domingo, 29 de mayo de 2016

INSTANTE SUPREMO

En este domingo concluye mi petición de que los festejos del Bicentenario de la Independencia comiencen a celebrarse en Cusco en memoria de la lucha libertaria encabezada por José Gabriel Tupaq Amaru y su esposa Micaela Bastidas. En los fragmentos de mi libro “Habla Micaela”, editado nuevamente por la Dirección de Cultura de Cusco, no quiero poner su muerte porque fue terrible. No quiero evocarla. En la siguiente parte va lo que ella habría pensado. Nunca pudieron vencer su resistencia. Un ramo de qantus de fuego en su recuerdo. Supo ser esposa, madre y combatiente sin reparar en que el otro bando lo tuvo todo, soldados, armas y provisiones. Ellos protestaron por los abusos y atropellos que se cometía todos los días contra los habitantes de nuestro territorio. No olviden que en el confrontamiento murieron más de cien mil seguidores de las provincias del Sur. Fue sin duda una masacre sin piedad que incluyó a hombres, mujeres y niños. En el siglo XVI en las Américas del Centro y Sur millones perdieron la vida de la manera más cruel. Los arcabuceros ponían en fila, por ejemplo para divertirse, a mujeres gestantes. La apuesta era quien mataba al mismo tiempo a la madre y al feto. 


EL SACRIFICIO

Esta mañana voy a morir y no me asusta. Hace tiempo que la muerte estaba caminando conmigo. A pesar de que estaré en muchas partes y en ninguna, extrañaré un poco las costumbres de mi pueblo. Eso de ser llorada en Tungasuka, Panpamarka y Surimana, de quedar entre las mantas más bellas apretada como un niño, con guirnaldas de flores sobre el pecho y salir al cementerio de la iglesia con el señor cura por delante con capa de coro, incensario y la cruz alta…

Ayer noche no he podido dormir tratando de coger los recuerdos más queridos. Viéndome en Surimana, bordeando sus vere­das de qantus rojos; evocando a mi madre en las aventuras de Marcos, el atoq, y Dieguillo, el huk'ucha; amarrando a mis hijos recién nacidos con el chunpi de los guerreros kanas; escuchando de lejos el Angelus de las campanas sobre el campo; o subiendo a Qoyllur Rit'i, para dejar mi primer allwi en las faldas de la gran "estrella de nie­ve", sin saber que alumbraría mi camino hasta la horca, por­que ella me está dando la paz que ahora siento. Porque quie­ro creer que seguirá proyectando su luz sobre mi pueblo para otro amanecer. Porque quiero confiar en que esta muerte tiene que ser fecunda y que al librarnos de ella saldremos victoriosos. Otros días y otros hombres vendrán a realizar lo nuestro…
Pero el Cusco está triste y me atribula verle sin su bandera azul del Wanakaure al Senqa y del Senqa al Pachatusan. Su cielo, en pleno mayo, está gris, oscuro, como si las nubes estuvieran enfermas de algún mal muy antiguo.Como si el Padre Sol se hubiera ido…


No he podido trenzar mis cabellos. Estoy helada y me parece que este cuerpo ya hubiera dejado de ser mío. Padre Viento, cuando el Padre Fuego nos reduzca a cenizas, llévalas lo más lejos que puedas, queremos ser sembrados…
 Estoy ante una mesa donde han puesto un santo Cristo entre dos cirios. ¡Tampoco tuvieron piedad contigo. Señor! ¿No sé por qué estás aquí? ¿Qué es lo que quieren los verdugos? ¿Hacerte cómplice tal vez de su infamia! ¿De­jar impreso en tus pupilas el horror y el espanto? ¡A tí, a quien crucificaron por reclamar la igualdad entre los hom­bres!...

i Ay. . . como quisiera gritar y dejar la vida en un grito! Mi corazón se revuelca en mi pecho como en un charco de dolor y siento que está golpeando como si quisiera salir, como si fuera a estallar, a romperse en un granizo de muer­te. Pasan a la horca mi hermano Antonio, José Berdejo, Andrés Gastelú, Antonio Oblitas, Francisco Tupaq Amaru, ¡Hipólito. . . mi hijo! ¡Ay Hipólito, un río que ahora se desborda en flores de sangre. ¡Ama wayqey manchankichu..! Los viejos guerreros kanas están cantando para tí. ¡No tengas, miedo hermanito! ¡Yuraq k'anchay maqt'allaqa, chiriangel cholochaq, qharipuni batikuqcha! Los hombres de la pampa radiante son como una luz que alumbra ¡puro hom­bres! ¡Ay Hipólito! ¡Wawaymi! ¡Siento en mis senos correr la leche que te di! ¡Me estás devolviendo la vida y yo siento que estoy muriendo contigo! ¡Las lágrimas astillan mis ojos sin salir! ¡Hipólito, perdón por haberte traído a la vida y por llevarte también a la muerte. Por haber olvidado en el fragor de la lucha que era madre y también, porque si acaso pudie­ra retroceder el tiempo, yo volvería a caminar lo andado! ¡Ay Hipólito, cómo te apagas. . .!

Alfonsina Barrionuevo


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