domingo, 25 de agosto de 2019


EL NIÑO DE CHILKA

Sus pequeños ojos se llenaron de cielo por unos segundos. Al cabo bajó la noche. Sus padres se acomodaron en la cueva entre pieles de animales salvajes. Después un sueño eterno los envolvió a los tres.

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Hasta allí llegó el examen exhaustivo de los restos de una antiquísima familia en la cueva del cerro de las Tres Ventanas. En la entrevista el arqueólogo comentó que su interior se registró un infanticidio. Me apenó. Pero después agregó que el hombre y la mujer murieron con él. Antes lo arroparon. Su decisión fue comprensible. No quisieron dejarlo solo.
No se sabe cómo sobrevivieron en un lugar tan árido. Pasaron cientos de años para que otras familias poblaran lugares cercanos. La falta de agua los inspiró para vencer a una geografía hostil. Sus manos cavaron en la superficie yerma y lograron quebrar venas subterráneas en su beneficio. En el desierto protegieron los huecos abiertos de la tarea destructora del viento y surgieron las admirables  hoyas de Chilka, a 64 kilómetros de Lima, en la provincia de Cañete. En las  chacras hundidas hicieron florecer la dulzura del camote, la rotundez del zapallo, la generosidad del pallar y la ternura de la calabaza, un imposible de verdor. Todo cuanto ha sido reemplazado en los siglos virreinales por el higo árabe.  

Resultado de imagen para iglesia de chilcaGeneralmente la prehistoria se olvida, pero vale la pena recordarla porque se trata de los ancestros que hicieron habitables los numerosos pisos andinos. En la Chilka antigua la gente armó sus viviendas con juncos y totoras para aprovechar la pesca en el mar, dominando una infinidad de técnicas de acuerdo al clima, la aparición de manchas de peces, el tamaño, el peso y la calidad de sus carnes.
El virreinato le dio a este distrito una iglesia de gran nave y altares barrocos dedicados a la Asunción de la Virgen. A un paso de la ciudad capital se puede ir en los buses que van hacia Chincha. El recorrido es breve si se quiere dejar el vértigo de la urbe para entrar en un abrir y cerrar de ojos, siguiendo la  Panamericana Sur, a un destino relajado. En verano sobre todo cuando el pueblo luce el esplendor del sol.

En unas notas escritas en la segunda mitad del siglo XVI Pedro Cieza de León declaró su extrañeza al hallar a Chilka dentro de un enorme valle, paraje ‘donde no se ve caer agua del cielo ni pasar ni río ni arroyo.’ En esa época su visión de verde, de árboles frutales, maizales y hortalizas, se extendía desde Pachakamaq hasta el sur. El cronista se sintió intrigado al descubrir una técnica prehispánica que lograba una alta producción en la costa árida. Algo nunca visto. Desde las lomas, que son las estribaciones de los Andes, llegó a ver aposentos y depósitos que los inkas usaban cuando visitaban las provincias de su reino.
Sus moradores obtenían una fuerte humedad después de cavar esas hoyas anchas y muy hondas en la arena. En ellas hacían sus sembríos poniendo los granos o semillas  con una o dos cabezas de sardina, recogiendo al final abundantes cosechas.      
Actualmente, en la última semana de febrero, se celebra el festival del higo en el que todavía se puede comprar frutos, licor y mermelada de higo. Aunque las plantas necesitan mayores cuidados y ser rescatadas de la agonía.       
Los trabajos de mantenimiento que hacían los antiguos y sabios chilkas consistían en una constante limpieza de las hoyas. Para proteger sus cultivos ellos retiraban la arena que arrastraba el viento y conservaban la humedad. Los pobladores peninsulares no tuvieron interés en continuarlas y perdieron las magníficas artes agrarias.
Hice el viaje para conocer las viejas hoyas. El abandono se observa en las hojas de las higueras donde se deposita la arena.
El hombre de Chilka, según el arqueólogo Federico Engel, existió hace unos diez mil años y bajó un día de cerros similares al de las tres ventanas. El monseñor arqueólogo Pedro Villar Córdova encontró restos de tejidos, instrumentos de pesca, redes, arpones de hueso y esteras de totora en el litoral.
Los españoles que vivieron en el valle de las hoyas construyeron la iglesia en el siglo XVII, una oración de piedra y barro, dicen algunos estudiosos. Su Hermandad del Santo Sepulcro existe desde el siglo XVI. El hermoso edificio hubiera vuelto al polvo por los deterioros sufridos con el paso del tiempo y los fenómenos telúricos. La han hecho renacer los afanes de la comunidad y la ayuda de instituciones y empresas amigas que han realizado su salvataje.
Alfonsina Barrionuevo

