domingo, 28 de marzo de 2021

 

MAZAMORRAS DIVINAS

        

La mazamorra es prehispánica. Cientos de años atrás, antes de que se fundara Lima y se creara este postre delicioso que es un timbre de honor para sus hijos, ya existían mazamorras que se preparaban de un extremo a otro de los Andes.

¿Puede haber algo más nacional en dulces que la  mazamorra? La hemos saboreado y seguimos apegados a ella, con sol y con lluvia, en la costa y en la puna, siempre es y será una preciosa golosina.

Las mazamorras, de acuerdo a su lugar de origen son más o menos espesas. No son dulces necesariamente pero eso no les quita sabor. La Ishkupcha  o motalsa, cuyo nombre primitivo se mantiene en algunos lugares está en las crónicas de los españoles. Se trata de una mazamorra de maíz amarillo, espolvoreada con un poco de cal viva, que llena el estómago al amanecer y a la media mañana. El api, kiuma api o chankerwa, indicó el estudioso Toribio Mejía Xespe, es otra mazamorra, pero de quinua o kihura lavada, cocinada o tostada y pulverizada, que se consume en el altiplano. No es oficial, sin embargo cabe la posibilidad que se endulce con cristales de –azúcar andino- extraídos del interior del maguey. Tecnología andina que se ha perdido.

Los citadinos creen que en el mundo prehispánico no existió el azúcar ni los postres y como siempre se equivocan porque no conocen sus tradiciones gastronómicas. El doctor Fernando Cabieses explicaba que encontró a Melchor Salomón, un limeño del campo, para el cuidado de las plantas medicinales del desaparecido Museo de Ciencias de la Salud. Este lo sorprendió un día con un  menú prehispánico y entre otros platos le preparó un dulce exquisito y le explicó que estaba endulzado con el tierno corazón del maguey. ´El secreto radicaba en recortarlo en pequeños trozos y que hierva hasta deshacerse, apareciendo cristales en el fondo. Su sabor es dulce, agradabilísimo´.

Lo mismo pasa con la  oka kawi cuanto más  se solea y se arruga su finísima piel se pone dulce. Pareciera que el sol produjera mieles en sus células, dando una mazamorra increíble. Igualmente la calabaza o lakawite api que se prepara con calabaza seca o con iruta, mezcla de maíz. Hay otras que merecen recordarse como el dulce del tomate de monte o sacha tomate, que es ovalado y ligeramente ácido. Tomate que se suma  a la repostería nacional.

Otra –que es una delicia para expertos a pesar de su ofensivo olor- es la tokosh de papa, oka o maíz fermentado, que toma las esencias del agua estancada donde reposa varios días.  

Mazamorras que se van retirando de las mesas esas populares donde debían continuar con su nutricio contenido. Otra que se olvida es la mazamorra blanca con leche, polvito de canela y grajea, de harina de maíz blanco escogido. ¡Qué pena!

Nos consuela la presencia de la mazamorra morada como un postre peruanísimo. Los limeños reconocen con orgullo que son: ¡limeños  y mazamorreros! El maíz morado (zea mays) es prehispánico y se encuentra unas ciento cuarenta variedades. Se cultiva desde el nivel mar hasta los 3,000 metros de altura.  

Su nombre quechua es sara akulli y su leyenda sobre Mama Sara cuenta la persecución que sufrió de Kuru, el sacerdote de su pueblo. La doncella pidió a si padre, el kuraka, que la llevara al Qosqo. Quería ser una virgen del Sol. Se hicieron las  gestiones pero el sacerdote la asediaba cada vez más. Desesperada Mama Sara invocó la ayuda del propio astro. Este acudió a su llamado y la convirtió en una hermosa planta de hojas en forma de lanzas para protegerla.

Hablando de postres tenemos uno que se ha difundido mucho: la mazamorra morada. No se sabe cómo se creó la receta de esta divina mazamorra del maíz akulli. Es probable que fuera en Lima donde salió de una marmita de encanto. La chicha y ella admiran por su fuerte color, producto de hechiceras antocianinas. Un regalo al paladar en el mes de octubre en que se celebra al Cristo de Pachamakilla, el  Señor de los Milagros. Su ingreso a la mesa merece siempre alabanzas en las mañanas o tardes prometedoras.


‘Su partida de bautizo no es esencial’, decía en el siglo pasado Piedad de la Jara, una institución culinaria de la Ciudad de los Reyes. En el siglo pasado fue la ejecutiva y el corazón de un restaurante  memorable: ‘El Karamanduka’.

