sábado, 27 de julio de 2013


LA MADRE PIEDRA

 
Debía haberlo sabido. La piedra fue fundamental entre los Inkas. Tenía que haber una madre piedra. La siguiente pregunta era dónde estaría en Qosqo.  Hasta tenía ubicado un intiwaytana, altar solar, en Saqsaywaman. No fue fácil pensar en ella. Tendría qu ser una wanka enorme. Pasé revista a los muros, En el pasaje de Hatun Rumiyoq había bloques grandes, mas no configuraban una piedra madre. Seguí investigando hasta que di con ella.
 
Estuve sospechando que el muro circular del Qorikancha tenía una razón de ser tan especial. Así fue, me conecte con la gigantesca roca que está en Machupiqchu, intocada y protegida, y saltó la semejanza.

 No lo certifiqué sino cuando hablé con el arqueólogo Raymundo Béjar. Incidentalmente me contó que había trabajado en la restauración de la iglesia de Santo Domingo a fines del siglo pasado.  Me atreví a preguntarle si había alguna habitación detrás del finísimo muro circular, explicó que no, sólo había una enorme wanka.

 Era ella.

Volví a indagar por qué no se veía y dijo que no había convenido dejarla a la vista. Estaba mejor cubierta con unas lozas paara que los visitantes tuvieran una buena visión del ábside de la iglesia. Quise saber cuán grande era. En algún momento se pensó que el Qorikancha había sido construido sobre un templo preinka, muy antiguo. Dijo que era suficientemente grande como para que el altar mayor de los  dominicos se apoyara en parte de ella. Cuano le sugerí que ella manejaba el sistema pétreo de Qosqo se quedó admirado. Nadie lo hubiera imaginado.

No existen fotografías de la wanka. No se qué tiempo deberá esperar para mostrarse en su magnificiencia. Siempre la alternativa será una. Ella o la iglesia. Por ahora esta última se encuentra bien. En el sismo de 1950 sólo se dañó la torre. La madre piedra seguirá detrás del muro.

(Ver más en el libro “Templos Sagrados de Machupiqchu.”)

 

 
 

ALIMENTOS MILENARIOS                   

 
Hace miles de años unas manos callosas, ásperas, pero llenas de amor, enmarcaron en la curva de sus dedos unas hojitas que despegaban de la tierra. Sabían que era una temeridad acariciarlas; pero, los ojos del hombre o la mujer, que estaban en la escena, las miraron con ternura. De allí saldría una flor y luego una vaina de bolitas ovaladas de buen sabor.

No tenían idea de lo que significaba pero estaban en los inicios de la agricultura. Cuando se habla de la biodiversidad de alimentos que tenemos en el Perú siempre se debe pensar en el desarrollo. ¿Cómo llegaron los hombres y mujeres de la prehistoria a desarrollar esa actividad?

Sus sesenta y nueve culturas muestran un largo trabajo. ¿Cómo comenzaron? Aquello siempre será inédito,  propio de una historia legendaria que nos dará una verdad a medias envuelta en velos de fantasía.

El pallar es la oreja de un personaje mágico de los valles de la costa; el padre del maní otro personaje que se solaza en una cuna de cáscara arrugada, donde absorbe esencias ignoradas; el maíz, una doncella convertida por el Padre Sol en una esbelta planta que alimenta a los seres humanos; la calabaza una madona andina regordeta, que derrama dulzuras, y así, infinidad de historias relacionadas con los alimentos.   

La realidad nos introduce en otra verdad que tiene también su ”fascinums”. Entramos en ella al conocer a Elmo León Canales, uno de los expositores  en un homenaje a Georg Petersen, en el Museo Andrés del Castillo.

Por primera vez tuve el gusto de conocer a un paleoarqueólogo que podía remontar el tiempo cabalgando sus olas en reversa hasta asomarse al misterio. El estudioso me puso en autos de las nuevas tecnologías para descifrar épocas remotas y yo, que me había quedado en el carbono 14 para identificar restos orgánicos antiguos, me encontré de pronto con novedades en el conocimiento de la prehistoria.

Elmo León, director de Investigaciones en el Museo Nacional de Arqueología, Antropología e Historia, doctor en arqueología egresado de nuestra Universidad Nacional Mayor de San Marcos y de filosofía en la especialidad de prehistoria y postgrado en la Universidad de Bonn,  y otros centros especializados de Alemania, Francia y Suiza, renovó nuestro panorama.

Su libro sobre “Orígenes de los Andes del Perú” es apasionante. Lo leí a vuelo de pájaro pero pude profundizar en aspectos interesantes en una entrevista de mi programa “Huellas del Tiempo”, de PAX Televisión.

