domingo, 31 de enero de 2021

 

SEÑORITA OKA

‘El grano de maíz  vive, el cerro vive, la tierra vive’, decía el padre Jorge Lira, -profundo conocedor del sentimiento del hombre de campo-, y agregaba: ‘En la mente de nuestro pueblo además tienen conciencia.’

El sentimiento del munay, ‘el del cariño’, distingue a las plantas y a los animales. Tal ocurre con la oka (oca), (Oxalis tuberosa) Ella se engríe cuando comienza a crecer  en las entrañas de los Andes. En su cuna, que se mece entre los 3.000 y 3,500 metros sobre el nivel del mar, retoza como una niña linda, antes de convertirse en un regalo de los Apus, espíritus tutelares de los cerros.

Su piel es tan delicada y fina que se come sin pelarla. Su caso es semejante al del llakhun (Polimnia pantifolia), pues, no la conocen muchísimos peruanos. Sin embargo, apenas se difunda que combate el paso del tiempo, puede hacerse famosa en el mundo.

El ingeniero Tulio Medina Hinostroza, quien ha dedicado una parte de su vida a estudiar la oka, nos informa que este noble tubérculo nativo tiene antocianina como el maíz morado. Se trata de pigmentos que capturan a los radicales libres o factores que determinan el envejecimiento prematuro en el organismo humano, debido mayormente al estrés.

En Europa y en los Estados Unidos están estudiando con mucho interés estos pigmentos antioxidantes. Hace unos años una investigadora del Museo de Historia Natural de la Universidad de Chicago visitó al INIA, Lima, para conocer el Proyecto de la Oca y el porqué de su diversidad o variabilidad en esta parte de los Andes, así como sus propiedades alimentarias y medicinales.

La presencia de la oka en laderas y hasta cúspides andinas es increíble, porque sobrevive  a las inclemencias de la altura soportando resistiendo el embate de heladas, granizadas y sequías.

El agricultor que sigue técnicas de cultivo y formas de procesamiento milenarias, siembra al mismo tiempo numerosas variedades de la especie, cada cual con capacidad natural para afrontar el azote impiadoso de la naturaleza. De cincuenta que son diferentes, unas quince resistirán la escasez de lluvia. Si el chiqchi o granizo golpea los surcos otras le harán frente. Lo mismo sucede con las heladas. Por eso la oka nunca falta en la dieta andina.

Sus flores jamás dejan de mostrarse en los surcos llenas de vivacidad y alegría. El viento arrastra a veces el inútil polen fertilizador de sus enanos estambres masculinos que nunca pueden alcanzar a los esbeltos pistilos femeninos. Si hay paridad las semillas que producen semejan graciosas pepitas, como diminutas piñas, que los niños hacen reventar en la palma de sus manos.

Que su semilla por el momento no sea viable o no sirva para propagarla no es motivo de preocupación. Hace milenios que el problema fue resuelto por los domesticadores prehispánicos. Ellos descubrieron que el tubérculo de la oka es un tallo modificado donde se almacenan todos los nutrientes, básicamente almidón, azúcares y agua, que le permiten constituirse en semilla.

La oka solamente exige amor. En la cosmovisión andina la naturaleza se humaniza y  ella requiere que se le hable con cariño, que se le trate como parte de la familia, con cuidado, sin maltratos. Cuando los campesinos la ofrecen como lo mejor que tienen, hay que recibirla con la misma atención, pues es un regalo valioso. Si sucede lo contrario ella y se resiente. Al respecto, se cuenta que en Sachapìte, Huancavelica, luego de la cosecha, los agricultores hicieron una fiesta y se olvidaron de las okas. Ante ello, muy dolidas, estas se convirtieron en doncellas de abundantes polleras y coloridas llikllas, y se fueron llorando del lugar. Las lágrimas caían de sus hermosos ojos y corrían por su rostro terso que se había puesto pálido por la tristeza. 