‘La mazamorra morada limeña es delicada y femenina dentro de su barroquismo que hace agua la boca sin discusiones, -dijo alguna vez. Así debe ser reconocida. ‘Adorada y adorable’, escribió el entusiasta Corregidor Mejía, poético degustador de potajes peruanos. En un libro que es una biblia de nuestra comida mencionaba que ‘se servía en las casas solariegas sobre fuente de plata, en los humildes callejones en platillo de barro y en las casas medianas en pocillos de loza despostillada pero comida por todos con igual  regocijo.’

Morada, atizaba en el fuego de su voz ronca, doña Piedad, de un morado lindísimo del mejor maíz comprado con buen ojo, harina de camote rallado en casa y una huerta de frutas, orejones, huesillos, guindas, guindones, membrillos, melocotones y manzanas. De hecho un manjar sin desmerecer a la mazamorra con leche así como al champús’. Sólo verla en esas enormes ollas que parecen pozos encantados es un placer. ¡Y claro que sí! 

El  frío ha hecho renacer en las últimas décadas al chanpús caliente, espeso, blanco y agrio, con mote, piña, manzana, membrillo para el acidito y harina de maíz amarillo, la suave pulpa de la guanábana deshecha hasta convertirse en un puré cuando llega su temporada, a veces con guayaba de corazón rosado, hervido con ramitas de hinojo para darle un riquísimo aroma y ‘para que no hinche el estómago’. Fue tan popular en la antigua Lima que se preparaba y se servía en su Plaza.

Su cálido pregón invitaba a detenerse a los clientes de paso. ‘Chanpús caliente, muchacha/el que se come medio, se come un real/ Para el colegial/ Vamos, venid, que ya está/ El cuartillo por delante y la taza por detrás.´

Las  mazamorras peruanas que deben seguir en la mesa con su exquisita carga montón de sabores, olores y colores, en la variedad de los maíces más gentiles para el alboroto de grandes y chicos. Preparada en el campo con chancaca o azúcar rubia, llegaban en la grupa de las acémilas al mercado limeño que estuvo primero en la Plaza Mayor y fue trasladado después a la Plazuela de San Francisco.

Las vendedoras las comían con gusto al mediodía y las difundieron, con su sencillez característica y la cordialidad propia de la gente del campo, al invitar un platillo a la servidumbre encargada de las compras del día. Al volver a sus casas fueron sus mejores propagandistas.

Un día entraron a las mesas de los señorones y se extendieron a los barrios populares como un regalo de los Andes. Al cabo dieron vida a la mazamorra morada como  postre limeño con una receta de lujo.

Alfonsina Barrionuevo

lunes, 22 de marzo de 2021

 

MAR VIVA Y RUGIENTE

Mama Qocha, Mama Puyka o Juana Puyka, como la llamaban en los Andes del Sur, madre de los ríos, de las lagunas y los manantiales, era también la generadora de la población de escamas plateadas que habita en sus aguas. La mar, elemento femenino, en cuyo regazo fresco y fragante reclinaba el Padre Sol la sudorosa cabeza al terminar su jornada, impuso en los hombres desde tiempos lejanos un sentimiento de temor, respeto, religiosidad y agradecimiento por los productos vivos que les brinaba.

Hacia el norte, en una plataforma abismal, se criaban gigantescos cangrejos que en las mareas altas, según otra leyenda, capturaban a la luna con sus descomunales pinzas elevándose hasta alcanzarla provocando los eclipses. Mama Qocha era gran proveedora de comida para los pueblos que habitaban en sus riberas. Igualmente de aquellos adonde llegaba el pescado seco y salado por medio del trueque.

Hace unos diez milenios aproximadamente la alimentación de los pobladores de la costa fue marina en alto porcentaje. Era fácil recolectar una diversidad de mariscos en los peñascos, algas como  el qochayuyo, la murmunta, la llayta o el chuno chuno que los españoles llamaron ‘obas del mar’. A veces se reunían en buen número y atrapaban los peces con las manos, construyendo pequeños diques en la desembocadura de los ríos cuando bajaban de caudal. Aprovechando también  las lagunillas que se formaban después de las mareas altas.

