LA
ESENCIA DEL KAMAQEN
María
Rostorowski me habló de que el nombre de Pachakamaq, el gran santuario de Lima,
venía en realidad de pacha kamaqen, centro religioso donde estaba ‘la esencia
de la tierra’. El crédito se desprendía del prestigio que le daban sus
numerosos sacerdotes que eran oráculos vivientes, según decía el monseñor
arqueólogo Pedro Villar Córdova. Los sunquyoq, expertos en descubrir arcanos en
el corazón de las gentes; los mosqoq, que interpretaban el contenido de los
sueños; los wamaq, que eran filósofos y
descifraban los secretos del tiempo. Así, muchos más. Ellos absolvían todo tipo
de consultas de los peregrinos, que esperaban largo tiempo para ser atendidos.
A mí me pareció que la definición podía ser exacta para Qosqo, donde estaba el
kamaqen de su mundo.
Ella
me dio la punta del ovillo y me guió a fray Domingo de Santo Tomás, quien menciona la palabra kamaqen y su
contenido en una “Plática para todos los yndios del Perú”, que fue escrita en
qechwa y publicada en Valladolid, en 1560. Kamaqen, algo así como la fuente de
una gran fuerza vital, invisible, que se desprendía, se arrancaba, desde muy
adentro de un lugar, de un ser humano o de un objeto, para transmitirse a otros.
Si se
mira bien el hecho de que la ciudad emperadora tuvo el relieve de un felino, el
puma, recostado en el lecho de un antiquísimo lago, se descubre un propósito
largamente pensado. Que fuera recipiente de una imponente sacralidad. Aquella que
le iban a dar trescientos cincuenta y tantas wakas, templos o sitios
religiosos, que estaban dispuestos a lo largo de cuarenta y dos seqes o líneas
que partían, figurativamente, del Qorikancha y sus cercanías, y se iban
abriendo varios kilómetros a medida que se alejaban.
Rostworowski
cuenta que un viejo del villorrio de Acos, acusado de ser hechicero, declaró en
1665 que “… los mallquis y camaquenes de los indios ablaban y daban respuestas
de lo que preguntaban quando les hacían sacrificios.”
John
Rowe reconoció en 1946 que ese sistema estaba admirablemente adaptado para el
registro de los khipus, usados por los Inkas como ayuda memoria para almacenar
una información compleja. “En cada seqe
las wakas están enumeradas en forma
constante. Se empieza por la más cercana a Qorikancha y se termina con la más
alejada de este templo.”
No
deja de ser portentoso que los elementos de la naturaleza, el cosmos y otros
compartieran, con los señores de Qosqo, sus edificios o cercados, sus calles y
sus plazas. En ellos estaba presente el inconmensurable poder del kamaqen que
recibió Inka Yupanki, en Machupiqchu, y que quiso transmitir a su ciudad.
Las
wakas “vivían” con ellos y tenían a su lado sus moradas, primorosamente
labradas. Un espacio donde ocupaban tronos o tianas con suntuosos aderezos, así
como un menaje reluciente de piezas de oro para sus ceremonias. En torno a las
wakas principales se movía una población de sacerdotes wakakamayoq, “ministros”
y servidores. Como tenían que gozar de su dedicación absoluta disponían de
muchas propiedades. Ya de tierras fértiles, ya de rebaños de camélidos, que
proveían cuanto pudieran menester.
Aunque
resulte incongruente, sin el morbo de los perseguidores de idolatrías, en su
deseo de convertir la población avasallada a una nueva religión; y el afán de los cronistas por conocer la
historia de los Inkas, los datos sobre sus sitios sagrados hubieran acabado
incinerados en el fuego del olvido.
Los
primeros, aprendiendo el qechwa y el aimara para un control directo, quisieron
hacerlos desaparecer. Su esperanza era conquistar, a la fuerza, a una
feligresía que querían sumisa. Por paradoja lo que lograron, desde sus púlpitos
o tribunas eclesiásticas, fue salvar la existencia de muchas
creencias para el futuro.
Los otros, aprovechando la preeminencia de sus títulos o cargos, trataron incesantemente de hacer crecer la subestima entre sus descendientes, como si fueran personas de segunda clase. Su acción tuvo un efecto discriminador que persiste; aunque, entre líneas, se filtre la aceptación de su genialidad.
Nuestras
culturas siguen sorprendiendo al mundo al reaparecer, en las últimas décadas,
con mayor frecuencia en los Andes. Sus extraordinarios hallazgos despiertan
orgullo, sentimiento que estaba adormecido. Son una muestra de resistencia,
comparable a la que sostiene la naturaleza que lucha, por sobrevivir. En el
Perú nuestras ocho regiones son únicas por su inestimable y biodiversa
herencia, retoñando en sus ochenta y cuatro pisos ecológicos.
Sus
intensas averiguaciones removieron el cordaje íntimo del corazón de los
ancianos, a quienes buscaron, para que hablaran de Qosqo sin medirse,
sumergiéndose en la nostalgia y la añoranza. Al derrumbarse sus sistemas de
vida sintieron una necesidad física de remontarse, en el recuerdo, lo más lejos
que podían. Los interrogatorios fueron un incentivo generado por aquellos, de
saber más sobre lo que querían destruir.
Nada
se hubiera podido conjeturar de no haberse dado, ambas situaciones, en un mismo
escenario. La transformación de Qosqo en una ciudad hispana se dio a medias. El
espíritu de sus constructores trascendió los cambios. Su voluntad manan
wañunka, “que se niega a morir”, que vive eternamente, se mimetizó con sus
altivos muros de piedra almohadillada y sus soberbias puertas de doble jamba
para ser percibida, hasta que un pachakununun, “terremoto”, quiera sepultar
Qosqo.
Alfonsina Barrionuevo
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