Cieza de León y el Inka Garcilaso, menciona el ingeniero Medina, apreciaron que su consumo era masivo en el Tawantinsuyu. En ella hay una condición de factibilidad, un origen cósmico. Lo entendieron bien los doctrineros hispanos para advertir que era grata en las ofrendas a la tierra, por lo que quisieron hacerla desaparecer. Lo que hizo la oka fue refugiarse donde no les fuera fácil llegar. En 1996, en un enorme esfuerzo hecho  por el INIA se formó una colección de 1,200 muestras de oca acopiadas de todo el Perú a través de las estaciones experimentales de Cajamarca, Puno, Junín, Ayacucho, y Puno. De este conjunto, 715 presentaban diferentes tamaños, formas, colores y sabores. Las más grandes pueden medir  de veinte a veinticinco centímetros.

La señorita oka lleva trajes de acuerdo con su ecotipo o su variedad: blanco, amarillo, rosado y hasta morado, casi negro, la más rica en antocianina. Sus grosores también varían desde una infinita delgadez hasta una rozagante robustez. Las más gorditas y cilíndricas llegan a tener un diámetro de diez centímetros.

La  oka se come cruda y sancochada aunque es particularmente deliciosa luego de varias exposiciones al sol como si hubiese recogido dulzura de los rayos del Apu Inti que la envuelven. Algunas son harinosas, muy ricas. En varios lugares, como Puno, Cusco, Junín, se conserva como un legado ancestral el congelamiento y deshidratación del tubérculo para obtener la khaya, muy parecida a la tunta o chuño de papa amarga. Aunque parezca casi idealizada dicho producto es potente y sirve para hacer dulces y sopas.

En lugares inhóspitos de la Cordillera donde no hay riachuelos y el astro rey es castigador, los caminantes y labriegos suelen llevar consigo un fiambre de oka para refrescarse porque el ochenta por ciento del tubérculo es agua. En esas soledades con su sabor agridulce, según  comenta el ingeniero Tulio Medina, no son necesarios los carbohidratos, sino los azúcares que mantienen la energía.

Sobre lo dicho el director de AgroNoticias, Reunaldo Trinidad, nos cuenta que en 1976 vio en Nueva Zelandia el cultivo de la oka para el Japón donde la consumían principalmente en ensaladas y encurtidos. En consecuencia, gracias a su sabor agridulce, a su producción ecológica y a su rico contenido de carbohidratos, azúcares y antocianinas, la señorita oka está llamada a jugar -como en el antiguo Perú- un papel protagónico en la alimentación sana del país y el mundo.

Es otro prodigio comestible de nuestros Andes.

No se necesita prepararla. Basta solearla hasta que madure bien y se hierve. Suele ser más o menos dulce según el sol haya enriquecido sus antocianinas con sus rayos.

Alfonsina Barrionuevo

lunes, 25 de enero de 2021

 

LOS AYAR LEGENDARIOS

En 1995 la Pachamama Waqaypata Qosqo dijo algo nuevo sobre el Qosqo en una sesión con el altumisayuq Mario Cama, sacerdote andino natural de Q’atqa, Quispicanchi.

‘Mucho antes de que llegaran los Inkas había en este sitio una qocha o laguna. Hasta que un día sus aguas se fueron y el lugar se convirtió en un pantanal. Yo estaba sentada en el centro de una piedra y  por eso  me dieron el nombre de Pachamama Qosqowanka, ‘mujer sentada en el ombligo de la piedra’. Sus primeros pobladores, mis hijos, fueron wallas y willus, quienes vinieron de muy lejos. Los inkas rellenaron los pantanos con tierra que trasladaron de varias partes y edificaron sus viviendas. Eso era poder.’

En 1911 el geólogo Herbert Gregori y el osteólogo George Eaton de la Universidad de Yale, USA, acompañantes de la expedición de Hiram Bingham, encontraron en el valle de Qosqo restos fósiles. Su estudio determinó la existencia de un lago,  en el Periodo Pleistoceno de la Era Cuaternaria, al que llamaron Morkill en reconocimiento de un empresario que les habría prestado  apoyo con provisiones y acémilas. La Pachamama mencionó la qocha en la sesión de Cama.