Más tarde irían perfeccionando su captura. Es interesante seguir sus progresos, tallando sus primeros anzuelos de conchas de choro y los primeros sedales de fibras vegetales para tejer luego redes de algodón que en Tumbes teñían con el tinte que obtenían de la corteza del mangle para que fuera más resistente.

La textura de sus redes acusó cambios a medida que fueron conociendo las especies. Tuvieron redes corvineras, boniteras, tolleras, liseras, robaleras, etcetera. Las tejían de acuerdo al tamaño del pez para el que estaban destinadas, dejando que los jóvenes crecieran. Igualmente nasas, bolsas o isangas para coger cangrejos, langostinos y camarones.

Ellos admiraron el poderío del mar, una masa ondulante, viva, indomable, cuyo temperamento aprendieron a conocer. En su medida lograron mantener sobre él las embarcaciones que construyeron después de muchos experimentos. Desde el primer leño que flotó sobre sus aguas hasta la balsas que podían gobernar sin alejarse mucho de la costa. Su observación durante milenios los ayudó a entender sus arrestos; ora plácido, ora encrespado, ora tumultuoso bajo la influencia de los vientos o de la luna, Sih, quien lo manejaba a su antojo. Ya tornándolo dócil por temporadas o encabritándolo como si hundiera espuelas en sus íjares.

En sus balsas se desplazaban con amplitud y capacidad. Así navegar contra  la corriente o con viento adverso, recorriendo gran parte del litoral. Una época en que el mar se convirtió en una vía donde miles de naves chincha podían transitar moviendo diestramente unos palos a manera de quilla y timón. También construyeron otras balsillas de tronco, con velas y remos, para enfrentar los embates de la mar gruesa. Con ellas se atrevían a alejarse un poco más así como acercarse a las zonas rocosas. Los muchik y los chimu patentaron unas embarcaciones hechas con el junco o totora que abundaba en las lagunas y pantanos del litoral, con las cuales iban en flotillas de hasta doce unidades. 



Ellos inventaron balsas o canoas con uno o dos terminales erguidos, donde salían a navegar hasta dos personas. En las cerámicas muchik y chimu se ve personajes míticos y hombres en actitud de pescar o cabalgando en ellas. Los españoles les llamaron ‘caballitos de mar’ porque los pescadores montaban a horcajadas sobre el puente dejando que colgaran sus piernas o se ponían de rodillas sorteando las olas con su remo. Hubo caballitos de hasta cinco metros de largo, cuyos jinetes, según el padre Acosta, quien los vio en 1550, parecían tritones o neptunos.

También se cita embarcaciones hechas con piel o cuero de lobo marino en los sitios donde estos animales abundaban, pero fueron muy locales al parecer. Lo importante para nuestros propósitos es que unas y otras permitieron una abundante pesca en el mar, mayor que en las lagunas aledañas y en los ríos. Antes, cuando se avistaba una mancha, se hacía rodeo o ch’ako de peces, similar a los ch’akos de camélidos. Los pescadores entraban al mar y volvían braceando y gritando en semicírculo, haciendo que los peces se lanzaran a las playas.

En el siglo XVI, cuando llegó Pizarro con sus huestes había miles de pescadores distribuidos en la costa que se dedicaban exclusivamente a esta actividad. No sólo eran dueños de la faja cercana al océano sino que tenían caminos propios, una lengua especial que ubica María Rostworoski y llama ‘la pescadora’, diversas artes de pescar y hasta habían lotizado las aguas donde trabajaban. No había mercados como en el mundo occidental sino una modalidad de comercialización que era el trueque.

A través de él cambiaban las Spondylus pictorun o mullu, hermosas conchas de colores, que eran sagradas por ser la comida de los Apus, la Mamapacha u otros representantes de los tres reinos de la naturaleza. En el caso de la Mamaqocha había piezas que eran de su agrado, como plumas de aves de la selva, maderas olorosas o manojos de flores que arrojaban a las olas. Con el mismo objeto podían intercambiar las valvas con otros frutos comestibles como frejoles, pallares, papas, kañiwa, maíz; y, recibir a cambio de ellos telas o cerámicas.

El pescado se consumía fresco pero en mayor cantidad seco y salado. En la costa, en la región qechwa y en la hanka había andenes, plataformas empedradas, tendales y cordeles, donde las especies abiertas, evisceradas y cubierta de sal eran expuestas a la radiación solar o al frío intenso.

