domingo, 29 de diciembre de 2013


EL WATAQ

Sabían que el Wataq es el dueño del tiempo?
Es un abuelo abuelísimo que vive con los doce meses en el interior de los Cerros donde guarda sus tesoros.
Sus ojos son de fuego, son de agua, son de viento.
Rojos como las brasas son, azules como el cielo, sin nubes, grises del  color de la lluvia, de la tierra que se levanta en torbellino, que gira en espiral, que danza sobre la punta de sus pies.
En su mano derecha sostiene una vara de chonta con  puño de plata labrada.
Hay doce varayoq o alcaldes que tienen doce varas delgadas y doce hondas de flores. Doce alcaldes que salen de los cerros cada año, a medianoche, con cuatro doncellas que son las estaciones.
Ellas visten polleras adornadas con grecas, blusas de cuello alto,  casacas de fina castilla y cintas de colores en sus monteras o sombreros.
Todos bailan. Cada doncella con sus tres alcaldes.
El Wataq amarra en su puño sus hondas de flores.
Cada mes suelta una honda y un alcalde se va, hasta dejarlo solo.
Así es el Wataq, el señor del tiempo.
 

AÑO NUEVO EN LOS ANDES

“En algunas comunidades de Paucartambo, Cusco, se comienza el año eligiendo un nuevo alcalde. Una flor representa un voto para ese acto cívico que data de los finales del siglo XVI cuando el  Varayoq surge como equilibrador de dos mundos diferentes. No sé si el color y la forma tienen algún significado. Pero el número de flores que van cayendo en una manta representa  la voluntad de los votantes que confían en su candidato.” Jorge Núñez del Prado. Abogado.

 

Al filo del Año viejo y del Año Nuevo las comunidades andinas más alejadas de la provincia se retiran a sus viviendas para elegir al dia siguiente a su Varayoq o alcalde andino. Los Varayoq u “hombres que llevan una vara de mando” conservan parte de las atribuciones que fueron dadas a sus antepasados por Francisco Toledo. Este virrey creó con sagacidad el honroso cargo mediante  unas Ordenanzas que sirvieron a sus autoridades para manejar el mundo andino. Su presencia es la única que marca el cambio del tiempo en los Andes.

La elección que aún se lleva a cabo en Paucartambo, según cuenta Jorge Núñez del Prado, es singular. Los candidatos eligen una flor que los represente –qantu, aranwa, achankaray, etc.- . Cada flor es un voto y los votantes, que la han identificado de antemano, llevan la suya y la colocan discretamente sobre una manta que es como una urna textil. Al ponerse la última se hace el conteo y el que logra una mayor cantidad de flores es el ganador. Si bien resulta bastante poética una elección con flores se debe a la comodidad. Las flores crecen en campos y collados y se descartan después. Los votantes saben identificarlas y las ponen muy discretamente.   

Después, los alcaldes salientes entrarán a la iglesia o capilla del lugar y poniendo la rodilla en tierra depositarán con respeto en la mesa de su altar la vara de chonta con empuñadura de plata, símbolo de su rango.

Luego se retirarán con parsimonia y recién, cuando hayan salido de la iglesia volviendo al llano, se pondrán a correr alrededor de la plaza, donde estarán reunidos los pobladores, e irán arrojando la montera, el ch’ullu, el poncho, la casaca y el chaleco, como señal de que no han tocado nada que sea de la comunidad.

El Varayoq demostrará así que hizo un buen “gobierno,” que fue trabajador, que no favoreció a nadie, que no hizo abuso de su cargo, que no se aprovechó de su situación para obtener prebendas y que siempre fue honesto. Algo que no podrían hacer muchas autoridades de las ciudades y en particular del Estado.

La elección del nuevo Varayoq reúne a los abuelos que han revisado con  celo el historial de los posibles candidatos. No será muchos, pero bastará con cuatro para que salga el mejor.