El cronista Juan Diez de Betanzos se adelantó a otros recolectores de datos cuando descubrió aspectos tempranos del Qosqo que son como una campanada. Según dijo, cuando aún no estaban en el lugar los orejones inkas había un pequeño pueblo de casas ruines cuyo jefe era Alkavika.  Aquel señor los recibió con mucho contento, les ofreció su amistad y se mudó junto a las ciénagas. No se conoció como se había acomodado en el lecho irregular y cuánto sufrieron en un ambiente tan inhóspito.

Betanzos, esposo de la noble palla Kusirimay Oqllo, debió sentirse en sorprendido al enterarse de como fue el origen de los Inkas. ´La tierra se abrió en Paqareqtanpu, ‘la Posada del Amanecer’, Paruro,  y sus antecesores salieron a gatas de una cueva. Algo sin precedentes porque, aunque se arrastrar hacia el exterior entendió que eran gentes muy poderosas. ‘Ayarcache y su mujer Mamaguaco, Ayaroche y su mujer  Mamacura, Ayarauca y su mujer Raguaocllo y Ayar Mango y su mujer Mama Oqllo’

Al enterarse de sus cuantiosas riquezas el oscuro soldado debió quedarse obnubilado. Su informante le contó de su prestancia, de cómo se aparecieron relumbrantes con sus vestiduras y bolsas de oro, armados con alabardas de oro. Las mujeres igualmente, ataviadas ricamente, con prendedores de oro muy finos, llevando ollas, cántaros, escudillas y vasos también de oro.

En la caminata, que duró jornadas innumerables  que llevaron a cabo  por algún designio secreto, Ayar Kachi, el primer hermano, hizo tales demostraciones de fuerza, asustando a la gente de las comarcas por donde pasaban,  que preocupados lo devolvieron a la cueva. Inventaron una estratagema y se cuidaron de que nunca pudiera escapar. En Wanakaure Ayar Uchu se trepó a una waka y ésta indignada lo petrificó. Ayar Awka, a quien le crecieron alas recibió una orden solar de que a reconocer el valle telúrico. Obedeció y al descansar en Qolqanpata, indica el cronista, se convirtió también en piedra. Al cuarto hermano, Ayar Manko,  le tocó fundar el Qosqo. Estaba dispuesto que sería el primer inka con el nombre de Manko Qhapaq, señor todopoderoso.  

La importancia de los Ayar, quienes fueron extraídos de la crónica de Betanzos, está dada por la posible evocación de sus recorridos en  en Machupiqchu de Paqareqtanpu y Wanakaure. Hay otros pasajes históricos coincidentes.

Acerca de los fundadores del Qosqo se consignan varias leyendas. La clásica de Manko Qhapaq y Mama Oqllo que habrían salido del lago Titiqaqa; a la que se suman Inkari y Qollari, que fueron creados por Ruwal en la región Q’ero; y, la de Mama Lloqlla, que llegó a Chinchero, cuando la tierra estaba en tinieblas. Ella dio a luz en el poblado a su hijo Malqo quien, más tarde,  se casó con la doncella Pitusilla y tomó el nombre de Manko Qhapaq. 

Aparentemente Pachakuti Inka Yupanki consideró que los Ayar o Ayara fueron sus antepasados y como tales dio categoría de wakas a los dos cerros que recordaban su salida y su paso. Estos sucesos fueron memorables para él. En el Warachiku los jóvenes de la nobleza que habían llegado a cierta mayoría de edad y aspiraban a ser guerreros tomaban parte en una serie de pruebas. Al término de ellas iban a Wanakaure para hacer sus ofrendas.

En ‘Suma y Narración de los Inkas’ el americanista Tom Zuidema escribió que Alkavika o o Alkawisa, jefe de los primeros habitantes del Qosqo, recibió con simpatía al último de los Ayar y su comitiva. Al verles les concedió supremacía por el brillo del oro que rutilaba en sus trajes, en sus armas y otros aderezos, e igualmente ´porque Ayar Manko dijo que eran ‘hijos del Sol’. Dio a su hija en matrimonio  a su heredero.   

