VIAJE
A LA RAÍZ
Entramos
a julio y tuve a Kukuli sentada en el sofá pequeño, con una sonrisa de primavera.
No podía imaginar qué estaba haciendo en su laptop. Levantaba la cabeza, me miraba
y de pronto sacó de ella, sonriente, pasajes para el Qosqo, con destino a Huaro,
para mí, su hermana Vida y ella. Fue una sorpresa y esta Lima fría se derritió
con el fuego que destelló en sus ojos. Un viaje inolvidable a los murales de
Tadeo Escalante, los árboles de pisonai de la plaza con pavitos escarlatas, la
visita a Kaninkunka, donde descansa mi padre, y nuestras miradas prendiéndose
en las aguas de la laguna de Urcos donde reverbera una leyenda, la gruesa cadena
de oro que Wayna Whapaq mandó forjar para celebrar el nacimiento de su hijo
Waskar Inka. Ni siquiera un respiro. A volar y un poco de turbulencia que se dominó
mirando el ala de acero del avión por la ventana, que se movió como si
estuviéramos sentadas sobre el lomo de un potro indómito. En la ciudad sagrada
de los Inkas almorzamos un delicioso cordero deshilachado en la trattoría de
Plateros y al día siguiente vino el taxi para el viaje a la raíz.
Allá
el mismo problema que en Lima. La salida por la carretera al antiguo Qollasuyu se
prolongó por el excesivo movimiento vehicular y cuarenta y cinco kilómetros se
hicieron en más de media hora. El tiempo de paciencia sirvió para recordar en San Sebastián a Diego Qespe Titu, el prolífico
pintor inka que llenó con sus pínturas la iglesia que se quemó hace unos tres
años. Su casa coronada con ventanas y columnas está frente a la plaza. Debía
declararse monumento nacional como cuna de la Escuela Cusqueña de Pintura. En San Jerónimo a sus entusiastas devotos que recortaron siglos
atrás la imagen del santo varios centímetros, para que pudiera salir de la iglesia,
descubriendo con asombro que tenía en su interior monedas de oro puro, su alma
de metal. Según dicen detrás de su altar principal cubrieron también con oro el
barro del primigenio que continúa desvestido por el que tiene de madera.
Saliendo
por la Angostura, donde rompió su dique y desaguó el lago Morkill, se podía ver
el caserío de una hacienda, cuya dueña prefería que sus cosechas se hicieran polvo
en sus graneros antes que venderlas a los pueblos, seguimos a Oropesa. El
pueblo, fundado por el virrey Toledo, nos llamó con el olor de sus hornos de chutas,
molletes, rejillas y panes de hurk’a. Al regreso compramos unas piezas con Victoria
Cano, quien es parte de la familia desde que mis hijas eran chiquillas. Kukuli
saboreó una costra, llena de añoranza.
Al
enfilar hacia Huaro vimos los totorales y la plácida laguna de Wakarpay que en
ciertas noches se anima con la ´población de espíritus del agua, Mama Yaku. Se
les pide que vuelvan realidad los sueños tendiendo una manta con k’intus de
coca, granos dulces de maíz, kinua, naranjas, claveles, hojitas de pan de oro y
pan de plata. Por allí tienen sus albergues subterráneos centenares de poronqoes,
parientes lejanísimos de los kuyes que ahora consumimos al horno con sabrosos tamalitos.
Por algún lado debe quedar un molle de trescientos años más o menos que
robustecieron inusitadamente su tronco patricio en cuyas ramas florecen racimos
de uvillas rosadas. Yawar Waqaq, el Inka que lloró sangre, tuvo su palacio de elevados
muros donde cuelga la qaqachuqcha, una especie silvestre de salvajina que usan
para sus atuendos los saqsas, bailarines de la roca. En el Museo Inka vi más de
una vez una figulina representando el pozo donde aquel se bañaba en barro
termal, sobresaliendo solo su cabeza con el llautu imperial.
Me hubiera
gustado ir más allá en el relato del viaje que salió de la laptop de Kukuli,
pero lo dejo para el próximo blog. Una traqueítis me obliga al reposo que
espero termine en unos días.
En Andahuaylillas,
la Capilla Sixtina, como acostumbran llamarla por sus pinturas, es bueno
recordar al presbítero Juan Pérez de Bocanegra, quien no podía creer que en aguas subterráneas flotaran
las estrellas, según le confesaban sus feligreses andinos. Por supuesto que las
estrellas relucen en todos los cielos y aguas escondidas del Perú. No las ven
quienes no lo quieren.
Alfonsina
Barrrionuevo
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