Los Varayoq tienen que merecer por su conducta el respeto de sus electores y mantener ese prestigio para llegar a ser con los años un Llaqta varayoq o Llaqta cargo, “alcalde de pueblos” o  Segunda, “alcalde de región”. En otras partes los de mayor categoría se llaman Auki varayoq y Sullka varayoq, y encabezan la procesión de la Cruz en mayo y la Fiesta del Agua en  agosto. También reciben el título de Campo alcalde, como sucede en Lima adentro.  Ellos pueden resolver los casos más difíciles. Ya sea de tierras, de turnos de riego, de pérdida de animales o falta de entendimiento de los miembros de la comunidad, entre otros problemas.

En el momento en que recibe la vara hace la t’inka asperjando unas gotas hacia sus cerros o Apus y también derramando otras a la Pachamama; pidiéndole al Cristo que lleva en la empuñadura de su vara, tener siempre espíritu de justicia.

Antes, en el mundo qechwa, los que fiscalizaban la conducta de los pobladores eran los Aqorasi, “ancianos venerables”, los Llaqta kamayoq, “cabezas de pueblos” y tal vez los Tukuy rikuq, “ojos y oídos” del Inka. Se podría decir que  el  Varayoq los sustituyó en cierta forma, para recibir disposiciones de los españoles, aunque no dejó de conservar sus valores morales.         

Por eso, en el primer día del año, se verá  aparecer en las comunidades y también en los pueblos a los varayoq  con sus trajes de gala para entregar la “vara”. Ya no tendrán el poder que tuvieron y que fue recortado de acuerdo a la conveniencia de corregidores y encomenderos, y más tarde de gobernadores y mandones.    

El aparato que armaban los españoles para darles la vara tenía el propósito de impresionar a lo asistentes, previa misa, reconociéndose a alcaldes y khipukamayoq  para las comunidades, y para ellos un alguacil, un escribano, un alcaide, un pregonero y un verdugo.

Los nombrados tenían que jurar ante un Cristo, “en nombre de Dios Nuestro Señor, Santa María y con la Señal de la Santa Cruz, cumplir fielmente con autoridad, sin afición ni pasión, los oficios que se les encomendaran.”

Al terminar recibían las varas que habían sido bendecidas por el señor cura, surgiendo así el Varayoq, “el hombre que portaba la vara”, cuya acrisolada honradez estuvo siempre contrapuesta a la codicia, la falsedad y el abuso de los mismos que los aceptaban. El Varayoq nunca puso en tela de juicio el gran prestigio que lo rodeaba, cimentando una sólida reputación.

Su mandato duraba un año y no podían ser elegidos  al año siguiente, ni dos años después. No podían conocer los pleitos de los kurakas ni los litigios de tierras de los pueblos. Debían oír las reclamaciones de sus gobernados dos o tres veces a la semana en el poyo de la plaza del pueblo, resolver los asuntos civiles hasta por diez pesos y no dar penas de más de un peso, que se podían conmutar  por veinte azotes para los que eran pobres.

En asuntos criminales estaban impedidos de tratar “aquellos que merecieran muerte, mutilación de un miembro o efusión de sangre. Sobre estos debían informar al Corregidor. Administrativamente debía cuidar que los indios hicieran testamento, velar por los huérfanos, visitar hospitales, controlar el funcionamiento de los mercados, vigilar las sementeras y los ganados, aderezar los caminos, los tambos y los puentes, así como cuidar las chacras de los andenes.  A los españoles y negros sólo podían encarcelarlos pero no juzgarlos. Durante su mandato debía mantenerse ecuánime para no ser faltado ni faltar a la dignidad del cargo.  No debían usar traje diferente al que tenían, delito que era sancionado con azotes la primera vez, con trasquilamiento la segunda y con cepo la tercera.

Guaman Poma, el  más agrio crítico que tuvieron los españoles se queja en su obra “Nueva Crónica y Buen Gobierno” de los maltratos que estos inferían a los Alcaldes para hacerles sentir su superioridad y su servidumbre.    

El Presidente Augusto B. Leguía suprimió en 1921 el cargo de los Varayoq y nombró a los tenientes gobernadores. La ley  470 que promulgó no pudo remover la institución de la vara firmemente arraigada en las comunidades  en los pueblos del Ande.  Se dice que la función hace al hombre. En este caso fue el hombre el que la honró. La vara volvió a hacer brillar los ojos  de los hombres andinos, velados por tantas injusticias y dignificó las manos agrarias encallecidas por el duro trabajo. Este le transmitió la grandeza de su estirpe.