No conozco la famosa cueva de Guitarrero, de la Cordillera Negra del Callejón de Huaylas, Ancash, pero he podido penetrar en ella, a través de sus páginas, para sorprender a un remoto habitante  masticando unos frejoles (Phaseolus vulgaris) hace más o menos  8.600 años a.C.

Tomás Lynch, que descubrió allí nuestra menestra, cometió una errata involuntaria. No tuvo a la mano la calibración radiocarbónica que ubicó a su lejano protagonista  mil años mas atrás; dando 9,600 a.C. para el yacimiento nacional más importante por la antigüedad de sus cultivos. Esto resulta un “boom” para la historia de la agricultura  andina e incluso mundial, dice Elmo León. Fechados similares como ha señalado  D. Lavallée proceden sólo de yacimientos muy tempranos         

C. Earl Smith analizó otros restos botánicos en la misma cueva identificando por lo menos cuatro plantas  que ya eran cultivadas para entonces. El frejol , la oka (oxalis.sp.), el ají (Capsicum chinense) y el “huachulla” (Solanum hispidum similar a la cocona)  que posee propiedades medicinales.

“Lo impresionante, dice el paleoarqueólogo, es que estas especies proveyeron a los habitantes de esa época (más de 11,000 años) nutrientes e inclusive paliativos medicinales.” El frejol (Phaseolus vulgaris) contiene proteínas y sus vainas benéficos efectos antidiarreicos y hasta diuréticos. Por parte de la oka les proporcionó carbohidratos sumados a un alto contenido de fósforo. El ají, además de un alto contenido de caroteno tiene propiedades diuréticas.           

De alllí que Smith y Kaplan sugieran que los ensayos e inicios de la domesticación  de estos y posiblemente otros cultivos, pueden ser más antiguos de lo sospechado por lo milenario de este tipo de conocimiento en los Andes.

Aparte de estas especies hace 8,500 atrás, aproximadamente, se incorporaron a la dieta de la gente que habitó el lugar  la Cypella peruviana, una especie de rizoma, que ya no se usa y la Pouteria, es decir la lúkuma. La ingesta de esta fruta, además de calcio, proteínas, ácido ascórbico y hierro, les proporcionó fósforo. También cabe mencionar que posiblemente corresponde a esta época la domesticación del olluko (Basellacea).

Poco después, en los inicios del noveno milenio a.C. se presenta la introducción del  pallar y la calabaza. El pallar  tiene una gran cantidad de aminoácidos. Igual importancia se concede a la calabaza (Cucurbita sp)  cuyos frutos y semillas tienen varios aminoácidos, vitaminas A y B , grasas, minerales y azúcares. No hay que olvidar que ella es un antipirético natural que reduce la fiebre entre otras virtudes como ser antidiarreica  y cicatrizante.

La cueva de Guitarrero resulta una caja de sorpresas, porque en ella se ha encontrado también pakay (Inga.sp) y mazorcas de maíz, de otra época; o sea que fue muy visitada.

Sobre la margen izquierda del río Nanchoq Tom Dillehay y su grupo, Jack Rossen y Patricia Netherly localizaron una de las más antiguas culturas Paiján, en los límites de Cajamarca y Lambayeque. Con un fechado entre 1067 a 1085 años a.C dedujeron que sus habitantes ya estaban experimentando la horticultura.             

Expertos en botánica descubrieron restos de calabaza (Cucurbita sp), maní (Archis hypogaea), quinua (Chenopodium quinoa) ciruela (Bunchiosia armeniaca), entre otros frutos y tubérculos como la yuka que sugiere una vinculación con la amazonía.

Por hallazgos realizados en Telarmachay podría pensarse que hace 6,000 años a.C se habría preparado una pachamanka, aprovechando la presencia del fuego.  El hombre todavía no lo creaba ni manejaba pero sí comenzaba a utilizarlo cuando caía. Se sabe que las mujeres del norte hicieron un intento para cocinar sus alimentos poniéndolos en calabazas donde después echaban piedras calientes. La memoria de esas prácticas llega a nuestros días con el “pari”, de carnes hervidas y papa seca que se sirven con pequeñas piedras calientes. 

En el Perú hay mucho por investigar y cuando el doctor Elmo León dice que, por los huesos devueltos al Qosqo por la Universidad de Yale, se puede saber de cuáles suyus llegaron los peregrinos al gran santuario, sentimos que tiene mucho que aportar al estudio de nuestra historia desde la prehistoria.

¡Es una suerte contar con un paleoarqueólogo tan calificado que nos dará más sorpresas!