En la alimentación de los antiguos peruanos el pescador aportaba un alto porcentaje de proteínas. En 1532, según cálculos aproximados, los kurakas Waqra Paukar y otros de la comarca de Chinchayqocha, entregaron a Pizarro el equivalente a 103.316 kilos de pescado seco, decía Santiago Erik Antúnez de Mayolo, quien menciona también como se sacaba miles de peces de la laguna de Chuchito -el lago Titiqaqa- para transportarlos al Cusco y a Potosí. El tollo, el atún y la anchoveta que se sacaban del mar en la costa eran enviados igualmente a las kollpas y almacenes del interior para el abastecimiento de los pueblos y los ejércitos.

Alfonsina Barrionuevo


domingo, 14 de marzo de 2021

 

DELICIAS PASCUALES

El tiempo es inexorable y muchas tradiciones se han perdido pero la Semana Santa sobrevive en cientos de ciudades y pueblos. Mientras en Azángaro, Puno, ha desaparecido la bíblica estampa de la Ultima Cena, en Catacaos, Piura, y en Lambayeque, las viejísimas imágenes de los Apóstoles que acusan una calvicie de abandono son puestas,  las primeras en el  Presbiterio, donde les sirven  potajes típicos, y las segundas, en una anda larguísima para la procesión. El Jueves Santo por regla tiene sus manjares. En el Cusco, doce platos que se completan con tamal y empanadas de la Condesa. En Piura, sopa de pan, sarandaja, cachema frita, carne aliñada, seco de cabrito y mala rabia. En Huancavelica el sabroso chupe de calabaza, el guiso de carne, el arroz con leche y el ponche con aguardiente, para las velaciones. En Huaura, Lima, tamales, chorizos, salchicha y camote frito. En Ayacucho, sopa de queso, el aycha kanka, el puka picante, la mazamorra de calabaza,  y el ponche de maní. En Huanchaco, La Libertad, sopa teóloga, qochayuyo y huevera con papa, causa de caballa, cangrejos reventados y seviche. La lista gastronómica santa es de no acabar.

Señor de la Caída. Huaraz
En Semana Santa Surco, el distrito más grande de Lima,  perfuma el aire con el olor de la uva madura para que  salga el Señor de la Viña. Ya no está el virrey que acompañaba al Cristo vestido de terciopelo y tampoco  las parras, sepultadas bajo el cemento. Pero el Crucificado, mientras tenga sus devotos, seguirá aromando la noche del Viernes de Dolores con los racimos que adornan su cruz envolviéndola con su dulzura.

El ochenta por ciento de los limeños ignoran que tienen tan cerca una Semana de Pasión, con las conmovedoras reminiscencias de antaño. A Surco no le importa. El Domingo de Ramos su hermosa plaza se viste de flores lilas y la brisa despeina los cabellos de  una bella efigie del Señor, que cabalga gallardo en su burrita blanca,  haciendo volar alguna flor artificial de amankay, desde que las urbanizaciones marchitaron las de la pampa de Amancaes. El Viernes Santo, después del Sermón de las Tres Horas, "los santos varones "  bajan de su madero al Cristo de la Agonía y limpian de su cuerpo el sudor de la muerte con algodón de rama, que se disputan los fieles.

Señor de Santa Clara. Ayacucho
En el Perú el drama del Gólgota ha hecho carne con el Ande a través de sus  flores nativas. El ñuqc'hu, que es rojo como un tizón, encierra entre sus pétalos diminutos una cruz; las waqankillas las lágrimas de la Virgen, convertidas en pétalos de terciopelo cristalino; las k'uichit'ika, flores del arco iris que se enredan en sus manos de paloma y muchas otras cuyo significado conservan las comunidades campesinas.

Lo propio sucede con hierbas aromáticas como el arrayán y el toronjil que hierven en ollas de barro para impregnar con  su fragancia los montes o calvarios que se levantan en las iglesias; las hierbas de Judas, el ahorcado, que se buscan a medianoche entre el  Viernes de Agonía y el Sábado de Gloria, para conjurar brujerías; el algodón de rama con que se limpia el torso del Nazareno al reeditar su martirio y es preciosa panacea para toda clase de males; las hojas de palma que se tejen primorosamente en Domingo de Ramos y los mentados cigarrillos de anís que fuman los patriarcas en Otuzco, La Libertad, para combatir el frío de los años.