 

Alfonsina Barrionuevo

domingo, 15 de diciembre de 2013

PISA,  ¿PISO LOS AYACHAYWASI?
                   

Si la educación fuera un ser humano pensaría que está con un pie en un jabón y el otro en un plátano. La prueba Pisa se trajo abajo al equilibrista. Sin embargo, los profesionales peruanos triunfan en el exterior. Si su preparación está en la cola, ¿a qué se debe? Los yachaywasi, “casas prehispánicas del saber” influyen. Puede ser la famosa universidad de milenios que llevamos en la sangre. El problema que el Estado posterga es otro. Me contaron que antes -digamos 1920 o 1930, se aprendía en la primaria no sólo aritmética sino álgebra, geometría, física, química, literatura, anatomía, zoología, historia del Perú e historia universal, anatomía, química, física, etc. y salían, hombres y mujeres, con grado de preceptor. La cultura se daba más o menos por igual en cualquier lugar del país.

Por 1950 los profesores dictaban sus cursos y se ingeniaban para hacerlo ameno. Después, vino la debacle cuando se publicó una serie de libros  que convirtieron a los maestros en una especie de regentes de cada materia. Los alumnos recibían indicaciones sobre las páginas que debían leer y las preguntas que debían responder. Desde entonces tenemos una educación minimizada.

Los maestros de hoy son el pobre resultado de esa educación y está de más que los evalúen acerca de lo que no dominan. Cada cierto tiempo ellos pasan por un colador pero, si la currícula es deficiente, ¿qué pueden hacer?

Es lamentable por los niños y su futuro. Ellos y sus padres se esfuerzan. Desde sus comunidades muchos hacen un recorrido de cuatro horas –dos de ida y dos de vuelta- para ir a la escuela. Hay maestros que van a caballo o también a pie desde los centros poblados más cercanos. Cumplen, más el material que usan no es el adecuado. Habría que revisar lo que ha pasado con la educación en cinco o seis gobiernos atrás. La han recortado hasta convertirla de un traje principesco en un harapo.

Recuerdo una escuela, de una comunidad paupérrima, en el camino a Illa Waman, uno de los apus tutelares de Cusco. Allí pasamos una noche en el local de la escuela, aproximadamente 3,6000 metros de altura. El frío acuchillo nuestros cuerpos. Las ventanas no tenían vidrios y fue como si estuviésemos a la intemperie. Es de suponer cómo reciben los niños sus clases sin abrigo.

Nadie lleva lonchera. Para la hora del hambre tienen un puñado de maíz o habas tostadas. Nada justifica tanto desgaste de energía y sueños. Por lo menos vale la labor de la Defensoría del Pueblo que ha visitado las escuelas del interior para descubrir la realidad educativa. Habrán hecho el viaje en vano si no se reforma el contenido de la currícula. Mientras los ministros de educacion no aborden este punto seguiremos en el último lugar.      

 

BATALLA POR LA TIERRA
                                      
Hace tiempo que la Tierra izó la bandera blanca de rendición. No la han visto los países industrializados ni los tercermundistas. Todos, la seguimos contaminando. Habría que preguntar si amamos a la Tierra. Ella sabe que la quiere una minoría. Al agraviarla cada día no es extraño que resienta con dolor el maltrato.

Afirmar que el planeta tiene sus ciclos y después de un desastre sus heridas cicatrizan es un optimismo falso. Esos ciclos pueden durar  doscientos, trescientos o miles de años. ¿Consuela a la Humanidad de hoy pensar que ella renacerá entonces? A nadie le alcanzará la vida para comprobarlo. Los optimistas le dan unos cincuenta años más y los pesimistas veinticinco críticos.

Es penoso saber que estamos viviendo los descuentos. ¿Dónde se irá el mañana para las generaciones futuras?

Escalofría que se permita una concesión cerca de un nevado que se destruirá para que una empresa minera pueda extraer oro de su interior. Cuando se necesite agua, ¿creen que se podrá convertir en el precioso líquido los lingotes aúreos que se acumulan en las cámaras de seguridad de los bancos? ¿Creen los industriales que por tener trillones se salvarán? Si llega el momento serán arrasados igual que la gente que vive en pobreza.           