Ambos pasaron buenos momentos hasta que Alkawisa murió y la sobrevivencia de su pueblo se fue haciendo difícil. El deterioro de sus vínculos de amistad creó una distancia insalvable. Andando el tiempo los Inkas se entregaron a realizar mejoras para extender su posesión.

Se ha hecho una tradición señalar Qolqanpata, residencia inka que levanta su original arquitectura en la plaza de San Cristóbal, como el palacio de Manko Qhapaq. Los siglos llueven sobre las puertas ciegas de doble jamba alineadas en su andén, donde montaban guardia sus los guerreros.

Juan Polo de Ondegardo menciona que ‘la cuarta guaca del cuarto ceque del Chinchaysuyu se llamaba Colcanpata y era la casa de Paullu Inca, donde estaba una piedra por ídolo, que adoraba el ayllo de Andasaya; y el origen que huvo fue haberla mandado adorar Pachacutic Inca, porque dijo que cierto señor se había convertido en dicha piedra.’

Dio a conocer también que, ‘en el sexto ceque del Qollasuyu la primera (guaca) era un buhío llamado Tanpocancha’ que estaba en el sitio de Manso Sierra de Leguisamo’, que fue morada de Manko Qhapaq. . …’No sería extraño que el markayoq, o fundador del Qosqo, hubiera vivido en ambos sitios, primero en uno y después en el otro. 

A Manko Qhapaq le sucedió su hijo Sinchi Roqa y siguieron sucesivamente sus descendientes hasta Kusi Yupanki, quien nació en Kusikancha. Este señor emprendió varias campañas sojuzgando a los Ayarmaka Ayllu y otros señoríos del Valle del Willkamayu o Vilcanota, surcado por un río que nace de una lágrima solar desprendida del nevado Khunurana, en Santa Rosa, Puno.

Alfonsina Barrionuevo

domingo, 17 de enero de 2021

 

LA ESENCIA DEL KAMAQEN

María Rostorowski me habló de que el nombre de Pachakamaq, el gran santuario de Lima, venía en realidad de pacha kamaqen, centro religioso donde estaba ‘la esencia de la tierra’. El crédito se desprendía del prestigio que le daban sus numerosos sacerdotes que eran oráculos vivientes, según decía el monseñor arqueólogo Pedro Villar Córdova. Los sunquyoq, expertos en descubrir arcanos en el corazón de las gentes; los mosqoq, que interpretaban el contenido de los sueños; los wamaq, que eran filósofos  y descifraban los secretos del tiempo. Así, muchos más. Ellos absolvían todo tipo de consultas de los peregrinos, que esperaban largo tiempo para ser atendidos. A mí me pareció que la definición podía ser exacta para Qosqo, donde estaba el kamaqen de su mundo.

Ella me dio la punta del ovillo y me guió a fray Domingo de Santo Tomás,  quien menciona la palabra kamaqen y su contenido en una “Plática para todos los yndios del Perú”, que fue escrita en qechwa y publicada en Valladolid, en 1560. Kamaqen, algo así como la fuente de una gran fuerza vital, invisible, que se desprendía, se arrancaba, desde muy adentro de un lugar, de un ser humano o de un objeto,  para transmitirse a otros.

Si se mira bien el hecho de que la ciudad emperadora tuvo el relieve de un felino, el puma, recostado en el lecho de un antiquísimo lago, se descubre un propósito largamente pensado. Que fuera recipiente de una imponente sacralidad. Aquella que le iban a dar trescientos cincuenta y tantas wakas, templos o sitios religiosos, que estaban dispuestos a lo largo de cuarenta y dos seqes o líneas que partían, figurativamente, del Qorikancha y sus cercanías, y se iban abriendo varios kilómetros a medida que se alejaban.

Rostworowski cuenta que un viejo del villorrio de Acos, acusado de ser hechicero, declaró en 1665 que “… los mallquis y camaquenes de los indios ablaban y daban respuestas de lo que preguntaban quando les hacían sacrificios.”

