EL SULLU: CANDADO INKA
La honradez está muy arraigada en
las comunidades andinas. No hay ladrones. El ama suwa, inventado por los
españoles, no funciona entre su gente, así coo tampoco el ama qella (no seas
ocioso) y el ama llulla (/no seas mentiroso). En las estancias o chozas no
necesitan candados. No tienen puertas. Si colocan un palo o dos cruzados
simplemente es para advertir que el dueño está ausente. Quien lo busque para
protegerse de la lluvia o cuando lo ha sorprendido la noche puede albergarse. Se sabe que no tocará nada.
Si un viajero de ciudad quiere dejar su mochila, cámara fotográfica, dinero y
otras prendas puede tener la máxima confianza. Los gobernantes roban en muchas
partes del mundo. En los Andes de Perú sabemos que existe una honradez
acrisolada.
Sin
embargo, hay un candado de madera que se llama sullu. También hay puertas de
madera en algunas construcciones inkas. El candado que aparece bellamente
pintado es ceremonial. Hasta ahora los sullus corrientes sin decoración se usan
para cerrar las kanchas donde descansan las alpakas durante la noche. Quizá se
usaron en la época inka para guardar los rebaños de alpakas y llamas blancas del Sol. Los ejemplares que
quedan son muy escasos y no se ha indagado su objeto con los ancianos que
pueden tener información.
SAN GIL: El SANTO DE LA MUERTE
En los Andes concepto que existe sobre
la muerte es muy diferente a otros. Ella es el puente que se tiende “entre la
vida que vivimos y la otra donde el tiempo no cuenta.” La muerte no es fea, no
es definitiva. La muerte no es estática, no está siempre en la sombra. La
muerte es dinámica, es movimiento, es energía pura. Puede ser amiga,
protectora, consejera y, en todo caso, sólo una manera de volver a las fuentes
de origen. Entre los 328 santuarios que existían a lo largo de los seqes del
Qosqo Inka había un santuario, Tankarani, que era el asiento de la muerte.
Según la tradición las jóvenes
doncellas, de ciertas comunidades, la
celebran todavía una vez al año. En una canastilla tejida de ichu colocan las
calaveras y prendiendo flores en sus agujeros orbitales, circundando su huesa
con guirnaldas, las sacan para bailar en festivas rondas.
La muerte es sólo un camino para la
gente del campo o una puerta que se abre para pasar a una tercera dimensión. La
cima de un cerro legendario donde las gentes son felices porque pueden trabajar
libres de sequías y heladas, donde los campos están siempre verdes y las
cosechas son generosas.
El hallazgo de la muerte, confundida
con la población celestial de una iglesia de Espinar, sorprendió hace más de veinte años a los encargados de
hacer un inventario de imágenes religiosas para el Instituto de Cultura de
Qosqo. Los ecónomos que guardan celosamente las pesadas llaves del centro no
pudieron darles mayor información. Sólo rogaron que no la saquen de allí y así
debe ser.
Estaba como un santo más desde el
virreinato. Tanto así, que su ropaje es de buena tela, de antigua data, así
como las flores de papel que adornan su frente. Se le conoce como San Gil y
goza el prestigio de ser muy efectivo como personaje de persecución y de
justicia.
Los ecónomos nunca se extrañaron de su
presencia, ya que idéntico personaje aparece en los cuadros de pintura
religiosa cortando el árbol de la vida de los pecadores, sentado a la cabecera
de los pacientes, como muestra de que llegó su hora, y con
un niño,”en su corazón”, cuando fue
madrina de un niño que nació antes de tiempo, al que concedió el don de
curar.
Espinar, Canas y Chumbivilcas, forman
el trío de provincias altas cusqueñas y la principal actividad, debido a la
altura, sobre los 3,700 metros, es la cría de ganado vacuno. Si algún animal es
robado los damnificados son capaces de mover cielo y tierra para recuperarlo.
Para ello, los “sherlock holmes” andinos examinan el sitio donde se movió el
ladrón o los ladrones y por si acaso recogen en una chuspa o bolsa las huellas
sospechosas que encuentran. Cuando no logran descubrir al ladrón les servirán
cuando recurran a San Gil, la muerte, encaminándose a su altar enfervorizados
por el odio que agita tempestades y envenena sus corazones.
Los comuneros quieren tanto a sus
animales que nada puede enfurecerlos más que alguien se los arrebate. En los
lugares que es famosa por los abigeos que cogen sus vacas y caballos cuando
pueden, sólo la muerte, como máximo castigo, puede resarcir de su pérdida
a los perjudicados.
Si el ladrón es reconocido la demanda
al juzgado es inmediata y no habrá contemplaciones con él. El asunto se torna
crítico cuando es imposible identificar al culpable. Entonces vale su primera
medida. Haber conservado la huella conservada de sus pisadas si estuvo fresca,
porque la tierra estaba húmeda, o si se pudo recoger aunque sea el polvo,
porque la tierra estaba seca.
La familia va entonces a la iglesia y
pide al ecónomo que le permita rezar a San Gil y dejarle su pedido. La huella
que fue embolsada se deposita a sus pies, quizás con alguna flor, pero sin el
k’intu de coca que se pone para las ofrendas. Esa especie de demanda o llamado
a la muerte hará que desate su mano justiciera sobre el culpable o culpables,
siendo el fin de un drama cuando ya no les quedan lágrimas a las mujeres para
seguir llorando y los hombres han renunciado a la ilusión de recuperar lo que
era suyo.
Se ignora cómo subió la muerte a
los altares. Esta iglesia es tan lejana, tan abandonada, donde rara vez llega
un sacerdote que, sólo en siglos pasados, al devenir en ganaderos los kurakas y
las comunidades, la introdujeron subrepticiamente entre sus altares. Ante los
frecuentes robos de que eran objeto sólo les quedaba pedirle la pena máxima
contra las ladrones.
Sus ocasionales devotos deben entrar
con cuidado a la iglesia por el lado derecho, hacer su petición rogándole con
unción que se movilice como un viento justiciero tras el o los malhechores y le
quite la vida para que no sigan cayendo como un azote sobre las kanchas o corrales
donde guardan a sus animales. Al irse deben hacerlo por el lado izquierdo
porque su anonimato les impedirá salvará. Conocer su identidad, pero están
seguros que la santa muerte cumplirá su ruego. Dos velas negras encendidas de
cabeza se consumirán ante su altar mientras ella cumple su fúnebre e
irremediable tarea.
Alfonsina
Barrionuevo