EL WATAQ
Sabían
que el Wataq es el dueño del tiempo?
Es
un abuelo abuelísimo que vive con los doce meses en el interior de los Cerros
donde guarda sus tesoros.
Sus
ojos son de fuego, son de agua, son de viento.
Rojos
como las brasas son, azules como el cielo, sin nubes, grises del color de la lluvia, de la tierra que se
levanta en torbellino, que gira en espiral, que danza sobre la punta de sus
pies.
En
su mano derecha sostiene una vara de chonta con
puño de plata labrada.
Hay
doce varayoq o alcaldes que tienen doce varas delgadas y doce hondas de flores.
Doce alcaldes que salen de los cerros cada año, a medianoche, con cuatro
doncellas que son las estaciones.
Ellas
visten polleras adornadas con grecas, blusas de cuello alto, casacas de fina castilla y cintas de colores
en sus monteras o sombreros.
Todos
bailan. Cada doncella con sus tres alcaldes.
El
Wataq amarra en su puño sus hondas de flores.
Cada
mes suelta una honda y un alcalde se va, hasta dejarlo solo.
Así
es el Wataq, el señor del tiempo.
AÑO NUEVO EN LOS ANDES
“En algunas comunidades de
Paucartambo, Cusco, se comienza el año eligiendo un nuevo alcalde. Una flor
representa un voto para ese acto cívico que data de los finales del siglo XVI
cuando el Varayoq surge como
equilibrador de dos mundos diferentes. No sé si el color y la forma tienen
algún significado. Pero el número de flores que van cayendo en una manta
representa la voluntad de los votantes
que confían en su candidato.” Jorge
Núñez del Prado. Abogado.
Al filo
del Año viejo y del Año Nuevo las comunidades andinas más alejadas de la
provincia se retiran a sus viviendas para elegir al dia siguiente a su Varayoq
o alcalde andino. Los Varayoq u “hombres que llevan una vara de mando” conservan
parte de las atribuciones que fueron dadas a sus antepasados por Francisco
Toledo. Este virrey creó con sagacidad el honroso cargo mediante unas Ordenanzas que sirvieron a sus
autoridades para manejar el mundo andino. Su presencia es la única que marca el
cambio del tiempo en los Andes.
La
elección que aún se lleva a cabo en Paucartambo, según cuenta Jorge Núñez del
Prado, es singular. Los candidatos eligen una flor que los represente –qantu,
aranwa, achankaray, etc.- . Cada flor es un voto y los votantes, que la han
identificado de antemano, llevan la suya y la colocan discretamente sobre una manta
que es como una urna textil. Al ponerse la última se hace el conteo y el que
logra una mayor cantidad de flores es el ganador. Si bien resulta bastante
poética una elección con flores se debe a la comodidad. Las flores crecen en
campos y collados y se descartan después. Los votantes saben identificarlas y
las ponen muy discretamente.
Después,
los alcaldes salientes entrarán a la iglesia o capilla del lugar y poniendo la
rodilla en tierra depositarán con respeto en la mesa de su altar la vara de
chonta con empuñadura de plata, símbolo de su rango.
Luego se
retirarán con parsimonia y recién, cuando hayan salido de la iglesia volviendo al
llano, se pondrán a correr alrededor de la plaza, donde estarán reunidos los
pobladores, e irán arrojando la montera, el ch’ullu, el poncho, la casaca y el
chaleco, como señal de que no han tocado nada que sea de la comunidad.
El Varayoq
demostrará así que hizo un buen “gobierno,” que fue trabajador, que no
favoreció a nadie, que no hizo abuso de su cargo, que no se aprovechó de su
situación para obtener prebendas y que siempre fue honesto. Algo que no podrían
hacer muchas autoridades de las ciudades y en particular del Estado.
La
elección del nuevo Varayoq reúne a los abuelos que han revisado con celo el historial de los posibles candidatos.
No será muchos, pero bastará con cuatro para que salga el mejor.
Los
Varayoq tienen que merecer por su conducta el respeto de sus electores y
mantener ese prestigio para llegar a ser con los años un Llaqta varayoq o
Llaqta cargo, “alcalde de pueblos” o
Segunda, “alcalde de región”. En otras partes los de mayor categoría se
llaman Auki varayoq y Sullka varayoq, y encabezan la procesión de la Cruz en
mayo y la Fiesta del Agua en agosto.