John Rowe reconoció en 1946 que ese sistema estaba admirablemente adaptado para el registro de los khipus, usados por los Inkas como ayuda memoria para almacenar una información compleja. “En cada seqe las wakas están enumeradas en forma constante. Se empieza por la más cercana a Qorikancha y se termina con la más alejada de este templo.”

No deja de ser portentoso que los elementos de la naturaleza, el cosmos y otros compartieran, con los señores de Qosqo, sus edificios o cercados, sus calles y sus plazas. En ellos estaba presente el inconmensurable poder del kamaqen que recibió Inka Yupanki, en Machupiqchu, y que quiso transmitir a su ciudad.

Las wakas “vivían” con ellos y tenían a su lado sus moradas, primorosamente labradas. Un espacio donde ocupaban tronos o tianas con suntuosos aderezos, así como un menaje reluciente de piezas de oro para sus ceremonias. En torno a las wakas principales se movía una población de sacerdotes wakakamayoq, “ministros” y servidores. Como tenían que gozar de su dedicación absoluta disponían de muchas propiedades. Ya de tierras fértiles, ya de rebaños de camélidos, que proveían cuanto pudieran menester.

Aunque resulte incongruente, sin el morbo de los perseguidores de idolatrías, en su deseo de convertir la población avasallada a una nueva religión;  y el afán de los cronistas por conocer la historia de los Inkas, los datos sobre sus sitios sagrados hubieran acabado incinerados en el fuego del olvido. 

Los primeros, aprendiendo el qechwa y el aimara para un control directo, quisieron hacerlos desaparecer. Su esperanza era conquistar, a la fuerza, a una feligresía que querían sumisa. Por paradoja lo que lograron, desde sus púlpitos o tribunas eclesiásticas, fue salvar la existencia  de muchas  creencias para el futuro.

Los otros, aprovechando la preeminencia de sus títulos o cargos,  trataron incesantemente de hacer crecer la subestima entre sus descendientes, como si fueran personas de segunda clase. Su acción tuvo un efecto discriminador que persiste; aunque, entre líneas, se filtre la aceptación de su genialidad.

Nuestras culturas siguen sorprendiendo al mundo al reaparecer, en las últimas décadas, con mayor frecuencia en los Andes. Sus extraordinarios hallazgos despiertan orgullo, sentimiento que estaba adormecido. Son una muestra de resistencia, comparable a la que sostiene la naturaleza que lucha, por sobrevivir. En el Perú nuestras ocho regiones son únicas por su inestimable y biodiversa herencia, retoñando en sus ochenta y cuatro pisos ecológicos. 

Sus intensas averiguaciones removieron el cordaje íntimo del corazón de los ancianos, a quienes buscaron, para que hablaran de Qosqo sin medirse, sumergiéndose en la nostalgia y la añoranza. Al derrumbarse sus sistemas de vida sintieron una necesidad física de remontarse, en el recuerdo, lo más lejos que podían. Los interrogatorios fueron un incentivo generado por aquellos, de saber más sobre lo que querían destruir.

Nada se hubiera podido conjeturar de no haberse dado, ambas situaciones, en un mismo escenario. La transformación de Qosqo en una ciudad hispana se dio a medias. El espíritu de sus constructores trascendió los cambios. Su voluntad manan wañunka, “que se niega a morir”, que vive eternamente, se mimetizó con sus altivos muros de piedra almohadillada y sus soberbias puertas de doble jamba para ser percibida, hasta que un pachakununun, “terremoto”, quiera sepultar Qosqo.

Alfonsina Barrionuevo

domingo, 10 de enero de 2021

 

EN EL BORDE DE LA VIDA

La danza de las doncellas era suave como la brisa. Sus pies desnudos apenas tocaban el ichu. Sus polleras giraban con delicadeza mientras ellas cantaban coplas de vida a los abuelos. Una vez al año la comunidad subía hasta los chullpares de Chimu para ese ritual en Puno. Los aipallanis o sacerdotes andinos retiraban de su descanso las calaveras de los gentiles, sus antepasados, y los depositaban en cestos donde habían colocado finas mantas de alpaka.

