domingo, 28 de julio de 2019


EL SOLAR DE LA ABUELA

La primera vez que fui a Huaro busqué un río y un puente de paja, que eso quiere decir Waro en qechwa. No los vi. En apariencia no había cerros altos donde colgarlo. En el pasado de este pródigo y hospitalario vallecito se mece el recuerdo de unos famosos adivinos, los yakarkaes, que leían el porvenir soplando en el fuego con sus cañas de cobre y plata. Kukuli trató de imaginar cómo levantaban pequeñas hogueras en un brasero. Desde el morro de Kaninkunka contemplamos el pueblo adormilado al pie de una waka, ahora sostén de una iglesia que invita al caminante decir un Ave María. En Saucipata, la casa donde mi padre sembró unos árboles de capulí, estuvo mi raíz, la abuela Elisa. En su huerta abundaban las peras de kilo y los jugosos blanquillos y doncellitas; y en su chacra verdeaban los maizales antes de las lluvias. Guardo en la memoria el dulce trino de los choqllopoqochis, unos pajaritos negros que llegaban de Brasil para hacer madurar sus mazorcas. En los meses escolares asistía a la escuela con piso de tierra y al atardecer esperaba el paso de las vacas y toros que volvían de los wayllares. Al irme a dormir recibía un cabito de vela que me servía para leer a escondidas unas novelas de pasta gruesa que la tía menor guardaba en una anticuada incubadora de pollos. De madrugada percibía el fragante olor del chocolate que la abuela solía tomar, tan espeso que la cucharita se paraba en medio. En el almuerzo había choclos o mote con queso para picar el diente, dependiendo del tiempo. En los domingos jugábamos con los pavitos de los pisonai, sobre una rica grama de su plaza aún sin cuadricular y sin el antiestético reloj de caja rústica.

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En noches de luna procuraba subir temprano a mi cuarto. Podía sentarse en el patio una ñust’a gigantesca hilando en su pushka y tendría que ir pateando sus polleras. Contaban que le ocurrió a Saturnino, el pongo de la arrogante bisabuela, quien caminó hasta el zaguán, empujado por ella. Al llegar vomitó hasta su alma de puro pavor.
Mil y una historias fantásticas que nos contaban a los nietos al rescoldo de los rezos interminables. Nuestros rosarios, me dijo mi padre, no eran tediosos comparados a las coronas seráficas de los mayos de su infancia. Parafernalia en torno a las creencias religiosas que me inspiró para escribir un día ‘La Chica de la Cruz’, una niña que se protegía con una  crucecita de madera que colgaba de su cuello.
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Huaro ha cambiado con los años pero en aquella época se desplazaba chirriando, por las calles de bombillos miserables, el féretro que caminaba dando tumbos, especie de parihuela donde se llevaba a los pobres a un zanjón del cementerio. El tío menor se ganó nuestra admiración cuando aseguró haberlo visto entrando en una vivienda, mal augurio. En la casa de Nicolasa Pesqe, de la plaza, los duendes hicieron llover piedras muy menudas. Las señoras del pueblo se reunieron para ahuyentarlos con ave marías y padre nuestros pidiendo a la Virgen que se fueran. Al final de varias noches el niño Fabián arrancó en risas, afirmando que le hacía gracia contemplar a unos hombrecitos dándose trompadas debajo de las bancas y poniéndose de cabeza en las letanías, terminando por irse retorcidos de furia. La gente comentaba también de malos encuentros con un fraile sin cabeza que recorría los cerros con la capucha levantada. En la iglesia cuidábamos de no mirar el mural del infierno porque los diablos de cuerpos escarlatas podían llevarnos a hervir  en unas tremendas pailas por una eternidad.