Alfonsina Barrionuevo

 

            

         

 

         

domingo, 21 de julio de 2013


LA MEMORIA DE LOS KHIPUS  

Al morir Atawallpa unas manos trémulas hicieron nudos en unas cuerdas. Eran un testimonio de vida que nadie percibió.

Los quipos o khipus, pensaron los españoles, debían servir para hacer cuentas. Cada nudo un número. Tal vez diez, cien o mil. Matemática incipiente.

La gente del antiguo Perú, según creyeron, no sabía escribir. Ellos buscaban una escritura semejante a la suya. No podían imaginar que fuera diferente. Increíble, pero, oficialmente, se sigue pensando aún que  no tuvieron escritura.

En el mismo siglo XVI los cronistas ibéricos sí se enteraron del gran contenido de las cuerdas. En el Cusco reunieron a los khipukamayoq quienes les hablaron de su historia, su religión y sus leyendas, “leyendo” en sus khipus. Lo dicen en sus relaciones, muchas de las cuales se perdieron o no fueron utilizadas por los historiadores de los siglos siguientes.   

“No tenían escritura –menciona uno- pero sí usaban de una cuenta muy sutil, unas hebras de lana… con colores en los nudos, llamados quipos … que dan razón de más de quinientos años de todas las cosas que en esta tierra y en este tiempo han pasado. Tenían indios industriados y maestros de los dichos quipos… y estos iban de generacion en generacion… y si por maravilla se olvidaban cosa por pequeña que fuese… tenían en esos quipos que son a modo de pabilos…  conque las viejas rezan en nuestra España… cuenta de los años, meses y lunas, de tal suerte que no habían de errar luna, año ni mes…”

Casi todos los cronistas del siglo XVI recurrieron a los khipukamayoq. Estos podrían haber dado una versión fiel de cuanto recibieron pero usaron sus informes de acuerdo a sus puntos de vista y a sus intereses. Sin embargo, en sus páginas se capta parte de la historia de Qosqo. Así nos llega, gracias al esfuerzo de los paleógrafos que han trasladado a nuestro tiempo el español antiguo, tan difícil de leer.

En los khipus debieron caber hasta poemas, los cuales quedan en esos nudos que son un enigma.

En ellos estuvieron los datos principales que me permitieron ubicar diecisiete wakas o sitios para mi libro “Templos Sagrados de Machupiqchu”. ¡Cuánto más podría encontrar!

Necesito recursos para seguir investigando. Ojalá los encuentre para esta labor que demanda vida, tiempo y trabajo.

¡Un sueño!

         

                   

EL REZO MAGICO DE LOS GALLOS
                          

          “Virgencita de mi Guarda, haz que las patas de mis enemigos no me alcancen, que sus alas no me toquen, que sus ojos no me vean y con tu santísimo manto cúbreme de todos los males para que pueda ganar esta jugada.”

 

En Chincha, donde había buenos entrenadores de gallos  que al mismo tiempo practicaban ritos mágicos, recogí esta oración muy singular. No sé si continuarán ´con ella en los galpones pero me parecieron fabulosos por la identificación de hombre, ave  y creencias religiosas traídas del Africa.
 

No me gustan las peleas de gallos pero admiro a estas nobles aves que compiten por su vida en muchos ruedos del mundo. Para mí el gallo de pelea es un “otelo”  con plumas que liquida sus celos animales  cualquier noche saturada de euforias, Un  racimo de músculos eléctricos,  en constante acecho, donde parece residir el espíritu belicoso y ardiente que lo lleva a morir como un héroe en la arena. El gallo fermenta el virus de un odio ancestral en la sangre hasta que estalla cuando enfrenta al adversario. Entonces es doblemente temible y agresivo.

Verle pelear equivale a confrontar su rabia en un torneo encarnizado, donde se tantean con inteligencia casi humana, se analizan mutuamente, se miden en toda la estatura de su “hombría”. Encrespan su plumaje y lo  despliegan en multicolor abanico. Levantan las alas como si fueran brazos y cada pluma un dardo de violencia. Su mirada certera inquiere por el corazón del rival para atravesarlo. En el centro de la pista parecen dos juramentados enardecidos, furibundos, que estuvieran consumando alguna bárbara vendetta. Sus extremidades, que pasan raudas por el suelo, son mortíferas cuando en una fracción de segundos clavan  el acero de su navaja en el pecho palpitante del contrario.

