INSTANTE
SUPREMO
En este domingo concluye mi petición de que los festejos del Bicentenario
de la Independencia comiencen a celebrarse en Cusco en memoria de la lucha
libertaria encabezada por José Gabriel Tupaq Amaru y su esposa Micaela
Bastidas. En los fragmentos de mi libro “Habla Micaela”, editado nuevamente por
la Dirección de Cultura de Cusco, no quiero poner su muerte porque fue
terrible. No quiero evocarla. En la siguiente parte va lo que ella habría
pensado. Nunca pudieron vencer su resistencia. Un ramo de qantus de fuego en su
recuerdo. Supo ser esposa, madre y combatiente sin reparar en que el otro bando
lo tuvo todo, soldados, armas y provisiones. Ellos protestaron por los abusos y
atropellos que se cometía todos los días contra los habitantes de nuestro
territorio. No olviden que en el confrontamiento murieron más de cien mil seguidores
de las provincias del Sur. Fue sin duda
una masacre sin piedad que incluyó a hombres, mujeres y niños. En el siglo XVI en
las Américas del Centro y Sur millones perdieron la vida de la manera más
cruel. Los arcabuceros ponían en fila, por ejemplo para divertirse, a mujeres
gestantes. La apuesta era quien mataba al mismo tiempo a la madre y al feto.
EL SACRIFICIO
Esta mañana voy a morir y no me
asusta. Hace tiempo que la muerte estaba caminando conmigo. A pesar de que
estaré en muchas partes y en ninguna, extrañaré un poco las costumbres de mi
pueblo. Eso de ser llorada en Tungasuka, Panpamarka y Surimana, de quedar entre
las mantas más bellas apretada como un niño, con guirnaldas de flores sobre el
pecho y salir al cementerio de la iglesia con el señor cura por delante con
capa de coro, incensario y la cruz alta…
Ayer noche no he podido dormir
tratando de coger los recuerdos más queridos. Viéndome en Surimana, bordeando
sus veredas de qantus rojos; evocando a mi madre en las aventuras de Marcos,
el atoq, y Dieguillo, el huk'ucha; amarrando a mis hijos recién nacidos con el
chunpi de los guerreros kanas; escuchando de lejos el Angelus de las campanas
sobre el campo; o subiendo a Qoyllur Rit'i, para dejar mi primer allwi en las
faldas de la gran "estrella de nieve", sin saber que alumbraría mi
camino hasta la horca, porque ella me está dando la paz que ahora siento.
Porque quiero creer que seguirá proyectando su luz sobre mi pueblo para otro
amanecer. Porque quiero confiar en que esta muerte tiene que ser fecunda y que
al librarnos de ella saldremos victoriosos. Otros días y otros hombres vendrán
a realizar lo nuestro…
Pero el Cusco está triste y me
atribula verle sin su bandera azul del Wanakaure al Senqa y del Senqa al
Pachatusan. Su cielo, en pleno mayo, está gris, oscuro, como si las nubes
estuvieran enfermas de algún mal muy antiguo.Como si el Padre Sol se hubiera
ido…
No he podido trenzar mis cabellos.
Estoy helada y me parece que este cuerpo ya hubiera dejado de ser mío. Padre
Viento, cuando el Padre Fuego nos reduzca a cenizas, llévalas lo más lejos que
puedas, queremos ser sembrados…
Estoy ante una mesa donde han puesto
un santo Cristo entre dos cirios. ¡Tampoco tuvieron piedad contigo. Señor! ¿No
sé por qué estás aquí? ¿Qué es lo que quieren los verdugos? ¿Hacerte cómplice
tal vez de su infamia! ¿Dejar impreso en tus pupilas el horror y el espanto?
¡A tí, a quien crucificaron por reclamar la igualdad entre los hombres!...
i Ay. . . como quisiera gritar y dejar la vida en un grito! Mi corazón se
revuelca en mi pecho como en un charco de dolor y siento que está golpeando
como si quisiera salir, como si fuera a estallar, a romperse en un granizo de
muerte. Pasan a la horca mi hermano Antonio, José Berdejo, Andrés Gastelú,
Antonio Oblitas, Francisco Tupaq Amaru, ¡Hipólito. . . mi hijo! ¡Ay Hipólito,
un río que ahora se desborda en flores de sangre. ¡Ama wayqey manchankichu..! Los viejos guerreros kanas están cantando para tí. ¡No tengas, miedo
hermanito! ¡Yuraq k'anchay maqt'allaqa, chiriangel cholochaq, qharipuni
batikuqcha! Los hombres de la pampa radiante son como una luz que alumbra ¡puro
hombres! ¡Ay Hipólito! ¡Wawaymi! ¡Siento en mis senos correr la leche que te
di! ¡Me estás devolviendo la vida y yo siento que estoy muriendo contigo! ¡Las
lágrimas astillan mis ojos sin salir! ¡Hipólito, perdón por haberte traído a la
vida y por llevarte también a la muerte. Por haber olvidado en el fragor de la
lucha que era madre y también, porque si acaso pudiera retroceder el tiempo,
yo volvería a caminar lo andado! ¡Ay Hipólito, cómo te apagas. . .!
Alfonsina Barrionuevo
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