Las cosas desbordaron para mí cuando me dijeron que el condenado podía entrar por mi ventana y arrancando mi cruz, devorarme dejando mis huesos blancos, mondos y lirondos. Pedí con lágrimas a mi padre que me llevara al Qosqo, pero se negó, debía terminar el año y fue doble pena verlo irse sin escucharme. Sin embargo volvió con una niña, más o menos de mi edad, de una comunidad cercana, que me liberó de las pesadillas. Ella me explicó que el féretro de cuatro palos mal unidos, se armaba solamente cuando era necesario, que los duendes no existían en nuestra realidad, que los frailes sin cabeza, no andaban en los cerros pues en ellos habitaban los apus, unos espíritus buenos que protegían a todos, que el infierno y los diablos no estaban en el ukhu pacha, el mundo de abajo, poblado por las illas o madres de los animales, alpakitas blancas con patitas de oro, poronqoes de chalecos floridos y tortolitas tiernas, y que el cuento del condenado no asustaba a nadie, debiendo enterarme que ella estaba allí para espantarlo con un k’intu, que era un manojo de tres hojitas de coca. Así sobrepuso el mundo mágico del Ande al que me habían creado, enseñándome a conocer sus valores.
El viaje con Kukuli  a Huaro fue de añoranza. Visitamos a mi padre en la cripta de Kaninkunka y en la iglesia me ayudó a buscar al Lanlaku en los murales de Tadeo Escalante, mostrándome al hombrecillo de cuatro caras, guardián del cielo.
Alfonsina Barrionuevo

lunes, 22 de julio de 2019



HAY QUE LEER A SONIA

Hace unos días una joven comunera de Chinchero declaró que estaba asistiendo a la destrucción de su mundo al contemplar las obras de construcción de un aeropuerto internacional. Ese mismo sentimiento lo tenemos miles de cusqueños. También millones de peruanos. Todos los que no estamos de acuerdo con este proyecto. A continuación un excelente artículo de Sonia Goldenberg sobre el asunto en el New York Times.



Machupiqchu innecesariamente en peligro

Por SONIA GOLDENBERG

The New York Times, 16 de julio de 2019



CUSCO, Perú — El pueblo andino de Chinchero, que se encuentra sobre el valle de Urubamba, es uno de los paisajes más hermosos que existen. Las majestuosas terrazas hechas por los incas se extienden hacia la vasta meseta. Sembradíos de quinua, amaranto, papa y maíz forman un tapiz de tonalidades verdes, rojas y doradas. Las extensas vistas de los picos cubiertos de nieve, conocidos como Apus, el nombre dado a los espíritus de las montañas en la mitología inca, dominan el horizonte.

Sin embargo, el presidente Martín Vizcarra está decidido a destruir este lugar sagrado. Las excavadoras comenzaron a limpiar el terreno en enero para construir un aeropuerto internacional en Chinchero. Este proyecto dudoso dañaría de manera irreparable el corazón de la civilización inca. Sus sitios arqueológicos ancestrales y su abundante flora y fauna se verían afectados por el ruido, el tráfico, la contaminación y la urbanización descontrolada.

Resulta desconcertante por qué alguien elegiría construir un aeropuerto “internacional” de miles de millones de dólares en este lugar idílico cercano a las nubes. A una altitud aproximada de 3760 metros a una altitud que rebasa la del aeropuerto de Cusco por más de 300 metros, que se encuentra a unos 30 kilómetros de ahí—, sería uno de los aeropuertos comerciales situados a mayor altitud. Las montañas que rodean Chinchero, sin mencionar la neblina, los vientos cruzados y las granizadas habituales en estas altitudes pueden hacer que sea peligroso despegar y aterrizar.

Una oleada de artículos en revistas científicas y de viajes han condenado el proyecto. Casi doscientos arqueólogos, historiadores y antropólogos peruanos y de otras partes del mundo le han enviado cartas a Vizcarra en las que lo exhortan a cancelar el proyecto. Incluso la exministra de Cultura, Ulla Holmquist, firmó una petición de Change.org en contra del proyecto.  

Las críticas que ha despertado este aeropuerto en todo el mundo no son una sorpresa; la antigua ciudadela de Machu Picchu, que se encuentra en la región de Cusco, fue elegida en 2007 como una de las Siete Nuevas Maravillas del Mundo. Es uno de los pocos ejemplos que sobreviven de la extraordinaria arquitectura paisajista de los incas. Se construyó hace seis siglos y después fue abandonada. Luego, un explorador estadounidense, Hiram Bingham, la redescubrió todavía intacta en 1911. El sitio atrae hasta a 5600 visitantes diarios, más del doble de los 2500 que recomienda la Unesco.  El nuevo aeropuerto podría cuadruplicar el número de turistas: de 1,5 millones a 6 millones de personas al año, lo cual podría significar una carga letal de 22000 visitantes al día, casi diez veces más del límite establecido por la Unesco.  

La Unesco ya no puede permanecer impasible ante un coro en aumento de indignación mundial. Debería añadir a Machu Picchu en la Lista del Patrimonio de la Humanidad en Peligro hasta que Perú cumpla su compromiso de conservar la reliquia precolombina más importante del continente americano.  