Los gallos centran la inquietud del público aficionado. En un ambiente caldeado de juramentos y gritos, a la luz artificial de las lámparas se desafían y luchan como dos guerreros medievales. El prestigio del gallo colude el prestigio del hombre. Gallo que corre estigmatiza al criador. Pero esto ocurre rara vez. El gallo, por lo general, se da íntegro en la pelea hasta el fin. Su agonía es patética cuando pugna por levantarse para herir a su adversario con el postrero residuo de energía y logra su objetivo. Muy tarde para disfrutar la gloria, pero con  tiempo suficiente para expirar como un valiente después de hacer que el otro “plante el pico”.

Los españoles trajeron al Perú, entre su  bagaje de aventureros la riña de gallos. En 1772, en el coliseo de la Plazuela de Santa Catalina se batió la primera pareja bárbara y salvajemente. Los griegos fueron los primeros que aprovecharon su innato antagonismo. Mucho antes ya lo habían tomado como ejemplo para azuzar el valor de las tropas y en el fondo, más de un soldado espartano o ateniense deseaba, al ver a su enemigo, participar de esta furia ciega, apasionada, que anima al gallo cuando cree que otro puede violar sus derechos de macho. También los ingleses, a despecho de su puritanismo, de su flema y sus sociedades protectoras de animales, han saboreado desde épocas antiguas el valor de esta lucha.

Nervioso, inquieto, vigilante, con todo el donaire y garbo de un caballero andante. La cresta como una cimera roja, las agallas de tono subido, ojos vivos y retadores, pico agudo y cortante. con un arcoiris que relumbra en el cuello airoso y en el plumaje petróleo oscuro. Piernas macizas de gladiador y  con poder una vez armadas para cercenar o astillar un hueso de un solo navajazo. Cualquier gallo, de los tantos que criaban con afán los hermanos Arístides, Humberto y José Gonzáles Vigil, podría ser pariente de aquel legendario gallo del escritor  Abraham Valdelomar.  “El Caballero Carmelo”, flor y nata de paladines del verde  y fecundo valle del Caucato. Un guerrero químicamente puro, por cuyas arterias de alambre circulaban ríos de gelinita.

Había escuchado tanto de ritos mágicos que se practicaban en los poblados y aún en la misma Lima, que pregunté a don José, nacido entre batir de alas, cantos de desafío, golas erizadas, ojuelos inyectados de sangre y espolones armados de muerte, cuánto sabía sobre eso.

Una sonrisa se extendió en su rostro curtido por el sol mientras yo insistía: “Me parece algo fuera de serie. Imagino qué les dirán al oído, a qué santos invocarán mientras el gallo vela inquieto con sus cuidadores de tez jengibre, que van recitando palabras en un jerigonza extraña. No sé qué gallardías querrán insuflarles en la sangre. Qué llamados harán a su valor, qué cosas les contarán para enrrabiarlos y sacarles coraje.”
 
Su respuesta fue directa. “Algo hay, aunque nosotros acabamos con eso. Para mí el gallo es bueno o malo de nacimiento y es como un atleta, cuyo triunfo depende de su buen estado físico. Pero, pregunte Ud. entre ellos.”

En el galpón conocí historias alucinantes. Al gallo que va a pelear le frotan el cuello con sebo de zorra para que el otro corra. Le dan huevo con pimienta, con ají, le hacen tragar píldoras de estricnina dosificada para que multiplique su agresividad. Arrojan al galpón del contendor tierra de muerto robada de los cementerios y una mezcla de huevo podrido. Rezan en la noche y vuelven a rezar en el momento y lugar de la pelea. Para rezar se desnudan, hacen dos cruces con las plumas del gallo y la amarran en sus alas. Luego comienzan a mascullar una jerga. Aukallama, en el norte es una tierra famosa de estos brujos; Mala y Chincha, en el sur. También los brujos son unos tremendos aficionados.

Verídico o pura fantasía es apasionante asomarse a su mundo de ritos mágicos. Me mostraron como trabajan en la semioscuridad, a la luz agorera de las ceras que a veces se agitan sin que haya viento, murmurando al gallo misteriosas palabras. Y al animal de pie, como un guerrero de manto tornasolado que vela el acero de sus patas para armarse caballero. Hablé con un tal Cecilio Pecho, iqueño envejecido en el oficio, que sonrió con una mueca que hizo saltar sus arrugas como si fueran un acordeón.

Negó sus conocimientos como sus colegas de profesión. Sin embargo, a mucha insistencia reveló, como quien suelta una perla, la plegaria del gallo. Plegaria que aquellos susurran pretendiendo encarnar el ánimo de la ave, con un gorgoteo que termina cuando aquel, cansado de sus ensalmos y sus rezos se  los sacude de encima con un violento y rebelde quiquiriquí de medianoche.