domingo, 18 de agosto de 2019


EL LINAJE DE LA OKA
         
La oka (oca), (Oxalis tuberosa), se engríe cuando comienza a germinar en una cuna abierta por encima de los 3,500 metros sobre el nivel del mar, retoza como una niña linda, antes de convertirse en un regalo de los Apus, los cerros tutelares, y el Padre Sol.
Su piel es tan delicada y fina que se come sin pelarla. El ingeniero Tulio Medina Hinostroza, quien dedicó parte de su vida a su estudio, afirmaba que este noble tubérculo nativo tiene tanta antocianina como el maíz morado. Se trata de pigmentos que capturan los radicales libres o factores que determinan el envejecimiento prematuro en el organismo humano.
En Europa y en  Estados Unidos han analizado con mucho interés estos pigmentos antioxidantes. Una investigadora del Museo de Historia Natural de la Universidad de Chicago vino inclusive para conocer los adelantos logrados y conocer por qué hay tantas variedades en los Andes, así como sus propiedades alimenticias y medicinales.
La presencia de la oka en laderas y hasta cúspides andinas es increíble, porque sobrevive a las inclemencias de la altura soportando heladas, granizadas y sequías.
El agricultor que sigue técnicas de cultivo y formas de procesamiento milenarias, siembra al mismo tiempo numerosas variedades de la especie, cada cual con capacidad natural para afrontar un azote de la naturaleza. De cincuenta que son diferentes, unas quince resisten la escasez de lluvia. Si el chiqchi o granizo golpea los surcos otras le harán frente. Lo mismo sucede con las heladas. Por eso nunca falta en la dieta andina.
Sus flores jamás dejan de asomar vivarachas y alegres en los surcos. El viento arrastra a veces el inútil polen fertilizador de los enanos estambres masculinos que nunca pueden alcanzar a los esbeltos pistilos femeninos. Si hay paridad las semillas que producen semejan graciosas pepitas, como diminutas piñas, que los niños hacen reventar en la palma de sus manos.
Que esta semilla no sea viable o no sirva para propagar la oka, no es motivo de preocupación. Hace milenios que el problema fue resuelto por los domesticadores prehispánicos para ellos. Sus antecesores descubrieron que el tubérculo de la oka es un tallo modificado donde se almacenan todos los nutrientes, básicamente almidón, azúcares y agua, que le permiten constituirse en semilla.