Hay buenas intenciones. Bernabé Florencio, un informante de internet, me alcanza un escrito del estudioso Mirra Banchón. “Después de largas negociaciones los ministros de Medio Ambiente de la Organización de las Naciones Unidas acordaron prohibir el uso de mercurio, un alto contaminante.

La inhalación, ingestión o contacto de este metal pasado produce al calentarse vapores tóxicos y corrosivos.”     

“Según datos difundidos en la cumbre de Nairobi, unas 6,000 toneladas de mercurio -dañino al sistema nervioso humano y causante de pérdida de memoria o falta de visión- entran cada año en el medio ambiente.”

Los Inkas que admiraron su viveza y movimiento, pues, parecen perlas líquidas o bolitas relucientes, observaron que causaba temblor en las manos y pérdida de los sentidos en quienes trataban de extraerlo y prohibieron su manejo.

Al parecer el hombre prehispánico pensó que el oro y la plata, eran probablemente guijarros caídos del Sol y de la Luna y sintió un estremecimiento ante la magia que se desprendía de su brillo sideral. Al trabajarlos, conciente de su toque divino,  consideró que era exclusivo de los lugares sagrados y sus señores.  

Los antiguos orfebres y plateros tuvieron la suerte de encontrar el oro y la plata a flor de tierra o en los riachuelos que bajaban de los nevados. Para laminarlos sólo necesitaron martillos de piedra. Para derretirlos, cuando lo requerían, usaron el cobre que los arrastraba.

La cerámica tampoco fue un problema cuando la Tierra se sentía amada y protegida. Los hornos no necesitaban que los atizaran demasiado y las sustancias vegetales y minerales conque ponían color a sus creaciones no eran tóxicas.  

Al llegar los españoles su ambición por hacerse ricos con el oro y la plata despertaron al mineral que estaba prohibido. Con ellos comenzó la minería contaminante.            

El fraile franciscano Diego de Mendoza refiere que en el área de San Antonio de Charcas “había ocho cerros de minerales de oro que corren tierra adentro”.La mina de Qolqe Pokro conocida por los Inkas fue la primera donde entraron en 1540 y acuñaron a puro golpe de cincel las monedas peruanas más antiguas.

En 1545 los señores del altiplano Wanka y Wallpa les entregaron un cerro de plata, Potosí, produciéndose una corriente humana incontenible para participar en el festín. Allí se inicia el martirio y la muerte de miles de hombres entre los 18 y  los 50 años de edad, obligados a trabajar por el sistema de las mitas. 

El azogue salió a la luz cuando el kuraka Ñawinkopa de Huancavelica obsequió las minas de azogue al encomendero Amador Cabrera. Por su poder altamente  corrosivo el mercurio iba bien acondicionado en recipientes de arcilla y cuero para no dañar el lomo de las mulas. En cambio los trabajadores partían el mineral sin protección, aspirando por nariz y boca un polvillo  venenoso, que era incurable y de terribles efectos. Ulceraba las encías, destruía el sistema dental y provocaba afecciones paralíticas.      

Este fue el principio del uso del mercurio que, en los últimos siglos, se ha ido diversificando a medida que los países iban creando tecnologías y aplicaciones jamás imaginadas.

Nick Nuttall, portavoz del Programa de Naciones Unidas para Medio Ambiente (PNUMA), subrayó en una de sus declaraciones que  “el mercurio es uno de los venenos más mortales que existen”.

 Achim Steiner, director del PNUMA, instó a los ministros reunidos en Kenia a tomar una decisión histórica sobre el mercurio después de siete años de conversaciones.            

La estrategia para eliminaría esta amenaza a la salud en el planeta debía cubrir su reducción en procesos industriales -como el procesamiento del carbón y el oro- y en productos como lámparas que son fuentes de luz ultravioleta, espejos, termómetros, fluorescentes, pilas y baterías.

El mercurio debe volver al interior de la tierra para bajar la contaminación que afecta al planeta, nuestro hogar.