           

Alfonsina Barrionuevo

domingo, 14 de julio de 2013


MAMITA CARMEN
 
Mamacha Carmen
 
La máxima atracción de Paucartambo, Cusco, es una Virgen que salvó milagrosamente de las aguas y que se alhaja, en estos días, con cientos de bailarines que son sus joyas vivientes.
Ella es Mama Carmen y estaba siendo transportada del altiplano al valle, en siglos virreinales, cuando fue atacada por los chontakiros, grupo selvático muy belicoso que la sustrajo de sus conductores y la arrojó al Amaru Mayu, el río de la serpiente, que desde entonces se llama Madre de Dios.
La Virgen viste como una princesa, con sedas,encajes y brocados, y sale a veces  con un parasol inka -la famosa achiwa de los emperdores del Tawantinsuyu-, tejido con plumas de papagayo.
 
En su procesión los Qhapaq Ch’unchos,  sus bailarines favoritos, le abren calle con sus penachos multicolores  y sus lanzas, en un desagravio permanente por lo que hicieron sus coterráneos y la santa señora los quiere. De acuerdo a la creencia popular el color de sus mejillas es señal de buen o mal augurio. Si la ven sonrosada, como los frutos del molle, los meses venideros serán de bienestar. Si está pálida, en cambio, los campos sentirán su tristeza.
Paucartambo es un pueblo risueño, de casas blancas con puertas y ventanas azules, Sus cercos olorosos retoñan bajo el ala de los cheqollos, picaflores andinos.
 
Qolla iluminado
En su plaza de bolsillo, que más parece un patio grande, cuatro palmeras muestran sus tronces centenarios con tatuajes de amor. Silencioso y tranquilo sus habitantes preparan desde enero la fiesta de la Virgen. Los bailarines ensayan semana tras semana llegando maduros para julio.
Los maqt’as o mozos se visten de qollas, en recuerdo de los qepiris y qamilis, comerciantes puneños que llegaban hasta los pueblos del valle para vender su mercancía. En sus canciones que son dulces rememoran su salida de Paukar Qoll con sus monteras de nieve y sus ojotas de granizo, con sus waqolos de lana –máscaras pasamantaña- y sus pukuchus –cuero de una vikuñita- a la espalda, con su  warak’a u honda y su q’epe adornado con cintas multicolores.
Ellos le han hecho un lugar en sus creencias y le llaman urpillay –paloma mía-, sunqollay –corazón mío, mamallay –madre mía. Hay ternura en sus palabras cuando dicen: Bendicionta churawayku/pisqa rosas makikiykiwan. “Danos tu bendicion con la cinco rosas de tu mano.” Su despedida tiene un tinte de melancolía. Kausaspacha kutimusaq, wañuspaqa manañacha… “Si estoy vivo volveré el año que viene/si muero ya no será…”  
 
Los conjuntos de bailarines son numerosos: Qhapaq negros, chuqchus, saqras, sikllas, panaderos, majeños, awkachilenos, qoyachas, wachachas y muchos más que danzar´án hasta el final perdiéndose por un recodo del camino que será el mismo donde volverán a reaparecer para la próxima fiesta.
 
Paucartambo, la preciosa villa de las flores, los estará esperando arrullada por el  Q’enkumayu,  río laiqa, de  pies torcidos, que pasa por su costado; mientras al fondo ruge un río viejo, cargado de años y caudales, que se encorva en tiempo de lluvias. En  el virreinato una oroya desafiaba sus furias y mas de una vez cayeron por sus frágiles bordas las llamas que llevaban oro de Qosñípata, “el valle del humo”, para el rey de España. Hasta que Carlos II ordenó la fábrica del macizo puente con arco de piedra, por donde s desplaza la celestial señora al fin de su fiesta para bendecir a los peregrinos.
 
 
Fotos: Peruska Chambi
 
 
 
 
 
ARQUITECTURA PERUANA
                                                               
 
¿Brisa marinera? No.
¿Aire de montaña? No.
¿Aroma fuerte de selva? No.
Para el hombre de Lima, siglo XX, proyectándose al futuro, el aire se torna sucio, le pone funda de tizne a los pulmones, se cierne por los poros y se mete en la sangre. Las calles estrechas le ahogan. Se siente en una trampa. Abajo reinan las sombras y el sol es una gota de oro que cae del cielo rebotando de cristal en cristal y se evapora en el camino antes de llegar al suelo.
 
Al hombre de Lima no le queda más remedio que trepar hacia las nubes. Se encarama por encima del anhídrido carbónico que arrojan los carros. Se pone zancos de hierro. Salta sobre cajones de cemento y se encuentra arriba con la luz. Dos pisos, cinco, diez, veinte, treinta. Amarra encima sus árboles recordando un viejísimo rito, llama a sus Apus, los protectores milenarios que se han replegado para estornudar a los cerros más lejanos, y celebra su libertad.
 