Las jóvenes prendían con alegría flores vivas en sus cuencas vacías y las encajaban también entre sus mandíbulas, k’intus de coca a su alrededor por cada familia, diminutas borlas de colores entretejidas como ofrenda, otra bellísima manta para proteger su cabeza y encima una corona de qantus. Hacían una ch’alla de pétalos que caía como rocío, una t’inka de chicha a los Achachilas y derramaban unas gota a la Pachamama. La música y la danza atraían su espíritu desde una estrella lejana. Era vida pura en homenaje a otra vida vivida, que se prolongaba una eternidad.

La gente andina sigue el calendario gregoriano publicado en el almanaque “Bristol”, pero sus costumbres son antiguas. Según ellos las calaveras son la parte mortal que queda en la tierra. Su ánima que pasó el yawarmayu, “el río de la muerte”, goza en otro mundo de buen tiempo, sol perenne, espacio azul en sus pupilas, dulce tibieza sobre su piel, sin que el frío se atreva a tocarle, ni la lluvia destruya sus sembríos, ni los truenos alteren su paz.  

 

Una vez concluida la ceremonia es devuelta con gran respeto a la ventana cavada en la roca, dejándola con sus ofrendas, hasta el año siguiente. Las comunidades festejan un día antes o más la dicha de estar vivos con sus seres queridos y sus vecinos.

Actualmente, cada dos de noviembre la movilización a los cementerios, que prácticamente es nacional, sigue esa corriente antiquísima. Los españoles acostumbraban ser enterrados en el atrio de las iglesias, a las sombra de sus campanarios, porque querían ser protegidos por Dios. En el caso de los andinos la mayoría de los cementerios no están cercados y las tumbas abiertas en el suelo tienen la forma de una caja. aunque los ponen en la tierra envueltos en ponchos nuevos multicolores. Esa costumbre les permite abrazar el túmulo, colocar en su cabecera una corona de flores y a veces una  cruz que sugieren con unción el cura o el sacristán, si hay cerca un poblado, para que ellos vayan a bendecirlos.

La ofrenda de la mesa de muerto está muy arraigada. En Puno me informaron que “la mesa servida” para la madre de un Presidente de la Corte Superior fue impactante por la cantidad y la calidad de los alimentos dispuestos en la mesa de su comedor. Había de todo en platos de buena loza sobre un blanco mantel, con servilletas de ribete a “crochet”. La ceremonia es absolutamente privada y se coloca en la cabecera una fotografía de la persona a quien se recuerda. Si una mariposa aparece y revolotea encima de los platos, lawas, chuños con queso, choqllos, ensaladas, asados, mazamorras, roscas, galletas y bizcochuelos que en vida saboreó con placer es señal de que el espíritu invocado se  presentó y probó todo.

En Cusco, detrás del cementerio de la Almudena, el zanjón donde ponen a la gente que migra de los pueblos y cuyos familiares no pueden pagar adentro un buen nicho, ofrece un aspecto llamativo. Las tumbas están pintadas de rosa, verde, celeste y otros colores que arrancan una sonrisa tierna. Hay comida de sobra y los sacristanes se multiplican rezando y derramando sobre ella agua bendita. Al atardecer se llevan lo que pueden.

Leyendo a varios cronistas, entre ellos el Inka Garcilaso, se tiene la impresión de que no había una fecha exclusiva para esta ceremonia. En el caso de los Inkas, los emperadores, embalsamados con tal arte que parecían animados, con los rostros tal como fueron, eran llevados en andas, con atuendos de lujo, a la Awkaypata para que presidan las ceremonias. No había una fecha especial para honrarlos porque lo hacían continuamente, cambiando sus atavíos y menaje de uso. Ellos, como en cada panaka o familia, eran los ancestros y “aconsejaban” a sus descendientes para solucionar problemas.

La inmortalidad se daba en los encumbrados personajes siempre que su cuerpo estuviera intacto. Por esa razón el príncipe Atawallpa aceptó ser bautizado. Esperaba renacer y reinar al fin. En las culturas más conocidas como la muchik, vikus, chachapoyas, lambayeque, parakas, wanchos, maranqas, atavillos, yarowillkas, chiribayas y otras, los señores eran enterrados con lujo y acompañamiento de niños, perros y llamas. A varios régulos se les ha encontrado con guardianes o guerreros astrales, a quienes les cortaban los pies para que no abandonaran sus puestos.          