Si en cada pueblo hay una Semana Santa es lógico pensar que hay miles de Señores. Sólo nombramos los más famosos. En el Cusco, el Taitacha Temblores de cuerpo magro ennegrecido por el humo de las velas y la savia dulce de las flores que abren las viejas heridas con sus pétalos. En Ica, el Señor de Luren, un Cristo de segunda que compró el cura Madrigal y por milagro resultó de primera salvado de la corrosión del agua que inundó las bodegas del galeón que lo trajo y fue arrastrado en el tsunami y terremoto de 1746 tierra adentro. En Ayacucho, el Nazareno de Julkamarka hecho por los ángeles igual que el Señor de Huamantanga, en Lima. En Arequipa, el Señor del Gran Poder flanqueado por anónimos penitentes de albos cucuruchos. En Chancay, el Señor de la Agonía que cambia el huerto de olivos por una anda que es un huerto de frutas; en Huaraz, Ancash, el Señor de la Soledad, que emergió de un árbol en un bosque profundo. En Puno, el Cristo de la Bala enviado por el emperador Carlos V, que recibió al moverse en el hombro el proyectil que iba a matar a su devoto. En Tacna, el Señor de Locumba de los pies quemados que tiene cuadrillas de bailarines litúrgicos. En Monsefú, Lambayeque; en Ayabaca, Piura, y en los Barrios altos, Lima, el  patético Señor que fue Cautivo de los moros, por cuyo rescate los frailes trinitarios debían pagar una fortuna y su menguada bolsa de limosnas pesó más por milagro que la imagen en la balanza donde lo pusieron. En Catacaos, también Piura, el Señor de la Caña, el Señor de la Justicia, el Señor de la Caída, el Señor del Prendimiento, entre otros. En Tarma, Junín, el Cristo Yacente que pasa sobre floridas "alfombras"  de keyserinas, arrayanes, retamas, geranios, margaritas, claveles, rosas y wayranpos, que “entretejen” con amor  sus  fervorosos  devotos.  En Lampa, Puno, el Señor de cuero de vaca que es una obra de arte y venerada reliquia de los primeros  siglos  españoles.  En  Chachapoyas,  el  Señor  de  Burgos, que tiene una nueva iglesia. Cada  uno  con más de una historia prodigiosa, testimoniando con su presencia torturada y sangrante la reverencia y unción de los pueblos.        

Alfonsina Barrionuevo

domingo, 7 de marzo de 2021

 

HABLANDO DE WAKAS

 

Ni Cristóbal de Albornoz ni Juan Polo de Ondegardo sospecharon que los elementos cósmicos y telúricos tenían suma importancia para los antiguos peruanos. Menos que no tuvieran imágenes como en Europa. Los españoles insistieron en llamarles ídolos, falsos dioses. Sin embargo, Pacha Yachachiq o Kon Tici Wiraqocha, supremo creador, era invisible. Por eso los señoríos prehispánicos tomaron la piedra, que capta el lenguaje del agua, del viento, del trueno y de la luz, como su mejor representante. La piedra podía ser símbolo de cerros, montes y arroyos, así como de sus antepasados, reconoció el padre jesuita Pablo José de Arriaga, de Vizcaya. Sin embargo no pudo digerir que la religión andina fuera tan diferente.

Observando las preciosas piezas de oro y plata de las culturas norteñas y el hecho de que Pachakuteq no había llegado aún a esas comarcas, ocupado en la transformación de un Qosqo de barro en un Qosqo de piedra, hay pie para pensar que, en la hechura de los  bolos de oro y plata de las wakas, no trabajaron  artífices de otras partes.

Su confección perteneció a la mano dotada de los propios artistas cusqueños y si algunos estuvieron exquisitamente burilados o cincelados, fue gracias a las técnicas que habrían alcanzado para el manejo de los metales. Fernando Moscoso, comunicador y acucioso investigador de rastros mineros, encontró en Kuranba, muy cerca de un chaki ñan o camino inka, en las alturas de Huancarama, distrito de Andahuaylas, Apurímac, etapas de procesamiento y fundición de metales, oro, plata, cobre y otras aleaciones metalúrgicas.

Su población de mineros contaba con cuernos de animales para extraer los minerales, ‘quimbaletes’ para la molienda y una infraestructura de más de quinientos hornos, wayras o wayranas,  ubicadas en partes altas donde el viento las atizaba con la fuerza de sus pulmones. Las ‘madres de los minerales’ recibían sus primicias en un ushnu de dos niveles, bastante bien conservado. 

