domingo, 29 de julio de 2018


EL QOSQO DEL INKA CRONISTA

El Inka Garcilaso abrió los ojos al mundo el 12 de abril de 1539 y en 1560, el año de su partida a la península, el Qosqo se había modificado de tal modo que de volver los Inkas no la hubieran reconocido. Su orgullo se había hecho cenizas. Los veintisiete años que cayeron sobre ella como plomo ardiente la barrieron de la memoria de sus calles. Por eso la imagen de la ciudad que se llevó el Inka cronista fue más española y menos inka.
Allá, en tierra ajena, el tiempo pasó en ráfaga sobre sus días. Se le acabaron sus fondos y tras varios años quiso que la Corona reconociera a su progenitor, el capitán Sebastián Garcilaso, por haber estado en la conquista de las Indias, y a sí mismo por haber servido bajo las banderas del rey, pero no tuvo éxito. En principio su idea fue  gozar de unas tierras, una encomienda o ejercer un cargo en el Perú, pero  fracasó en sus gestiones. Ni siquiera le quedó el nombre, Gómez Suarez de Figueroa, que ya detentaba un familiar paterno y se lo quitó. Entonces, venció su timidez y adoptó el materno de Inka, con todo derecho, y le sumó el de Garcilaso.

Al lanzarse a escribir justificó su acción afirmando que siendo de Qosqo estaba obligado a enunciar cuanto sabía de aquella ciudad que fue ‘madre y señora’ de un imperio’. Sin embargo no mencionó que los Inkas eran sus antepasados. En el tintero se guardó que la palla Chinpu Oqllo, autora de su vida, pertenecía a la nobleza imperial
Durante su infancia estuvo cerca de su madre hasta los diez años, aprendiendo a hablar el qechwa y a manejar los khipus, escuchando a veces las confidencias llenas de añoranza de sus tíos. Enseguida se quedó con su padre cuando tuvo que contraer matrimonio con la española Luisa Martell de los Ríos. Este no solo desalojó a la palla de la casa de Oñate, sino que la casó con un tal Pedroche.

Entre tanto la destrucción del Qosqo fue más allá de lo material porque quisieron arrancar su imagen de raíz. En los ‘Comentarios Reales de los Inkas’ volvió sobre sus pasos para evocar sus mejores años y capturar, salvando la distancia, la historia de los Inkas. Para el efecto le sirvió sostener una nutrida correspondencia con familiares y amigos, así como  los manuscritos que llegaron a sus manos. De la casona donde vivió, solo citó el ‘corredorcillo con arquerías que daban a la calle’, desde el cual avistaba los juegos de sortijas y cañas  de los españoles. El mirador de Qolqanpata, donde iba a menudo, le permitió contemplar la transformación del Qosqo todos los días, mientras pasaba de la niñez a la adolescencia y luego a la pubertad. En los cerros del fondo, hacia el sur, estaba el sagrado Ausanqati* posado a semejanza de un cóndor de nieve con alas de piedra. A la sazón  el lugar era residencia de Paullu  Thupa Inka, hijo de Wayna Qhapaq. Su galpón techado podía albergar por su amplitud unas decenas de visitantes cuando diluviaba. 

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Qolqanpata, en el camino a Saqsauma, era un balcón suspendido sobre el valle, desde el cual Manko Qhapaq definió la ubicación del Qorikancha y donde Pachakuti mandó edificar el precioso templete para Ayar Auka, quien perdió allí sus alas míticas y se petrificó. Los sacerdotes lo evocaban en  recintos al aire libre que conservan hasta hoy sus muros de bloques simulando margaritas incrustadas en la piedra. Por esa razón el hijo de Chinpu Oqllo lo enumeró como el primero de los barrios cusqueños.
A medida que el tiempo volaba el cronista se daba cuenta de que el Qosqo en que vivió no era el mismo de los Inkas. De Qasana, el palacio de Wayna qhapaq, recordaba solo unos muros de pasmoso pulido  que dividían muchos aposentos. Su galpón que medía doscientos pasos de largo y sesenta de ancho, podía albergar unos sesenta jinetes a caballo para jugar cañas. Su techo causaba asombro por lo grande y como asentaron sobre sus muros juegos de maderas atadas con sogas de paja. Ante sus ojos los españoles terminaron de derribarlo para hacer tiendas y portales con arcos.

Con tanta ruina las referencias del inka Garcilaso sobre la Aukaypata o Haukaypata fueron mínimas. Si escuchó que Illapa, el Trueno, se bañaba en una de sus calles adyacentes no le dio importancia y al escribir se esforzó en un mundo que no era suyo para enlazar sus recuerdos con aquello que fue reuniendo en su postrer afán de completar su visión de la ciudad sagrada.
Alfonsina Barrionuevo

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