EL QOSQO
DEL INKA CRONISTA
El Inka Garcilaso abrió los ojos al
mundo el 12 de abril de 1539 y en 1560, el
año de su partida a la península, el Qosqo se había modificado de tal modo que
de volver los Inkas no la hubieran reconocido. Su orgullo se había hecho
cenizas. Los veintisiete años que cayeron sobre ella como plomo ardiente la
barrieron de la memoria de sus calles. Por eso la imagen de la ciudad que se llevó el Inka cronista fue más
española y menos inka.
Allá, en tierra ajena, el tiempo
pasó en ráfaga sobre sus días. Se le acabaron sus fondos y tras varios años
quiso que la Corona reconociera a su progenitor, el capitán Sebastián
Garcilaso, por haber estado en la conquista de las Indias, y a sí mismo por
haber servido bajo las banderas del rey, pero no tuvo éxito. En principio su
idea fue gozar de unas tierras, una
encomienda o ejercer un cargo en el Perú, pero
fracasó en sus gestiones. Ni
siquiera le quedó el nombre, Gómez Suarez de Figueroa, que ya detentaba un
familiar paterno y se lo quitó. Entonces, venció su timidez y adoptó el materno de Inka, con todo
derecho, y le sumó el de Garcilaso.
Al lanzarse a escribir justificó su
acción afirmando que siendo de Qosqo
estaba obligado a enunciar cuanto sabía de aquella ciudad que fue ‘madre y
señora’ de un imperio’. Sin embargo no mencionó que los Inkas eran sus
antepasados. En el tintero se guardó que la palla Chinpu Oqllo, autora de su
vida, pertenecía a la nobleza imperial
Durante su infancia estuvo cerca de
su madre hasta los diez años, aprendiendo a hablar el qechwa y a manejar los
khipus, escuchando a veces las confidencias llenas de añoranza de sus tíos.
Enseguida se quedó con su padre cuando tuvo que contraer matrimonio con la
española Luisa Martell de los Ríos. Este no solo desalojó a la palla de la casa
de Oñate, sino que la casó con un tal Pedroche.
Entre tanto la destrucción del
Qosqo fue más allá de lo material porque quisieron arrancar su imagen de raíz.
En los ‘Comentarios Reales de los Inkas’ volvió sobre sus pasos para evocar sus
mejores años y capturar, salvando la distancia, la historia de los Inkas. Para
el efecto le sirvió sostener una nutrida correspondencia con familiares y
amigos, así como los manuscritos que
llegaron a sus manos. De la casona donde vivió, solo citó el ‘corredorcillo con
arquerías que daban a la calle’, desde el cual avistaba los juegos de sortijas
y cañas de los españoles. El mirador de
Qolqanpata, donde iba a menudo, le permitió contemplar la transformación del
Qosqo todos los días, mientras pasaba de la niñez a la adolescencia y luego a
la pubertad. En los cerros del fondo, hacia el sur, estaba el sagrado
Ausanqati* posado a semejanza de un cóndor de nieve con alas de piedra. A la
sazón el lugar era residencia de
Paullu Thupa Inka, hijo de Wayna Qhapaq.
Su galpón techado podía albergar por su amplitud unas decenas de visitantes
cuando diluviaba.
Qolqanpata, en el camino a
Saqsauma, era un balcón suspendido sobre el valle, desde el cual Manko Qhapaq
definió la ubicación del Qorikancha y donde Pachakuti mandó edificar el precioso templete para Ayar Auka, quien
perdió allí sus alas míticas y se petrificó. Los sacerdotes lo evocaban en recintos al aire libre que conservan hasta
hoy sus muros de bloques simulando margaritas incrustadas en la piedra. Por esa
razón el hijo de Chinpu Oqllo lo enumeró como el primero de los barrios
cusqueños.
A medida que el tiempo volaba el
cronista se daba cuenta de que el Qosqo en que vivió no era el mismo de los
Inkas. De Qasana, el palacio de Wayna qhapaq, recordaba solo unos muros de
pasmoso pulido que dividían muchos
aposentos. Su galpón que medía doscientos pasos de largo y sesenta de ancho,
podía albergar unos sesenta jinetes a caballo para jugar cañas. Su techo
causaba asombro por lo grande y como asentaron sobre sus muros juegos de maderas atadas con sogas de paja. Ante sus ojos los
españoles terminaron de derribarlo para hacer tiendas y portales con arcos.
Con tanta ruina las referencias del
inka Garcilaso sobre la Aukaypata o Haukaypata fueron mínimas. Si escuchó que
Illapa, el Trueno, se bañaba en una de sus calles adyacentes no le dio
importancia y al escribir se esforzó en un mundo que no era suyo para enlazar
sus recuerdos con aquello que fue reuniendo en su postrer afán de completar su
visión de la ciudad sagrada.
Alfonsina
Barrionuevo