A esta búsqueda de espacio vital, a esta estrechez de gente y gente, a este vivir de codo a codo, de ahogarse en una pecera y crear un globo para surcar por encima de las mismas, se le llama siglo XX. La explosión de la ciudad, la reducción del campo, la esterilidad de las tierras de cultivo.

Y como no puede vivir debajo de un paraguas, techo con techo. Como es imposible cobijarse en una pompa de jabón. Como no puede escapar en una peсera voladora. Este construye kilómetros arriba y se siente feliz con un puñado de nada porque edifica en el aire y es una mosca.
 
!Ah, el hombre del Perú!. Se apiña en el rascacielo. Ballena gris en el mar de bruma, sentada sobre su cola. Saca sus cuentas en el suelo, cimientos, soportes, vigas, volumen, masa inerte y masa viva. En cualquier sitio es un creador. Se ingenia.
¿Ha cambiado mucho?
 
Sí y no. 8,000 años atrás el horizonte es suyo y también la cueva. Diseña con los dedos llenos de grasa y es muralista. Se deja llevar por los vientos y a la vez que va sembrando sus huesos se deja a sí mismo en un mensaje que graba para el futuro.
 
¿3,500 años? Es amo de la piedra. Tiene ya el subterráneo y levanta sobre él su primer piso. Hace bajo relieves en los bloques. Es religioso. Maneja a los demás con un espectacular mundo de seres de la oscuridad. Cuanto más crece, el universo se le empequeñece. Hasta que se mete en las moléculas del granito. Allí está, clavado en el seno de la tierra, como esperando el regreso de sus sacerdotes. ¡Es Chavin!
 
¿1,200 años?. El mar le roba la imagen de su propia pupila, golpea con sus olas en el interior, lo reta. El hombre se descuelga sobre el abismo líquido y cabalga como una pulga en el lomo del coloso. El día es cálido, sofocante. Ama la noche y construye su vida dentro de la arena. El primer sótano lo hace él dos metros abajo, acolchado con algas marinas, con una escalera de tres peldaños de cabuya. ¡Es Parakas!
 
¿1,500 años? Ya no es una semilla de arquitecto. Ahora es uno en camino. Quiere ver por encima de los Andes, sobre la copa de los árboles, las boas de espejos de la selva. Para verlas construye su primer rascacielos. Tres, cuatro pisos, más. Laja por laja, bien ligadas, y hace que sus protectores se arriesguen primero. Los pone arriba. Para dormir la eternidad se encoge en una botija con forma humana. Allí no le llegará ninguna trompeta. Tiene sus oídos tapiados, pero puede sentir el peso de un insecto sobre su segunda piel, barro sobre barro.
 
¿1,200 años? Este hombre es capaz de remover montañas para construir. Levanta increíbles volúmenes de tierra con la mano y los traslada para sus palacios y sus templos. Es el arquitecto del adobón, del adobe, del adobito, y los hace por millones. Sus ciudades de barro son espectaculares aún para nuestro tiempo.
Sus señores resplandecen en vida y hasta después de muertos. Su huesa mortal debajo de las máscaras, de los pectorales y de los brazos de oro se eterniza con el brillo del riquísimo metal que lo recubre. Es la edad del oro, pesado como un ladrillo o leve, gentil, como una mariposa.
 
¿600 años? La piedra le obedece porque tiene el poder de convertirse en ella. Por eso camina a su mandato. Se arranca de las canteras con estrépito, cruza los ríos y trepa los cerros por un ingenioso sistema de rampas.
Sus manos pasan amorosamente sobre su tosca superficie y esta se ablanda hasta quedar pulida. Es un artista rebanando bloques, encajando piedras en los muros, armando rompecabezas de fábula en los muros. Ahora edifica con un ejército de obreros. No tiene concepto del tiempo. Su mayor obra, porque combina la piedra con el paisaje, el río, la nieve, el agua, las nubes, el cielo, la espesura y hasta las estrellas. ¡Es Machupiqchu! Silente, misteriosa y viva al mismo tiempo.
 
¿400 años? Es y no es un híbrido. Levanta iglesias con planos que reemplazan a sus maquetas de granito y arcilla, pero le agrega lo suyo. Su rebeldía está imborrable en la piedra, donde coloca al lado de Dios seres sagrados para él, las flores, las frutas y los animales de la tierra. No serán sus wakas pero tampoco son sólo iglesias. Hay algo más que trasciende y que ellos perciben.
 