Betanzos llamó ‘bultos’ a las representaciones del Sol. Albornoz tomó a las wakas como ‘bolos’. Nunca se sabrá cómo fueron. Lastimosamente los españoles fundieron los de rico metal para llevárselos. A las piedras, sencillamente las desdeñaron.

Hay una pieza que pervive aún en el Qosqo, pero no tengo el derecho de permitir que sea mostrada en un museo como una curiosidad. No es como la hucha mikhuq, piedra alargada y semi ovoide “que come las penas, las angustias, las cóleras, los resentimientos, las envidias, cuanto hay de negativo en las personas que acuden en su busca para limpiar su alma.” En cambio reciben la energía positiva que ella puede hacer aflorar de su interior. Así pueden sentirse libres de los conflictos cotidianos yéndose en paz. Sobre la otra creo que  debe seguir donde se encuentra, mientras la comunidad que la custodia no decida lo contrario.

Las construcciones que se destinaron, como residencia, para las wakas principales, según escucharon los cronistas, estaban recubiertas con láminas de oro  y plata. Se daba casos en que habían sido colocadas en las junturas de los muros o dobladas en las esquinas para su adorno. Las wakas, salvo el material en que estaban hechas, no tuvieron nada espectacular para la soldadesca peninsular. Ellos solo querían apoderarse de las riquezas de Qosqo.

En su afán de dominar para imponerse no advirtieron que, las wakas reproducían las condiciones del paisaje y los fenómenos particulares propios de los diferentes pisos ecológicos de los Andes, así como hechos históricos verdaderos o míticos relacionados con los Inkas.

Al clérigo, extirpador de idolatrías, le hubiera gustado encontrarlas en un marco opulento para  defenestrarlas y sentirse victorioso. Si las llegó a ver, carecían casi de importancia. Los bolos de oro y plata desaparecieron en el  despojo de Qosqo. Las piedras, cabe que se las llevaran y ocultaran los wakakamayoq o que los primeros vecinos españoles de la ciudad las colocaran en los cimientos o ventanas de sus casas.

Albornoz y Polo de Ondegardo apuntaron, en sus escritos, toda la información que pudieron recolectar acerca de su condición. Algunas wakas que eran cerros, rocas o puqyus (manantiales), por ejemplo, no necesitaban ser representadas. Albornoz menciona setenta y un wakas en el Qosqo; Polo de Ondegardo, entre tanto, fue mucho más allá que aquel, haciendo un recuento exhaustivo. Llegó a nombrar trescientos treinta y tres wakas, agregando que pueden ser hasta trescientos cincuenta y quizá más, contando las wakas locales. Sobre las líneas o seqes propone un estimado de cuarenta, no necesariamente rectas, a lo largo de las cuales estaban colocadas.

El licenciado describe al Tawantinsuyu como “… quatro partes… que llamaron colca suyu, zincha suyo, ande suyo, inde Suyo… (desde) el Cuzco, del qual salen quatro camynos cada vno para una parte destas, como (aparece) en la carta de las Guacas…’ agregando que en ninguna parte fueron tantos los adoratorios.

Brian S. Bauer le da la razón al comentar que el Qosqo ‘…era inusual por su gran número de huacas… ‘ y que  “…además de ser el asiento real de la dinastía reinante y el núcleo gubernativo de la formación  política incaica era el centro geográfico y espiritual del imperio…’

En otro parte acota. “Aunque se trate de una hipótesis sugiero… en base a los patrones preexistentes del culto a los santuarios -fundado en el culto panandino de objetos y lugares sagrados-, los ceques de Cusco crecieron desde un sistema aldeano hasta llegar a ser la manifestación más compleja que conozcamos del culto a las huacas.’    

Los españoles llamaban ídolos a las wakas. El Inka Garcilaso les aclaró que eran cosa o sitio sagrado. No sólo se trataba de elementos de la naturaleza o del cosmos sino de “lugares naturales que tenían algo sobresaliente, como nevados, cerros, valles, fuentes, manantiales, rocas con alguna forma, abras, palacios inkas, cuevas, pasadizos, árboles y caminos; o, que registraban acontecimientos históricos importantes. Algunas wakas fueron observatorios y registraban las salidas y puestas del sol y otros astros.”