 
Alfonsina Barrionuevo

domingo, 8 de diciembre de 2013


DISEÑO DE INTERIORES PREHISTORICO 1ra. Parte

El priner diseño de interiores se hizo en una cueva. Para habitarla el hombre prehistórico tuvo que desalojar antes a su habitante precario. Tal vez un oso de anteojos, un puma o un perro salvaje. La cueva fue su primera vivienda.  Miles de años estuvo sentado frente al horizonte. Ya no él, su hijo, su nieto, su tataranieto, y otros descendientes, contemplando atardeceres incendiados sobre el mar, lunas marineras despeñándose en sus noches, algas rizando los oleajes y, hasta los cangrejos rojos, azules y verdes que eran un juguete vivo entre sus manos antes de servirlo en su mesa.

Un día decidió pintar la cueva. Se manchó los dedos grasientos de comida con tierras minerales y estuvo ensayando sobre la arena gráciles criaturas de cuatro patas que desfilaban en busca de refugio. En una de las paredes las inmortalizó en una escena rupestre.

Los calendarios no existieron para quien estaba ocupado en aprender. Tomó un capullo iluminado y pretendió ingerirlo. Era suave y lo llevó a su mejilla pensndo para qué serviría. Lo sintió aterciopelado, suave. Acababa de descubrir una caricia y recogió cuantos pudo. Quería sentir la sensación primera que fue gratificante y al dormir colocó la cabeza sobre la primera almohada de algodón. Al día siguiente recogería  más.

Los milenios se fueron apilando como leños. El hombre ya dejó la cueva. El señor requería estar en alto para mandar. Alguien llevó un tronco. El resto se sentó en el suelo cruzando las piernas. De tanto moverse sobre el tronco lo fue gastando y se arqueó. Lo volteó y sonrió satisfecho con su primer trono.

Los guijarros de oro que arrastraban los ríos del norte fueron martillados hasta convertirse en láminas. Vino a su memoria la primera cueva con pintura rupestre. Esta vez la habitación sería decorada con brillantes lajas que servirían para decorar los templos y las viviendas reales.   Así se fue haciendo la decoración de interiores en el antiguo Perú.

 

EL DIVINO CACAO

El cacao siente la alegría de la paternidad cada vez que un cosquilleo le anuncia un brote en su tronco. Mariella Balbi de Huguet vio una diminuta flor alli, bellísima “como una orquídea”, abrazándose a su piel con un gozo interminable. Al pasar el tiempo iría creciendo, convirtiéndose en una linda baya verde, amarilla o roja.

En su interior, a medida que pasaran los días, unos granos comenzarían a retozar  en una especie de redecilla o película sedosa. El proceso  siempre es igual cada vez que  se deshoja el tiempo.

Caminar en un cacaotal,  cuando hay un vínculo de vida y de trabajo, es fascinante. Una experiencia bella cuando florece.  Sus árboles buscan siempre la sombra de otros patriarcas más altos para guarecerse del excesivo sol,  las lluvias o los vientos.

Mariella conoce la humanidad del cacao porque prepara deliciosos chocolates con su pasta. Ella ha aprendido cuanto se debe hacer, dejar fermentar los azúcares de su redecilla, ver su reabsorción, el secado de los granos, el tostado, el tamizado, el molido y todos los pasos que se dan hasta el final.  

La pasta en bebida es una primicia. La probé en una fragante taza, con una crema que se forma al batirse, y me gustó. Puede ser espesa, con la cucharita que se queda parada al medio, como lo tomaban las antiguas señoras de Cusco. También más liviana, “el chocolate a lo americano”, como reza en su carta.

Se trata de un alimento saludable que aumenta las endorfinas, reduce el colesterol malo e incrementa el bueno.

Al entrar en el mundo de los chocolates los esposos Huguet Balbi fueron comprando sus equipos, con lotes de cacao que llegaban del Perú, y los deliciosos productos que vendían en las ferias semanales, mostrando la foto de Machupiqchu.

Sus trufas o bombones son joyas exóticas con  nombres muy sugestivos. Por ejemplo “Kuyay”, “Cusco Místico” y “Catacaos”. Los ingredientes de sus rellenos son originales, de awaymanto, algarrobina, marakuyá, vainilla de Madagascar, caramelo al 72% de chocolate y un toque de limón de Chulucanas y gajos cítricos, incluyendo el rocoto, una fruta que incluyeron para diferenciarla del chile mexicano cuyo picante se siente en el estómago.

