procura de la libertad se extendiera. La resistencia en el Perú es de data antigua porque surgió cuando el primer español puso el pie en nuestro territorio, sólo se acrecentó. Es cierto que había problemas en las Cortes peninsulares pero la opresión en América había llegado a su punto más álgido. Las Corrientes libertadoras sólo fueron el final de los movimientos precursores.


Es importante por eso que los eventos por el Bicentenario de la Independencia se inicien en Cusco y sigan en las provincias antes de culminar en Lima. Es urgente. Veamos las notas que  figuran en mi libro “Habla Micaela”. 


SENTENCIA A LOS ANDES


Esta mañana Mata Linares me ha leído la sentencia de Areche. Ha venido con sus soldados y haciéndome poner de pie ha hecho que la escuche. Tal vez mi estado, porque me está quedando solamente la piel sobre los huesos, le ha conmovido acaso. Mandó a uno de ellos que me sostuviera. Estoy tan extenuada que ha pensado sin duda que eso podría inclinarme al ruego. Es que en las noches el sueño se niega a posarse sobre mis párpados cansados. Pero no pierdo mi coraje. Quienes supieron luchar sabrán morir. Areche cree que matándonos habrá devuelto la tranquilidad a nuestros opre­sores y no será así. Somos sólo una parte de un río que está engrosando su corriente. Su rey está más cerca que nunca de perder estas tierras. En vano le llama el más augusto, el más benigno, el más recto, el más venerable de cuantos monarcas han ocupado el trono de España y las Américas, lisonjeándolo en la sentencia de José Gabriel para ganar su gracia. No sé como puede escribir así de un rey que nunca pudo darse cuenta de los delitos que se cometían en su nombre. Estos blancos no pierden la oportunidad de adular a los poderosos, hasta en nuestras condenas. En la mía Areche me acusa de ser su cómplice, que es cierto; de haberle auxiliado en cuanto he podido, cierto también; de haber juntado gente para enviarle a él y a sus capitanes; de condenar al último suplicio al que no obedecía mis órdenes o las de mi marido; de mostrar alegría públicamente siempre que me venía aviso de alguna acción favorable; de animar a los indios, dando bastones de coroneles a los que creía más adictos; de hablar con asco de los españoles, con expresiones que imprimían mayor odio a los naturales, ofreciéndoles que sólo pagarían tributo pero no otro derecho alguno, gozando de la propia libertad que gozaban en tiempo de su idolatría, profiriendo en mis conversaciones palabras que denotaban que aspiraba a reinar; haciéndome por este motivo obedecer con más rigor que mi marido dando salvoconductos para que mis soldados no impidiesen el paso a los de nuestra facción; escribiendo cartas a fin de publicar los felices sucesos de mi marido encaminados, a librar al Reino de los tantos (tributos) y cargas; pidiendo me enviasen gente con pena de la vida al inobediente. Finalmente, falla condenándome a morir. Manda que salga de este cuartel, donde estoy presa, arrastrada con una soga de esparto al cuello, atada de pies y manos, con voz de pregonero que publique mi delito, siendo llevada en esta forma al lugar del suplicio, donde por mi sexo y consultando la decencia, me darán la pena del garrote, me cortarán la lengua y me colgarán después de la horca, hasta que él lo mande.

A José Gabriel lo acusa del horrendo crimen de rebelión o alzamiento general de los indios, mestizos y otras castas, pensado ha más de cinco años, y ejecutado en todos los territorios de este Virreinato y el de Buenos Aires, con la idea de quererse coronar Señor de ellos y libertador de las que llama miserias de esta clase de gentes, a la cual dio principio con ahorcar a su Corregidor Don Antonio Arriaga. Dice que teniendo a los indios y a las otras castas de plebe, alucinados, sumisos, prontos y obedientes a cualquier orden suya, al extremo de resistir el vigoroso fuego de sus armas, haciéndose autores, él y estos, de innumerables estragos, insultos, horrores, robos, muertes, estupro, violencias inauditas, profanación de iglesias, vilipendio de sus Ministros, escarnio de las más tremendas armas suyas, cual es la excomunión, contemplándose inmunes o exceptos de ella porque así se los aseguraba; poniendo curas en las doctrinas, haciéndose recibir en las iglesias, quitando los repartimientos a sus jueces, extinguiendo las aduanas reales y otros derechos que llamaba injustos, abriendo y quemando obrajes, aboliendo las gracias de mitas, mandando embargar los bienes particulares, tomando los caudales de las arcas reales, imponiendo pena de la vida a los que no le obedecían, ejecutando a muchos, haciéndose pagar tributos, sublevando a las poblaciones y sustrayendo a sus moradores del acatamiento a su legítimo y verdadero Señor, mandando fundir cañones, atribuyéndose dictados reales. Considerando todo esto, y las libertades con que convidó a los indios y demás castas para que se les viniesen, hasta ofrecer a los esclavos la de su esclavitud, reflexionando el miserable estado en que quedan estas provincias por los perjuicios causados en ellas por él, lo condena a que sea sacado a la plaza principal, arrastrado hasta el lugar del suplicio, donde presenciará la ejecución de las sentencias que se dieren a mí, su mujer, sus dos hijos Hipólito y Fernando Tupaq Amaru, a su cuñado Antonio Bastidas y otros capitanes y auxiliadores de su inicua y perversa intención; los cuales han de morir en el propio día, y cumplidas estas sentencias, se le cortará por el verdugo la lengua y después amarrado o atado por cada uno de sus brazos y pies, con cuerdas fuertes y de un modo que cada una de estas se pueda atar o prender con facilidad a otras, que pendan de las cinchas de cuatro caballos, para que puesto de este modo, cada uno tire a su lado, mirando a otras cuatro esquinas o puntas de la plaza, de forma que quede su cuerpo dividido en otras tantas partes.

¡Qué increíble. Areche, el brazo ejecutor de los usurpadores nos condena por usurpar en nuestra propia tierra! Callo y sólo mis ojos los verá fulgurantes. Sé que mi silencio lo ofusca y quiero que se vaya descontento, fracasado en su ruindad por no habernos vencido como quiso. ¿Quién digo yo, es el dueño? ¿Mi pueblo o su rey, que envió soldados del otro lado del mar, para apoderarse de un Imperio? Estas tierras fueron nuestras hasta que vino Pizarro y manejando con arte la intriga y la codicia, —que en ambas cosas son maestros— tomó vidas y haciendas. Por dos siglos y medio hemos aguantado sus abusos… Hasta que la gota de agua rebasó el dique…

Alfonsina Barrionuevo

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