¿50 años? Ha hecho caso a Jehová, se multiplica con más rapidez de la esperada, a la vez que vive más tiempo. El horizonte escasea. En Lima, cubiertos los cerros sólo le queda el mar para plantar el fierro y el concreto. En otras partes este hombre del siglo XX repite sus cajas de cemento robanubes.

Aquí, no. El peruano es siempre un creador. Sus edificios despiertan admiración por sus líneas, como si dibujara sobre el papel mantequilla del cielo. Es un artista. Le viene de sangre. Su arquitectura tiene un programa académico de milenios. La experiencia ganada en ese tiempo aflora por sus dedos, gana altura y es un monumento al prehistórico albañil, al inventor de la plomada, al hombre que trazó el primer muro en esta tierra.

      

Alfonsina Barrionuevo.


lunes, 8 de julio de 2013

EL ROSTRO DEL SOL EN LLAMAS
En mi último viaje a Cusco fui a Santo Domingo, mi barrio. Allá mis mañanas son siempre azules, llenas de recuerdos. Los pequeños jardines, frente al convento, bordeados con setos de granada, son casi los mismos. Tenía curiosidad de ver otra vez los muros de piedra almohadillada del Qorikancha. Toda esta parte y más formaban lo que era el Intipanpa o ‘llano del Sol’. Recorrí el espacio con la mirada pensando cómo habría sido. Será interesante ver planos virtuales. En la iglesia parece que no hay muros inkas. Si los hubo y los desmontaron los dominicos quizá exista un registro de fábrica de siglo XVI. Nos quedamos con una respuesta flotando en el aire. ¿Cuál fue ‘la capilla del Sol’? ¿La más grande entre las tres del patio con arquerías que les hacen marco?
Con tanto turista como había no la pude medir. Sin embargo si pensamos en una figura enorme del sol con sus llamas en redondo, ‘que jugó en la misma noche Mancio Sierra de Leguízamo y lo perdió,’ no concuerda con el ambiente que le hubiera resultado muy reducido. Con los wayqis o wayqes de los Inkas (sus reproducciones en oro) rodeándolo tendrían que haberse apretujado. Creo más acertada la crónica de siglo XVI que habla de esferas de oro, plata y piedra, representando a los elementos de la naturaleza y otros, entre ellos el sueño. Se ajusta a la lectura de que el Sol tenía un escaño o asiento forrados con  plumas multicolores de picaflores amazónicos. El Sol, el Hacedor (Illa Teqse)  y el Trueno (Chukiilla), dice Cristóbal de Molina, iban en procesión a la (plaza del) Waqaypata, uno tras otro, para ser colocados en la gran piedra ritual o ushnu con ‘una teta’ , gnomon o aguja, que nombra Pdro Pizarro, testigo de vista, quien llegó a verla intacta, toda forrada de oro.
En el antiguo Perú no existieron dioses ni ídolos con forma humana como afirmaba la gente que llegó de allende el mar. Los elementos cósmicos y telúricos no eran adorados. Ellos formaban una gran familia con los seres humanos.