Resultado de imagen para ocaLa oka solamente exige amor. En la cosmovisión andina la naturaleza se humaniza y  ella requiere que se le trate como parte de la familia, con cuidado, sin maltratos. Si los campesinos la ofrecen como lo mejor que tienen, hay que recibirla con la misma atención, pues, es un regalo valioso. Si sucede lo contrario, la oca se resiente. Al respecto se cuenta que una vez en Sachapìte, Huancavelica, se olvidaron de las okas en la fiesta que hicieron después de la cosecha para celebrar a otros productos con flores y cintas otros productos. Ellas, muy dolidas, se convirtieron en doncellas de abundantes polleras y llikllas, que se fueron llorando. Las lágrimas amargas que corrieron por sus mejillas, pálidas por la tristeza, determinaron que nunca más volvieran a crecer en las chacras del lugar.
El ingeniero Medina mencionó que Pedro Cieza de León y el Inka Garcilaso apreciaron que su consumo masivo en el Tawantinsuyu. En la oka hay una condición de factibilidad, un origen cósmico. Lo entendieron bien los doctrineros para advertir que era grata en las ofrendas a la tierra y trataron de hacerla desaparecer. Lo que hizo la oka fue refugiarse donde no les fuera difícil llegar. En 1996 se formó en el INIA una colección de 1,200 muestras de oca acopiadas de todo el Perú, de diferentes tamaños, formas, colores y sabores.
La señorita oka lleva trajes de acuerdo con su ecotipo o su variedad: blanco, amarillo, rosado y hasta morado, casi negro, la más rica en antocianina. Sus grosores también varían, de una infinita delgadez hasta una rozagante robustez. Las más gorditas y cilíndricas llegan a tener un diámetro de varios centímetros.
La  oka se come cruda y sancochada aunque es particularmente deliciosa luego de varias exposiciones al sol como si hubiese recogido dulzura de los rayos del Apu Inti. Algunas son harinosas, muy ricas. En varios lugares, como Puno, Cusco o Junín, se conserva como un legado ancestral el congelamiento y deshidratación del tubérculo para obtener la khaya, muy parecida a la tunta o chuño de papa amarga. Aunque parezca casi idealizada dicho producto es potente y sirve para hacer dulces y sopas.
En lugares inhóspitos de la Cordillera, donde no hay riachuelos y el astro rey es castigador, los caminantes y labriegos suelen llevar consigo un fiambre de oka para refrescarse porque el ochenta por ciento del tubérculo es agua. En esas soledades con su sabor agridulce no son necesarios los carbohidratos, sino los azúcares que mantienen la energía.
El periodista Reinaldo Trinidad contaba haber visto en 1976, en Nueva Zelandia,  cultivos de oka para el Japón, donde se consume en ensaladas y encurtidos. Gracias a su sabor agridulce, a su producción ecológica y a su rico contenido de carbohidratos, azúcares y antocianinas, la oka está llamada a jugar -como en el antiguo Perú- un papel protagónico en la alimentación sana del país y el mundo.
Otro prodigio comestible de nuestros Andes.
Alfonsina Barrionuevo

domingo, 11 de agosto de 2019


FRIJOLES O FREJOLES

Hace unos siete mil años, un bebé frejol sacó la cabeza de su cuna en la vertiente oriental de la Cordillera de Ancash y abrió los ojos. Miró al frente y se encontró con un gigante de nieve impoluta, ¡el Huascarán! Lo vio tan amistoso, que una sonrisa floreció en su boca diminuta. El nevado se sintió paternal y tuvo la misma sensación que aumentó cuando otros bebés frejoles, sus hermanos, lo miraron risueños.
En el siglo pasado el arqueólogo estadounidense Tomás Lynch y su equipo hallaron evidencias de la existencia de frejoles muy antiguos (Phaseolus vulgaris) en la Cueva de Guitarrero frente a la ciudad de Yungay, a una altitud de 2,500 metros y a 160 metros sobre el río Santa. En la ladera oriental de la Cordillera Negra, dice el arqueólogo Lorenzo Samaniego Román, sus habitantes dejaron una punta de flecha y un cuchillo de piedra.
Las semillas de frejol se multiplicaron con el tiempo en los valles bajos interandinos. Según el tipo de tierra tomaron diferentes colores y texturas incorporándose a la mesa de los poblados.
Si se quisiera descubrir su origen habría que recurrir a una lupa que deje ver el pasado. Pudo haber entrado en la canasta de los alimentos donde, según la leyenda, se recogieron los restos del cuerpo de un niño recién nacido, hijo del Sol y de una pobre mujer creada por Pachakamaq. El voluble señor dio vida a la primera pareja de la costa o chala, frente a las llanuras líquidas del mar y se fue sin dejarles medios para subsistir.