También se incluyeron wakas referentes a estados de ánimo (la alegrìa, el temor, la ira) o funciones vitales (el sueño, el cansancio, la muerte súbita)) de las gentes. Los españoles creían que les rezaban. Lo que hacían era hablarles, entablar una especie de monólogo como se hace hasta ahora en las comunidades, dando lugar a una comunicación íntima, o llegando a una especie de diálogo, si eran sacerdotes, pues obtenían respuestas. ‘Ese era el grano de oro,’ solía decir el médico arqueólogo Arturo Jiménez Borja. 

La mayoría de las wakas eran piedras semi redondas y aplanadas, como diluidas por el agua de los ríos que, al pasar su mano sobre ellas, con  la suavidad de una seda, produjeron un desgaste uniforme; o tal vez pulidas con unción por los canteros. Había una, dice Albornoz, que era como una bola, y no se puede saber la diferencia con los bolos que por la descripción se supone fueron redondos, así como también había guijarros o pedruzcos colocados en grupos.    

Otras, también únicas, estaban al borde de la Waqaypata y cerca de la Kusipata. El “bulto” del Sol estaba en el Qorikancha. Parece que lo sacaban, en algunas fiestas u otras ocasiones, y lo ponían en una especie de torre de piedra circular que había allí, donde sólo entraban el Inka, el Tarpuntay, el Willka Uma y otros sacerdotes. Igualmente podía ser expuesto en una plataforma que había en la plaza principal, junto a una pila. En ese lugar había una columna de oro, que también era waka.

Las wakas tenían cierto poder, ya que ayudaban a quienes les hacían ofrendas o se abstenían de dar su apoyo si eran olvidadas. Solían recibir pedidos, confidencias y deseos, favorecían las actividades humanas en base a experiencias o innovaciones; también aumentaban la producción de la tierra, la multiplicación de los animales, todo lo que era vida, sin que se observara una sujeción, sino una reciprocidad.

En Qosqo fueron muy numerosas y también en las comarcas cercanas donde algunas tenían los mismos nombres que en la capital imperial, por ser semejantes a las principales, lo que se puede aplicar a Machupiqchu.

Como Albornoz, el licenciado se percató de que, conociéndolas, se podía identificar a las que había en otras partes, porque a imitación del Cusco, guardaban un mismo orden.

Para este estudio he tomado en cuenta la descripción de las wakas del cura Cristóbal de Albornoz, así como las wakas que se hallan en la relación del licenciado Juan Polo de Ondegardo. Sus datos me han permitido identificar los sitios sagrados en Machupiqchu, que pueden tener semejanza con algunos de la ciudad puma.

El derecho de autoría que tiene el licenciado sobre su registro, que está extraviado desde mediados del siglo XVII, tiene un respaldo que no puede ignorarse. Por fortuna no es inédito. Fue conocido por varios cronistas de su época, quienes le hicieron excelentes comentarios.

En ellos Bauer encontró indicios concluyentes que lo señalan como su indiscutible autor. Rowe dijo que había un extracto  publicado en 1585, por orden del Tercer Concilio Limense, con el título de ‘Los errores y supersticiones de los indios’, sacados del tratado e indagaciones que hizo el licenciado.

Por lo mismo se debe considerar a Betanzos y a Polo de Ondegardo como los pioneros en el estudio de las wakas y seqes. Ellos efectuaron este trabajo a solo unos años de la invasión española, cuando estaba vigente la religión andina.

Alfonsina Barrionuevo

lunes, 1 de marzo de 2021

EL ORO INKA

Los cronistas se ocuparon con afán de las nuevas tierras conquistadas (Perú) porque el tema revolucionó Europa por la cantidad de los objetos de oro que llegaban de América. La opulencia de su exhibición dio lugar a que otros países se sintieran excluidos de participar en el botín que era enviado a España desde las Indias.

La única manera de intervenir fue oscura, dedicándose a la piratería, obteniendo patente de corso o abusando del poder con la trata de numerosos pueblos del Africa, a cuyos habitantes capturaban y vendían después en los mercados humanos. 

Solamente los tres primeros españoles, Pedro Martín de Moguer, Martín Bueno y Francisco de Zárate, que llegaron al Qosqo el 14 de febrero de 1533 con una tropa de feroces kañaris y lo desmantelaron, supieron cómo fue la ciudad. Ella creció, en un espacio monumental, rodeada de siete colinas como cóndores de piedra. Wanakaure, Senqa, Pachatusan, Muyuq Orqo, Saqsaywaman, Pukin y Piqchu

Ellos encontraron lo que ambicionaban, tablones de oro ‘del grosor de mi dedo pulgar’,  comentaría extasiado el padre Bartolomé de las Casas, quedándose corto. Otras piezas hicieron brillar sus ojos de lujuria. Aquella fue gente  ruda, inculta, hambrienta de poder que se lanzó a coger cuanto había pensando en su futuro reparto.