Resultado de imagen para chinceroLa idea de construir un aeropuerto en Chinchero se remonta a 1980, cuando un prominente senador y terrateniente de Cusco con vastos terrenos cercanos convenció al presidente de ese momento, Fernando Belaúnde, de la necesidad de hacerlo. Belaúnde casi muere durante un vuelo de observación en 1981. Según el piloto, el coronel Jorge Manrique, el proyecto fue desechado después del incidente. Sin embargo, la aspiración de construir un aeropuerto en Chinchero no desapareció. El presidente Vizcarra respaldó ese proyecto insensato con la idea de ganar apoyo en el sur de Perú, donde tiene bajos índices de aprobación.  

El país tiene sitios arqueológicos espectaculares, en especial en la costa norte, paisajes majestuosos en la cordillera de los Andes y una enorme extensión de reservas naturales no exploradas en el Amazonas. En lugar de otro aeropuerto, Perú debería desarrollar prácticas turísticas sostenibles e invertir en infraestructura para que esas áreas sean más accesibles.

Perú es cuna de una de las civilizaciones más antiguas, junto con Egipto, Mesopotamia, China, India, Guatemala y México, pero parece que los peruanos se han propuesto arruinar en una generación lo que los conquistadores españoles no pudieron destruir en trescientos años de gobierno colonial. A solo tres cuadras de la plaza principal de Cusco, en la que alguna vez fue la capital del Imperio del Sol, se construyó un monstruoso hotel de siete pisos, en evidente violación de las normas de patrimonio cultural de la ciudad, frente a las oficinas locales del Ministerio de Cultura. Tras las protestas, la construcción se detuvo en 2015, pero los constructores ya habían destruido preciosos muros de piedra incas. A pesar de las amenazas de despojar a Cusco de su designación como Patrimonio de la Humanidad, el hotel a medio terminar todavía sigue en pie y sus propietarios aún deben pagar una multa. 

La construcción del aeropuerto podría diezmar la cuenca del laguna Piuray, una fuente de agua fundamental para Cusco. También dividiría a Chinchero en dos y dejaría la escuela y el centro de salud del lado donde vive poca gente.

No se ha consultado a las comunidades de Chinchero sobre el impacto que el aeropuerto tendría en su manera de ganarse el sustento. No han tenido la oportunidad de expresar sus preocupaciones. Antes de la reforma agraria  de principios de los setenta, que otorgó derechos de tierra a los pueblos indígenas, las poblaciones rurales en los Andes seguían siendo explotadas por una minoría privilegiada que poseía la tierra. No obstante, el país todavía no se ha congraciado con sus raíces indígenas. En la actualidad, los derechos de sus pueblos indígenas todavía se violan  en beneficio de unos cuantos corruptos.  

Rocío Cjuiro, una joven mujer de la comunidad de Willa Willa de Chinchero, lloró mientras veía el enorme cráter donde más adelante estará el aeropuerto en la sagrada pachamama, la madre tierra en el idioma quechua. “Mi mundo entero está siendo destruido”, me dijo.

La venalidad alimenta esta mentalidad depredadora. Sin embargo, aunque México, Guatemala y casi toda América Latina, incluidos Colombia, Ecuador y Bolivia —los países vecinos de Perú—, también son naciones corroídas por la corrupción endémica, hacen un mejor trabajo en conservar sus monumentos y tesoros históricos. Los peruanos estamos orgullosos de nuestra gastronomía y de nuestro equipo de fútbol, pero no respetamos nuestro pasado. El país debe adoptar políticas estatales estrictas y firmes para proteger y preservar su legado arqueológico para las generaciones futuras.
Sonia Goldenberg es periodista y documentalista peruana

domingo, 14 de julio de 2019


VIAJE A LA RAÍZ

Entramos a julio y tuve a Kukuli sentada en el sofá pequeño, con una sonrisa de primavera. No podía imaginar qué estaba haciendo en su laptop. Levantaba la cabeza, me miraba y de pronto sacó de ella, sonriente, pasajes para el Qosqo, con destino a Huaro, para mí, su hermana Vida y ella. Fue una sorpresa y esta Lima fría se derritió con el fuego que destelló en sus ojos. Un viaje inolvidable a los murales de Tadeo Escalante, los árboles de pisonai de la plaza con pavitos escarlatas, la visita a Kaninkunka, donde descansa mi padre, y nuestras miradas prendiéndose en las aguas de la laguna de Urcos donde reverbera una leyenda, la gruesa cadena de oro que Wayna Whapaq mandó forjar para celebrar el nacimiento de su hijo Waskar Inka. Ni siquiera un respiro. A volar y un poco de turbulencia que se dominó mirando el ala de acero del avión por la ventana, que se movió como si estuviéramos sentadas sobre el lomo de un potro indómito. En la ciudad sagrada de los Inkas almorzamos un delicioso cordero deshilachado en la trattoría de Plateros y al día siguiente vino el taxi para el viaje a la raíz.   