El vínculo entre los mayores y sus parientes es tan fuerte que si en la primera mitad del siglo XX alguien se desprendía del tronco familiar para ir a probar fortuna a cualquiera otra parte del país o del extranjero, el resto prefería quedarse para visitar a sus muertos. En las últimas décadas la migración se incrementó tanto que hay campos y poblados casi abandonados en numerosos pueblos.

Cómo pudo arrancarse ese lazo prácticamente sagrado. Lo descubrí en el altiplano. En un viaje por tierra vi unas cajas de leche que podían contener cualquier cosa. Un pasajero que venía conversando conmigo sobre su pueblo, me dijo en plan de confidencia, que en ellas estaban trasladándose también los huesos de los abuelos. Así se salvaban del abandono para continuar juntos. Una hermosa muestra de cariño filial que la necesidad de buscar un futuro mejor no podía acabar.

Alfonsina Barrionuevo

domingo, 3 de enero de 2021

 

SANTAS IGLESIAS DEL RIMAC  

En el cataclismo de 1746 Santa Liberata habría cubierto con el manto su iglesia recientemente inaugurada en la Alameda de los Descalzos. Eran tiempos de mucha devoción, con olor a santidad, pues, el lugar fue frecuentado en los siglos anteriores por San Francisco Solano, San Juan Masías y seguramente  por Santa Rosa de Lima y San Martín de Porres.

En el siglo XX los sismos la sacudieron y el edificio ha sufrido daños en su estructura sucesivamente.

Las crónicas señalan que antes existió en su lugar un huerto de naranjos. La iglesia se levantó en 1711 en desagravio al Santísimo, terminándose de construir en 1716. Según la tradición el robo de un copón de oro, donde se guardaba las hostias consagradas en la Catedral de Lima, lo convirtió en lugar santo. El escándalo fue general, las iglesias no dejaban de doblar y las investigaciones en los barrios y galpones se sucedieron unos a otros.

El acto sacrílego tuvo lugar a principios del siglo XVIII cuando corrían los veinte primeros días  de enero de 1711. Por esa fecha se presentó un joven bien vestido al cura del Sagrario y le pidió que le dejara buscar una partida de bautismo. Concedido el permiso se quedó solo, buscando en los libros parroquiales. El interesado, según los datos recogidos por el tradicionista don Ricardo Palma, era Fernando Hurtado de Chávez. ‘Un dechado de vicios’, que ‘cantaba en ‘El Pollito y el Agua Rica’, trovas de moda con más salero que los comediantes de la tonadilla, que ‘para bailar el punto y las mollares tenía una desvergüenza que pasaba de castaño claro’, que empinaba el codo bebiendo el zumo de parra con más ardor que los campos la lluvia del cielo y que era capaz de tirar puñaladas hasta con el gallo de la Pasión, que  quiquiriqueaba regio’.


El cantor tahúr aprovechó el descuido del registrador para llevarse bajo su chambergo el santo píxide. Nadie se dio cuenta hasta la mañana del 31 en que se necesitó administrar el viático a un moribundo. En ese momento  se descubrió la sustracción. Está demás recalcar el revuelo que se armó. Se suspendieron todas las fiestas y se iniciaron rogativas en todas las iglesias para que cayera el ladrón. El ilustrísimo Virrey Obispo Diego Ladrón de Guevara, de la casa y familia de los duques del Infantado, ‘echó tras el criminal toda una jauría de alguaciles y oficiales.’

Las órdenes religiosas desesperaban por encontrar el copón y a los delincuentes cuando un pulpero, el catalán Jaime Albites, según Palma, descubrió al ladrón. Hurtado Chávez fue a venderle por una bicoca las crucecitas de la tapa. Apresado confeso su delito y declaro  que lo había escondido en el Altar de la Sacristía de San Francisco. Sobre el destino de las Sagradas Formas no pudo dar razón. Sólo recordaba que las había enterrado  envueltas en un papel al pie de un naranjo, en una huerta de la Alameda de los Descalzos.