Resultado de imagen para FREJOLESEl hombre, débil para luchar, rindió su vida. La mujer sola, desesperada y hambrienta, increpó al astro radiante que la miraba indiferente desde su trono celeste y le pidió que la ayudara o le enviara la muerte consoladora. El Sol la fecundó con sus rayos y le dijo que no le faltaría sustento. Al enterarse de su intervención Pachakamaq, disgustado, cogió al niño que ya caminaba, lo despedazó y enterró. 
La madre clamó el castigo para el malvado y Pachakamaq asustado permitió que sus restos florecieran. De sus blancos dientes nació el maíz; de las costillas y los huesos las yukas y los demás tubérculos; de la carne, los pepinos, los pakaes y varios árboles. Así refiere el padre agustino Antonio de la Calancha. Podría ser que entre todos los alimentos que nacieron se encontrara el frejol, al que también llamaban poroto.
En la cerámica prehispánica hay muchas representaciones del frejol. El arqueólogo Hans Horkheimer anotó haber visto figuras de leguminosas con semillas que tenían la forma de cabezas humanas. En el plano de las suposiciones podría considerarse que las deformaciones craneanas en los pueblos costeños, para lograr las cabezas largas, habrían tenido como objeto que se parecieran al frejol.
Agregó haber encontrado en Cachicadán, La Libertad, una pequeña clase de leguminosa cuya forma y dibujo simétrico configuraban la de una cabeza humana en miniatura, así como diseños en telas de la cultura naska.

Resultado de imagen para frejolesAl frejol le basta haber salido de los cuencos de arcilla o de los mates del antiguo Perú, rescatados de las tumbas de los señores, sin sufrir desmedro, intacto, apenas marchitado por el tiempo, para revelar su identidad.
Mientras muchos alimentos trabajados genéticamente por los antiguos peruanos muestran una ruta clara en Occidente el frejol tiene muy poca información. En “Los Comentarios Reales” el Inka Garcilaso escribió que conoció “hasta tres o cuatro variedades de unas semillas llamadas frejoles del talle de las habas, aunque menores”. Afirmó además que había “frejoles de comer” y otros que no, redondos, como hechos de turquesa de muchos colores y que en común les llaman chuy”.
El frejol mexicano, que tiene su propio cuna en Mesoamérica, viajó primero. El neurocirujano investigador Fernando Cabieses refiere que Cristóbal Colón los llevó en su segundo viaje en 1529. Alvaro Nuñez Cabeza de Vaca los sacó de la Florida. En ese mismo año Carlos V los envió como regalo al Papa Clemente VII. En 1570 en un banquete ofrecido por el Papa Pío V se sirvió una torta de frejoles.
En 1539 y 1542 los registraron botánicamente Hieronimus Bok y Leonardo Fuchs. Es posible que para entonces ya hubieran sido llevados los nuestros. Del Mediterráneo pasaron al Lejano Oriente y allá se llamaron “habas turcas”. En 1751, concluye Cabieses, el gourmet napolitano Vicente Corrado aconsejaba en su libro “El Cocinero Galante”, comerlos fritos en aceite, condimentados con pimienta, jugo de limón y jamón.
Alfonsina Barrionuevo

domingo, 4 de agosto de 2019


LA PATRONA DE LOS CHUTITOS 

Un blanco lucero cubre desde arriba el templo de la Virgen de Sapallanga, Junín. Un lucero que fugará con la última bengala de sus amorosos vecinos. Sus devotos, que pintaron la noche con acuarelas.
El día de su fiesta la mañana se descuelga entre una lluvia de oros y el pueblo se alhaja con el son argentino de las campanas. Los peregrinos, que caminan buscando sus huellas, sacuden el rocío de sus galas y prenden en su rostro una lámpara de júbilo.
Se afirma que ella llegó a la comarca en setiembre por un camino de agua y dejó que unos niños de pies descalzos y pobremente vestidos la llevaran en una rústica anda de ramas de eucalipto. La sorprendieron junto al manantial donde estaba lavando los pañales de su guagua. Los niños se sentaron en la hierba para hablarle y ella les contó muchas cosas que no sabían. ‘Quiero que venga el señor cura y que los vecinos hagan mi casa aquí’, les pidió cuando se despidieron. ‘Si, señora bonita. Estaremos felices de que vivas con nosotros’. ‘Uds. cumplirán porque son puros’, fueron sus palabras y sintieron un soplo dulce en sus mejillas.

