domingo, 1 de mayo de 2016

QOSQO CUNA DE LA LIBERTAD

En 1780 se aglutinaron en Qosqo los esfuerzos del Perú y las naciones de América del Sur para recuperar su libertad. La revolución de José Gabriel Thupa o Tupaq Amaru y su esposa Micaela Bastidas es la más importante que se gestó en los Andes por el propósito de acabar con un oprobioso vasallaje que incluía la muerte para millones de hombres y mujeres. En ningún otro lugar del continente han ofrendado su vida en un movimiento libertario más de cien mil participantes que debían estar reconocidos en el Panteón de los Próceres. Los festejos por el Bicentenario de la Independencia deben iniciarse en el Qosqo por los derechos de la sangre derramada. Sus provincias de hijos que lucharon por los más altos ideales a que puede aspirar un ser humano deben ser el escenario principal. El Qosqo debe reivindicarlos abriendo el programa, siguiéndole Puno donde se unieron los luchadores de Qosqo y el Alto Perú con Tupaq Katari, Arequipa que se levantó a su vez y finalmente todas las provincias que tienen héroes sacrificados por el mismo ideal por el mismo ideal y donde deben arder las antorchas del recuerdo.

Las notas que voy entresacando de mi libro “Habla Micaela”, reeditado por la Dirección Regional de Cultura de Qosqo, es una llamada de atención en un aniversario de los 236 años transcurridos. ¡Gloria a ellos! En abril, después de una sangrienta confrontación, José Gabriel y Micaela fueron llevados a Qosqo para ser juzgados, sufrieron un cruelísimo martirio que le hizo escribir al sociólogo y escritor Jorge Cornejo Bouroncle que: …salvando los tiempos y las circunstancias, si se reunieran imaginariamente el Cristo y Tupaq Amaru y equipararan la magnitud de los sufrido, Aquel hubiera dicho: ”Tu dolor y el de tu esposa fue mayor”. Micaela tenía 35 años, su esposo 41 y su hijo Hipólito 17 segados antes de florecer.



14 de abril de 1780

Nos han hecho entrar al Cusco en una tarde que parece como enferma de melancolía, en que mi boca siente la amargura de la hiel que está en el aire. No he sentido pena por mí. Ni siquiera por José Gabriel, porque los dos somos uno, y su corazón late con el mío o el mío es sólo como un eco del suyo, sino por nuestro pueblo. Hubiera preferido morir en Tinta, viendo el Cusco solamente con el pensa­miento. No quería entrar así, cuando parece que las piedras lloraran sangre, cuando los insultos se clavan como cuchillos en nuestro pecho. Los indios agachan la cabeza y la voltean a otro lado, porque no hay nada peor que contemplar una esperanza rota. No sé qué lacera más. Si la frustración de llegar a ser libres, o la certeza de que seguirán esclavizados aún por mucho tiempo. Sé que ellos también se están desgarrando por dentro más abatidos que antes, en que no habíamos estado tan cerca del triunfo. A José Gabriel le han puesto en una silla de mujer para humillarle. El les ha dejado hacer sin replicar. Está impasible, absorto, como si su alma estuviera ocupada en otras cosas. Así es de estoica nuestra raza. Los pueblos reconocerán algún día la magnitud de su sacrificio. José Gabriel ya no es un hombre, sino una montaña. Tal vez ni siquiera una montaña, sino el Ande entero. No en vano con su voz le ha conmovido, recogiendo la desesperación de  hombres y mujeres sembrada en el aire. La libertad tiene, en nuestra tierra, desde hoy, un nombre. Se llama Tupaq Amaru. Quien quiera que pregunte por ella se encontrará con él. Su brazo levantó a un pueblo que estaba de rodillas. No porque estu­vieran completamente dominado, sino porque sus cadenas le impedían levantarse. Estos blancos europeos no saben como es el alma india, tiene la fortaleza de los Andes que son puntales del cielo. En vano han querido doblegarla y sólo se han estrellado contra ella. En cambio la suya es tortuosa, corrompe lo que toca y se arrastra como un gusano sobre su barriga. Estuvieron engañados durante doscientos cincuenta años, creyendo habernos reducido, después de hacer polvo a nuestros muertos y a nuestros manes tutelares que que asisten también transidos de amargura a nuestro calvario, y seguirán engañados por otra eternidad, creyendo que nos han convertido en los parias que querían, sin origen, sin raíces, sin tradición, sin pasado. 

Cristo que vio morir a Tupaq Amaru
y Micaela Bastidas
No cayeron en cuenta de que sólo nuestra parte física sufría el dolor, el hambre o la muerte, mientras nuestro espí­ritu seguía altivo como una llama de energía pura. Nos estás viendo padre Cusco, y digo que nos ves, porque mis lágrimas enturbian mis ojos y me impiden verte como quise, reinstaurando tus días de gloria, haciendo resonar los hayllis de triunfo en tus calles, desfilando con nuestros ejércitos victoriosos después de rescatarte. En cambio entramos apesadumbrados, de duelo, en silencio. Pero padre Cusco, padre puma, padre de mis mayores, pue­des sentirte orgulloso de tus hijos. Esta es sólo una batalla rendida. Seguimos de pie y los pukakunkas no podrán decir que sintieron cómo el olor del miedo se desprendía de noso­tros. En este momento no quiero pensar que he renunciado a todo por mi pueblo. No veré a mis hijos hacerse hombres. No asistiré a sus nupcias. No traerán a mis brazos sus reto­ños para que yo vuelva a sentir mi sangre renacida. En mis entrañas la soledad punza como una espina, por los niños que no se alumbrarán o que serán nacidos muertos. ¡Pobre mi raza y pobre de mí por haberla defraudado! ¡Por ser sólo una mujer y no haber podido quitar con mis manos sus cade­nas! Padre Cusco, quisiera reinventar de nuevo la esperanza y concebir para tí la libertad en mi vientre, muriendo al parir, pero muriendo feliz, sabiendo que fui fértil. Pero eso no es posible, padre Cusco. Soy sólo una mujer y nuestros enemi­gos se multiplican como buitres, disputándose la suerte de asistir al festín. Quisiera gritar tanto que mi grito se quedara prendido en el aire para que se escuche por siempre, para que vaya de corazón en corazón sin extinguirse.

Alfonsina Barrionuevo

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