Imagen relacionadaAllá el mismo problema que en Lima. La salida por la carretera al antiguo Qollasuyu se prolongó por el excesivo movimiento vehicular y cuarenta y cinco kilómetros se hicieron en más de media hora. El tiempo de paciencia sirvió para recordar en  San Sebastián a Diego Qespe Titu, el prolífico pintor inka que llenó con sus pínturas la iglesia que se quemó hace unos tres años. Su casa coronada con ventanas y columnas está frente a la plaza. Debía declararse monumento nacional como cuna de la Escuela Cusqueña de Pintura. En San Jerónimo a sus entusiastas devotos que recortaron siglos atrás la imagen del santo varios centímetros, para que pudiera salir de la iglesia, descubriendo con asombro que tenía en su interior monedas de oro puro, su alma de metal. Según dicen detrás de su altar principal cubrieron también con oro el barro del primigenio que continúa desvestido por el que tiene de madera. 
Saliendo por la Angostura, donde rompió su dique y desaguó el lago Morkill, se podía ver el caserío de una hacienda, cuya dueña prefería que sus cosechas se hicieran polvo en sus graneros antes que venderlas a los pueblos, seguimos a Oropesa. El pueblo, fundado por el virrey Toledo,  nos llamó con el olor de sus hornos de chutas, molletes, rejillas y panes de hurk’a. Al regreso compramos unas piezas con Victoria Cano, quien es parte de la familia desde que mis hijas eran chiquillas. Kukuli saboreó una costra, llena de añoranza.

Resultado de imagen para laguna de urcos cuscoAl enfilar hacia Huaro vimos los totorales y la plácida laguna de Wakarpay que en ciertas noches se anima con la ´población de espíritus del agua, Mama Yaku. Se les pide que vuelvan realidad los sueños tendiendo una manta con k’intus de coca, granos dulces de maíz, kinua, naranjas, claveles, hojitas de pan de oro y pan de plata. Por allí tienen sus albergues subterráneos centenares de poronqoes, parientes lejanísimos de los kuyes que ahora consumimos al horno con sabrosos tamalitos. Por algún lado debe quedar un molle de trescientos años más o menos que robustecieron inusitadamente su tronco patricio en cuyas ramas florecen racimos de uvillas rosadas. Yawar Waqaq, el Inka que lloró sangre, tuvo su palacio de elevados muros donde cuelga la qaqachuqcha, una especie silvestre de salvajina que usan para sus atuendos los saqsas, bailarines de la roca. En el Museo Inka vi más de una vez una figulina representando el pozo donde aquel se bañaba en barro termal, sobresaliendo solo su cabeza con el llautu imperial.
Me hubiera gustado ir más allá en el relato del viaje que salió de la laptop de Kukuli, pero lo dejo para el próximo blog. Una traqueítis me obliga al reposo que espero termine en unos días. 

En Andahuaylillas, la Capilla Sixtina, como acostumbran llamarla por sus pinturas, es bueno recordar al presbítero Juan Pérez de Bocanegra, quien  no podía creer que en aguas subterráneas flotaran las estrellas, según le confesaban sus feligreses andinos. Por supuesto que las estrellas relucen en todos los cielos y aguas escondidas del Perú. No las ven quienes no lo quieren.
Alfonsina Barrrionuevo

lunes, 8 de julio de 2019


LA MIEL DE LA TIERRA

Los alquimistas de la Edad Media buscaron hasta el delirio una fórmula para obtener el oro filosofal y la receta para convertir el agua en fuente de la eterna juventud. Ya no se sigue buscando un elixir maravilloso. Los  científicos han optado por otras fórmulas para hacerle frente al tiempo.