Resultado de imagen para virgen de sapallangaEl señor cura y el alcalde de un pueblo vecino acabaron por ir al paraje ante la insistencia de los muchachos. ‘¡Cómo nos hayan engañado recibirán unas buenas palmadas!’, dijeron en tono de burla. A un metro del manantial hallaron la imagen de una Virgen de piedra, pequeña como el sueño de un gigante, e hicieron traer unas andas para trasladarla a su iglesia. Cuatro hombres robustos se ofrecieron para cargarla, más no pudieron ni moverla. Pesaba como clavada en la ch’anpa. ‘Nosotros la llevaremos’, dijeron los niños y la levantaron como si fuera una pluma. Pero, luego volvió a pesar. ‘Es que ella dijo que quería tener su casa aquí’, recordaron. Así tuvo que ser. En su homenaje hay siempre qarachakis, pastorcitos de pies descalzos, de ropas oliendo a cabra pero de alma limpia.

Resultado de imagen para chonguinada de juninLas callejas huelen todavía a ponche y las gentes apuran su dedal de aguardiente o guarapo, para cortar la madrugada y se alegran de ese modo mientras las mujeres abrigan al tiempo con velas que arden pidiendo alguna gracia. Los mayores hablan, al calor de los fogones, de cuando el valle del Mantaro era una laguna que agitó el espejo de sus aguas para que el arco iris no pudiera admirar su belleza. De su pecho convulsionado por la ira salieron dos amarus, serpientes gigantescas con alas que echaban fuego por las fauces y que la golpearon con sus colas. La laguna huyó despavorida al cielo y en su lecho vacío apareció una enorme wanka. A su lado estaban los primeros seres de su mundo, el Taita y la Mama.
El día camina de puntillas entre nubes rosa y las priostas colocan en cada esquina de la plaza  una mesita con arco de ramas de café y flores de la selva. Al pasar los caminantes besan con unción la punta de uno de los mantos de la Virgen, dejan una limosna y se llevan una varita de romero y un alaipan, diminuto panecillo bendecido en una misa.
Desde las vísperas los frailes dominicos de Santa Rosa de Ocopa celebran en el altar de la iglesia decenas de misas hasta que la santa señora sale en  procesión. Cuestan cien soles las rezadas, quinientos y mil soles las cantadas, con casullas de trama dorada según la economía de los fieles. Para la Virgen todos son iguales y valen más las misas de los pobres porque son ternura reunida de centavo en centavo, de migaja en migaja, para poner en sus manos sus lágrimas y en su pecho sus anhelos.
Su recinto, prácticamente una ermita, conserva por dentro su adorable vejez,  sus santos de madera y sus altares sencillos. Hace calor con los miles de velas que arden día y noche para alumbrar el camino de la Virgen de Cocharcas, quien llegó por un camino de piedra, de nubes, de agua y de flores.
A las doce, cuando el sol parece un quinto de oro caído sobre los cerros las campanas tienden en el aire su alfombra de repiques llamando a los danzantes. Los negritos, evocación de los esclavos que sudaban sangre en los barcos de los negreros portugueses,  cogen con delicadeza las cintas de sus andas. Ahora no hay más esclavos y ellos con sus trajes de luces y sus chicotillos de plata parecen señores.
En los arcos con encaje de crepé los waqrap’ukus, cornetas de cuerno, levantan su ronco bramido. Las cuadras enanas de Sapallanga se hacen largas al paso lento de los cargadores que siguen a mujeres de cotón, hombres de caras pavonadas de luces, cuadrillas de inkas con mantos de tricomía, chutos que hacen guardia a pallas vestidas de primavera y chonguinos como caballeros virreinales. El camino parece sembrado de música, en la paz alborotada del pueblo que ama a rabiar a su patrona y dispara su alegría en una fecha de antología.
Alfonsina Barrionuevo