En su libro sobre Machupiqchu, el arqueólogo Marino Sánchez calcula, que sólo de los muros del Qorikancha deschaparon setecientas planchas de oro de tres de cuatro palmos de largo y diez a doce libras de peso. Era tal su riqueza que hasta sus techos, que simulaban ser de paja, eran de oro. Pedro Cieza de León decía que los pedruzcos de sus jardines fueron de oro.                                                                  

El arqueólogo Manuel Chávez Ballón, quien me proporcionó una excelente información sobre la historia del Qosqo, fue el primer investigador que me habló de sus wakas. Tuve la suerte de que hiciera conmigo un recorrido por un circuito muy poco visitado del Valle Sagrado.

Fue un viaje muy ilustrativo para los lectores de mi página ‘Descubriendo el Perú’ del diario ‘El Comercio’ de Lima. Verdadera cátedra desde que salimos por San Sebastián, siguiendo a San Jerónimo, el grupo arqueológico de Choqepuqyu,  la laguna de Wakarpay, Andahuaylillas, Huaro, Urcos, Quiquijana, Checacupe y Tinta, hasta  el templo de Raqchi.

Con él seguí los pasos de Pachakui Inka Yupanki, gran legislador y urbanista.

En mi búsqueda de los templos o sitios sagrados de Machupiqchu, podría parecer controversial la presencia de Cristóbal de Albornoz y Juan Polo de Ondegardo. Ellos, como Betanzos u otros, me han prestado su ayuda, al historiar aspectos de un mundo que se mantiene palpitante en sus crónicas. A cierta distancia de siglos recogieron una abundante cantidad de datos que interpretaron a su manera. Albornoz puso sobre mi mesa de trabajo un descubrimiento doblemente sensacional. Primero, que los Inkas no tuvieron ídolos. Segundo, que las wakas sólo representaban fuerzas poderosas, vivas, de la tierra y el  espacio. En ellas ponían unos bolos o bultos de oro, plata, piedra y diversos materiales para pedir agradecer o demandar  los beneficios o perjuicios que ocasionaban en sus vidas y en la salud de sus campos. El doctrinero no quería, por supuesto, competencias. Necesitaba cambiar ese panorama sacro para implantar el suyo traído del otro lado del Atlántico.  

Polo de Ondegardo, desplegando su condición de jurista, se comportó con mayor amplitud y comprensión con la gente que trató. Para él su misión no era contar solamente su número. Más bien averiguar en lo posible cómo funcionaban sus rituales, sin propósito de castigar sino más bien de ser objetivo. Sin parcializarse con nada, ajeno a la pasión del sacerdote.

Rowe comenta que su formación académica le permitió captar con orden toda una organización  sobre el desenvolvimiento de un novedoso sistema de seqes y wakas. 

Ambos, son los principales responsables de la investigación que emprendí,  en reversa, para entrar en la religiosidad andina, situándome al otro lado de las versiones históricas que describieron como las sentían de acuerdo a sus intereses. Vale decir ignorando sus valores para imponer los suyos. Atrás debía queda cubierta la existencia de una religión ecológica y carismática y original. El cuidado de sus relaciones con los elementos de la naturaleza. Que vuelve a un plano actual en este siglo con avanzadas para favorecer al planeta en el cual vivimos, nuestro hogar, para defender su medio ambiente.

Algunos cronistas formaron parte de la comitiva del virrey Francisco Toledo. en su Visita General al Perú, la cual tuvo lugar a partir de 1569. Al leer, sus respectivos manuscritos, parece que no intercambiaban opiniones acerca de lo que veían. Estando en posiciones distintas se dedicaron a hacer  su propio  acopio de datos y conclusiones.

Lo más importante no fue la mano que escribió frenéticamente, cazadora de misterios en el confesionario y fuera de él. Se cree que Cristóbal de Albornoz fue de Huelva. Nació posiblemente en 1530-1583. No se sabe cuándo llegó al Perú. En un escrito manifiesta en 1577 que estuvo en el Qosqo, ‘desde hace 12 años’ o sea desde 1565. Fue implacable perseguidor de idolatrías.

Alfonsina Barrionuevo