Mariella no se detiene. Genera ideas como un río. Ha pensado en una línea de chocolate de taza con diferentes sabores, a naranja y   especias, y una fórmula especial para llevar a casa. El cacao orgánico, sin químicos ni preservantes, está unido a sus hijos. El menor, Ian, no podía pronunciar el nombre del mayor Gian Franco y sumando el de Juan Alvaro salió “GUANNI”, “el portal  del chocolate” que perfuma.

Personalmente pensaba que tenemos un cacao de primerísima en el Perú y Mariella me bajó de las nubes. Ella y su esposo Andrés Huguet, ingeniero de industrias alimentarias en la especialidad de fermentación, usan exclusivamente cacao nativo.  

El problema reside en la excesiva presencia  de plantaciones de híbridos que han sufrido una clonación, crecen muy rápido y son de alta producción. Estas variedades híbridas son más baratas.  “Una plantación de ellas no es un paraíso”, dice. “No tienen la menor idea de lo que es un cacao híbrido.  Un cacao de estos  es ácido, yo he probado un cacao que huele a amoníaco, de un sabor es espantoso.”           

“Teniendo tan buen cacao no se puede aceptar tales especies, como si en lugar de usar nuestra papa nativa, que es rica, empezáramos a  sembrar papas creadas en laboratorio”, explica Mariella. “Lamentablemente, nuestro cacao está perdiendo su identidad y su diversidad. Un significativo 80%, del que ahora se produce en el Perú, no es deseable.”

“Su multiplicación afecta nuestra Amazonía. Es un cacao que no tiene nombre, se registra sólo con números y es de baja calidad. Ese es un crimen”, agrega. “Por eso insistimos en hacer una cruzada a nivel nacional para comprar sólo los nativos. Estamos trabajando con cacao blanco de Piura y con otros de pequeños nichos de Cusco, Puno y Junín. A nuestros productores les enseñamos a que en lugar de aceptar un pago de unos cinco reales por un cacao de baja calidad, deban cobrar el valor del suyo en oro. Es un tema boutique.”

Al agricultor le pagan al barrer  porque recibe el precio que  fijan en Brasil o Africa por su ínfima calidad. 

“Digamos ─acota─ que el kilo vale unos siete nuevos soles, mientras  el  del cacao blanco  es de veinticinco. Incentivan su cultivo organismos  internacionales anónimos, agencias de antiayuda norteamericana  y empresas de otros países. Este cacao hasta se podría aceptar en lugares donde imperaba la coca, porque son suelos desgastados,  pero no en terrenos buenos que no debemos entregar en la selva. Hay que protegerla de las variedades de cacao criollo que deben estar está beneficiando a más de uno.”

En el Internet hay notas informativas que disfrazan la verdad, y, para muestra un botón. El cacao clonado es un transgénico. Una de ellas señala, cuando se busca, que se trata de “un fruto desarrollado por un grupo de investigadores del ARS, Servicio de Investigaciones Agrícolas, que trabajan en el desarrollo de nuevos árboles de cacao más productivos y resistentes a las plagas, y en la mejora genética del cacao.”

Eso no es cierto y nos unimos a su campaña. Hay que salvar al cacao nativo que es un orgullo del Perú, ahora a media asta. Mariela Balbi y su esposo han hablado con algunos productores  sobre la necesidad de proteger este regalo de la naturaleza y les compran su bayas, más pequeñas pero de una pureza indiscutible, por un precio justo que los resarce de la cantidad.

Lo que está sucediendo es preocupante. Hay una intromisión de afuera que no se deja sentir. Las bayas son más grandes y su peso en los mercados obnubila a los cacaoteleros que obtienen más cantidad. No se fijan en el factor calidad por los suelos, detestable, en que reciben menos por la venta  y que el Perú está en vías de perder su cacao nativo.

Estas revelaciones demuestran que nuestro país tiene que luchar en muchos frentes y que se espera el menor descuido para atentar  contra la biodiversidad de nuestras especies vegetales que son una riqueza que debe favorecer a los peruanos. (2012)

Alfonsina Barrionuevo