FLORES Y HOJAS PARA COMER                           

Beber la miel de ciertas flores es delicioso. Se encarrujan los pétalos y se va sorbiendo hasta que una gota rueda con su diminuta carga de dulzura hasta la boca. Algo que se puede hacer en algunas huertas y con flores muy especiales. En la huerta de Pachakamaq, de Alfonso Roda Marrou, miles de flores agitan las cabecitas curiosas. No  se usan como sorbetes sino para engalanar los platos.
Un guiso apetecible, con flores amarillas de chincho que se estiran delicadamente sobre el jugo, es muy tentador. Bellísimas flores azules de alverja o de salvia, sobre la superficie dorada de un enrollado de carne, son una delicadeza. Ni qué decir de flores blancas de papaya, que parecen de cristal, recostadas sobre el pecho invitador de un pato. Hay una sensibilidad que se desprende de ellas como adorno y también como aroma o sabor.
Roda Marrou, Don Torcuato para sus amigos, sonríe abiertamente frente a una canastilla de flores que nunca se marchitan. Sería un desperdicio cuando pueden brindar satisfacciones a comensales exigentes. Seda vegetal que se luce en los filamentos verdes de otras plantas que son un ingrediente de lujo de muchos platos que se sirven en restaurantes renombrados.
Nuestro entrevistado, nacido y criado en una huerta de Ñaña en épocas felices, donde aprendió a conocer y disfrutar su valor, sonríe al mostrar las flores y hierbas comestibles que son un artículo de demanda en Lima. Estaba estudiando administración de empresas en la Universidad de Lima cuando comprendió que lo suyo era ser un  agricultor de especies selectas y se pasó a La Universidad Agraria de La Molina para seguir, en su tiempo libre, veinte cursos técnicos de extensión social.
Durante el tiempo que trabaja mantiene una comunicación interesante con ellas, especialmente las nuestras, tan diversas. Gracias a la buena tierra, del lugar donde se encuentra la Huerta de don Torcuato en la costa o chala, y al invariable cariño que les tiene, logra excelentes cosechas, sin pesticidas ni productos químicos que puedan alterar su calidad y hacer daño a la salud y al medio ambiente.
Muy pocas veces he visto personas que profesen tanto amor por la naturaleza. Vive y sueña en Lurín y aunque Lima es la ciudad capital del Perú, aprovecha que le queda a la vuelta de la esquina. Asegura que no ha roto con la metrópoli, más bien sus relaciones se han fortalecido con la demanda que tienen sus productos orgánicos en ferias, festivales, supermercados, hoteles y restaurantes.
El orgullo que siente Roda Marrou por su trabajo se refleja en su rostro. Sabe que tiene toda la vida por delante y confía en un futuro que no se desprende  de los surcos. La propuesta de sus plantas, unas ochenta variedades a las que mima y engríe, es gourmet.
Entre las aromáticas la muña que es apreciada en infusión y ejerce al mismo tiempo una función repelente de plagas, el toronjil que es un rey de aroma y sabor y la hierba luisa tan querida para cualquier malestar, un trío que se luce en las infusiones: el chincho, el paiko y el huacatay, son los que dan apellido, identidad a la pachamanka; y una variedad de mentas.
La calabaza andina se ha acomodado, en los bordes de la huerta, con honores por sus frutos y también por sus flores de excelencias gastronómicas. Alfonso Roda explica que se ha hecho una selección, después de que han pasado por un  tamiz probando sus aromas y sabores, para obtener su respectiva calificación. Entre muchas se han llevado palmas las flores de kiwicha, wakatay, culantro, hinojo, anís y romero, variando de acuerdo a las estaciones del año.
Las verduras bebé ofrecen ternezas al paladar. Todas son miniaturas de las mayores. Zanahorias, rabanitos, choclitos y  poros. En la lista de vegetales están igualmente los brotes o germinados, tan recomendados por los médicos especialistas. Ver los de cebolla, rabanitos, nabos, beterragas, kiwicha, culantro, es un jubileo porque llevan alegría a las mesas con su aspecto delicado y  espectacular.
Roda Marrou incrementa constantemente sus variedades. Del Cusco, donde se trata de recuperar la frutilla, algo parecida a la fresa pero pequeña y más dulce, la fue rastreando con mucha suerte. En el Abra de Málaga, famoso porque allí se reúnen sacerdotes andinos de alto rango, la encontró y se la trajo. En su huerta la cuidó con esmero y ha logrado aclimatarla. No será extraño que vaya aumentando en cantidad. La frutilla se come al natural, en dulce y en las renombradas frutilladas, una chicha que tiene un timbre imperial. 
Su entusiasmo desborda cuando revela que emplea agua ozonizada con riego tecnificado; abono natural que obtiene en parte del reciclaje de las hojas del mismo huerto y tecnologías que aplicaban a sus cultivos los limeños prehispánicos, como las camas para sembrar y cosechar que se levantan a cierta altura del suelo.
A corta distancia de la ciudad de Pachakamaq se preocupa por su crecimiento apresurado. Cada año que transcurre se recortan las tierras agrícolas para dar margen a la construcción de viviendas. Lima es la que pierde su último valle verde, de áreas limpias y generosas. Si existiera conciencia acerca de su aporte a la dieta alimentaria de sus habitantes se incentivaría la existencia de los huertos que quedan, antes de sofocarlos con cemento
Para completar su oferta la Huerta de don Torcuato ofrece dos servicios semanales. Una Granjita Feliz diseñada para que los niños conozcan una diversidad de plantas y animales, y un restaurante que funciona sábados y domingos, atendido por  Pilar Gutiérrez.
Ya saben, estamos acostumbrados al buen comer y alllí se encuentra una carta surtida. Pollitos de leche a la leña, conchas acevichadas, langostinos empanizados, chicharrón de conejo, pato criollo, pachamanka y mucho más. La huerta está a diez minutos del km. 33 de la antigua carretera Panamericana Sur, Urbanización Casa Blanca, Pachakamaq. Un viaje que motivará a la familia o grupos de amigos, entre mar, cielo y arboledas amigables. Los que quieran una canasta de hortalizas sólo llamen al teléfono 231-1326. Hay reparto a domicilio. ¡Qué más se puede pedir!  
                   

 Alfonsina Barrionuevo