Sin embargo es un enigma cómo Wayna Qhapaq, entre los Inkas, conservó cierta tersura de la piel hasta la muerte. A los cronistas que vieron su momia les sorprendió descubrir su rostro intacto, quedando desmentida la historia de que murió de viruelas. Sobre el particular el ingeniero Daniel Reinoso, del Centro Internacional de la Papa (CIP), me explicó hace algún tiempo que el camote, tubérculo prehispánico, se distingue por sus altas propiedades antioxidantes.  Es rico en fenoles, antocianinas, betacaroteno y alfatocoferol, además de carbohidratos. Puede ser que los Inkas y Wayna Qhapaq en especial lo usaran en su dieta cotidiana. En Lima se les da  a los perros y se advierte la brillantez que adquiere su pelaje.
El arqueólogo Federico Engel decía que kumara, el camote, es oriundo del Perú y lo usaron sus antiquísimos habitantes. Sus tubérculos no fueron una tentación. Se trataba de miniaturas, del tamaño de una pasa, y habrían sido descubiertos en las cuevas de “las Tres Ventanas” del cañón de Chilca, al sur de la chala, unos setenta kilómetros de Lima y una altitud de 2,800 metros sobre el mar. Para aumentar su tamaño los antiguos peruanos trabajaron miles de años en sus ‘‘laboratorios.’’
Su domesticación se inició, según calculan Ronald Ugent y Lina W. Peterson,  cuando grandes extensiones de América del Norte y del Sur, así como de Europa, estaban aún bajo capas de hielo. En el siglo pasado se registra que ayudó a mitigar el hambre de los japoneses después de la Segunda Guerra Mundial.” Aporte invalorable.
El tubérculo, que aparece también en otras partes de América, tiene en el Perú alrededor de unas 500 variedades. Los españoles cambiaron su nombre. Le llamaron camote en nahualt, en lugar de apichu y kumara, como se le conocía.

Imagen relacionadaLas virtudes de sus raíces dulces son más apreciadas en el extranjero, donde un día puede pasar de comestible a combustible. Según los investigadores es una gran fuente de etanol. Un  tipo de  alcohol que mezclado con la gasolina puede servir, mientras que se elabora pintura de su almidón. 
El Inka Garcilaso lo consignó entre las especies nativas de primer orden. “Los españoles, escribió, le llaman batata, y los nativos apichu y kumara, y hay hasta de cinco colores,  colorados, blancos, amarillos y morados.” Para nosotros el camote o boniato sigue siendo la miel de la tierra. Antes era frecuente encontrar en las calles del centro de Lima, vendedoras de camotes asados, derramando su oculta ambrosía. Al horno se come hasta con la cáscara.

La primera forma de preparar el camote fue mediante el fuego. Lo colocaban sobre los leños y los comían un poco chamuscados, pero siempre almibarados. Ellos se adelantaron a la watia y a la pachamanka. Ugent señala que existen reservas silvestres ancestrales que se dirigieron a los bosques húmedos de Sudamérica.
Sus hojas, mencionó el ingeniero Reinoso, tienen efectos lactogénicos, incrementando la producción de leche materna. Basta un hervor y están listas para acompañar cualquier plato. Para el caso el seviche es un ejemplo. El camote, en general, aporta minerales y calorías para los niños.

Reinaga me comentó que los japoneses establecieron el “Día Nacional del Camote”, en reconocimiento a su ayuda. “Es increíble, agregó, que tengan un circuito turístico que enlaza a las principales zonas productoras. Lo promueven los industriales que fabrican un licor, el shoshu de camote, que es el segundo en su preferencia después del sake. También lo usan como base de fideos, panes, galletas, hojuelas, gelatinas, mazamorras y hasta helados. En Tokio venden esos productos con un papel escrito en inglés donde dice que es delicioso, y entregan al comprador una tarjeta que reza: “Es saludable y ayuda a prevenir el cáncer”. A nosotros nos faltarían días para celebrar a los alimentos que entregamos al mundo. Mientras los peruanos consumimos siete kilos de camote al año por cabeza, en Papúa y  Guinea llegan a cien kilos demostrando que lo quieren.
Aquí el camote florece desde el nivel del mar hasta los 2,200 metros de altitud, y puede dar dos cosechas al año. En importancia es el sexto cultivo a nivel mundial. Solamente en China su producción bate records, mientras que que en el Perú, su patria, avergüenza decirlo, es de solo miles.
¡No merecemos su dulzura!

Alfonsina Barrionuevo