También reciben el título de Campo alcalde, como sucede en Lima adentro. Ellos pueden resolver los casos más difíciles.
Ya sea de tierras, de turnos de riego, de pérdida de animales o falta de
entendimiento de los miembros de la comunidad, entre otros problemas.
En el momento
en que recibe la vara hace la t’inka asperjando unas gotas hacia sus cerros o
Apus y también derramando otras a la Pachamama; pidiéndole al Cristo que lleva
en la empuñadura de su vara, tener siempre espíritu de justicia.
Antes, en
el mundo qechwa, los que fiscalizaban la conducta de los pobladores eran los Aqorasi,
“ancianos venerables”, los Llaqta kamayoq, “cabezas de pueblos” y tal vez los Tukuy
rikuq, “ojos y oídos” del Inka. Se podría decir que el Varayoq los sustituyó en cierta forma, para
recibir disposiciones de los españoles, aunque no dejó de conservar sus valores
morales.
Por eso,
en el primer día del año, se verá aparecer en las comunidades y también en los
pueblos a los varayoq con sus trajes de
gala para entregar la “vara”. Ya no tendrán el poder que tuvieron y que fue recortado
de acuerdo a la conveniencia de corregidores y encomenderos, y más tarde de
gobernadores y mandones.
El aparato
que armaban los españoles para darles la vara tenía el propósito de impresionar
a lo asistentes, previa misa, reconociéndose a alcaldes y khipukamayoq para las comunidades, y para ellos un
alguacil, un escribano, un alcaide, un pregonero y un verdugo.
Los
nombrados tenían que jurar ante un Cristo, “en nombre de Dios Nuestro Señor,
Santa María y con la Señal de la
Santa Cruz , cumplir fielmente con autoridad, sin afición ni
pasión, los oficios que se les encomendaran.”
Al
terminar recibían las varas que habían sido bendecidas por el señor cura,
surgiendo así el Varayoq, “el hombre que portaba la vara”, cuya acrisolada
honradez estuvo siempre contrapuesta a la codicia, la falsedad y el abuso de
los mismos que los aceptaban. El Varayoq nunca puso en tela de juicio el gran prestigio
que lo rodeaba, cimentando una sólida reputación.
Su mandato
duraba un año y no podían ser elegidos
al año siguiente, ni dos años después. No podían conocer los pleitos de
los kurakas ni los litigios de tierras de los pueblos. Debían oír las
reclamaciones de sus gobernados dos o tres veces a la semana en el poyo de la
plaza del pueblo, resolver los asuntos civiles hasta por diez pesos y no dar
penas de más de un peso, que se podían conmutar
por veinte azotes para los que eran pobres.
En asuntos
criminales estaban impedidos de tratar “aquellos que merecieran muerte,
mutilación de un miembro o efusión de sangre. Sobre estos debían informar al
Corregidor. Administrativamente debía cuidar que los indios hicieran
testamento, velar por los huérfanos, visitar hospitales, controlar el
funcionamiento de los mercados, vigilar las sementeras y los ganados, aderezar
los caminos, los tambos y los puentes, así como cuidar las chacras de los
andenes. A los españoles y negros sólo
podían encarcelarlos pero no juzgarlos. Durante su mandato debía mantenerse
ecuánime para no ser faltado ni faltar a la dignidad del cargo. No debían usar traje diferente al que tenían,
delito que era sancionado con azotes la primera vez, con trasquilamiento la
segunda y con cepo la tercera.
Guaman
Poma, el más agrio crítico que tuvieron
los españoles se queja en su obra “Nueva Crónica y Buen Gobierno” de los
maltratos que estos inferían a los Alcaldes para hacerles sentir su
superioridad y su servidumbre.
El
Presidente Augusto B. Leguía suprimió en 1921 el cargo de los Varayoq y nombró
a los tenientes gobernadores. La ley 470
que promulgó no pudo remover la institución de la vara firmemente arraigada en
las comunidades en los pueblos del
Ande. Se dice que la función hace al
hombre. En este caso fue el hombre el que la honró. La vara volvió a
hacer brillar los ojos de los hombres
andinos, velados por tantas injusticias y dignificó las manos agrarias
encallecidas por el duro trabajo. Este le transmitió la grandeza de su estirpe.
Alfonsina
Barrionuevo
No hay comentarios.:
Publicar un comentario