Un negrito de ocho años de edad, Tomas Moya o Mollo, identificó el árbol donde vio arrodillado al ladrón días atrás en forma sospechosa. Al recobrar las hostias el negrito recibió su carta de libertad como premio pagando el  cabildo 400 pesos por él a su amo.

En el sitio donde estuvieron las Sagradas Formas se encuentra el Altar Mayor de Santa Liberata. Así figura en una placa que existe en su bóveda. La iglesia recibió ese nombre por ser ella Patrona de Siguenza, la ciudad donde nació el virrey. Los camilos edificaron a su costado un convento diminuto que llegó a ser casa de estudios. Un día el convento se convirtió en parroquia. Entre los cuadros de la iglesia hay uno que reproduce la escena del hallazgo de las Hostias. Es documental porque muestra la alameda de aquellos años.

El Señor del Rímac que sale en procesión el mismo mes del Señor de los Milagros tiene allí su capilla.

Su imagen, pintada en un lienzo fue encontrada por unos chiquillos en el Solar del Limoncillo, donde corría una acequia del mismo nombre. Una versión dice que la pintura estuvo sumergida en el agua, sin arruinarse; y, otra, que la sacaron de un hoyo que había en el suelo.

El lienzo milagroso es pequeño y está en el Altar Mayor. El que sale en procesión es una copia. Es el único Cristo del Perú que tiene un bastón de mariscal, regalo del Mariscal Oscar R. Benavides. La pieza tiene adornos de plata y piedras preciosas.

En el Patrocinio, edificado en el lado opuesto de la alameda se conserva la silla de San Juan Masías, lego dominico, beato hasta el año de 1975 en que subió a los altares. En el virreinato las señoras embrazadas se sentaban en la silla frailera rogándole al bienaventurado que les concediera un hijo. En esos tiempos el varón era muy deseado por los padres porque podía heredar el mayorazgo si eran nobles, seguir la carrera militar, hacerse cura o leguleyo, de ser segundón. En la actualidad hay señoras que todavía se sientan en la silla milagrera, pero sólo para pedirle un parto feliz. Las mujeres ya no están en desventaja.

El recuerdo de San Juan Masías, natural de la villa de Rivera del Fresno, Extremadura, España, se venera en el Patrocinio donde transcurrió su vida, y que a fines del siglo XVI era huerta de don Pedro Jiménez Menacho. El santo trabajó pastando ovejas y encargándose del cuidado de los frutales. Según la leyenda el Apóstol San Juan le cuidaba el ganado mientras él rezaba en su choza.

Se dice que en la huerta había un naranjo donde grabó una cruz en 1670. Después de su muerte, el arrendatario Juan Peláez mandó cortar el árbol y aparecieron en su corteza dos cruces perfectas de una cuarta que fueron llevadas a la igleia de la Guita y Copacabana. Del naranjo sacaron más tarde hasta doscientas cruces que repartieron entre los fieles.

El beato fue canonizado por un milagro que realizó en España. Multiplicó el arroz que había en la olla  la olla de un asilo hasta que todos los pobres quedaron satisfechos. Después de varios siglos de expedientes para el santo estaba casi terminado. Sólo le faltaba aquel empujoncito.

La iglesia y el monasterio de la Virgen del Patrocinio se construyeron en 1681. Según sus reglas el número de monjas no debía pasar de quince teniéndose en cuenta los quince misterios del Santísimo Rosario que rezaba Santa Rosa de Lima. La elección de su nombre fue providencial. Se barajaban posibilidades cuando llegó un marino para entregar una imagen diminuta de la misma, afirmando que en sueños se le había revelado ordenándole que la llevara al que sería su convento y dejándole las señas del mismo.

La Virgen del altar Mayor es una copia de la auténtica que está en el coro. Las obras de construcción se acabaron en 1734 y el autor fue el maestro albañil Juan José Aspur.

Alfonsina Barrionuevo