FRIJOLES O FREJOLES
Hace
unos siete mil años, un bebé frejol sacó la cabeza de su cuna en la vertiente
oriental de la Cordillera de Ancash y abrió los ojos. Miró al frente y se
encontró con un gigante de nieve impoluta, ¡el Huascarán! Lo vio tan amistoso,
que una sonrisa floreció en su boca diminuta. El nevado se sintió paternal y
tuvo la misma sensación que aumentó cuando otros bebés frejoles, sus hermanos,
lo miraron risueños.
En
el siglo pasado el arqueólogo estadounidense Tomás Lynch y su equipo hallaron
evidencias de la existencia de frejoles muy antiguos (Phaseolus vulgaris) en la Cueva de
Guitarrero frente a la ciudad de Yungay,
a una altitud de 2,500 metros y a 160 metros sobre el río Santa. En la ladera
oriental de la Cordillera Negra, dice el arqueólogo Lorenzo Samaniego Román,
sus habitantes dejaron una punta de flecha y un cuchillo de piedra.
Las
semillas de frejol se multiplicaron con el tiempo en los valles bajos
interandinos. Según el tipo de tierra tomaron diferentes colores y texturas
incorporándose a la mesa de los poblados.
Si
se quisiera descubrir su origen habría que recurrir a una lupa que deje ver el
pasado. Pudo haber entrado en la canasta de los alimentos donde, según la
leyenda, se recogieron los restos del cuerpo de un niño recién nacido, hijo del
Sol y de una pobre mujer creada por Pachakamaq. El voluble señor dio vida a la
primera pareja de la costa o chala, frente a las llanuras líquidas del mar y se
fue sin dejarles medios para subsistir.
El
hombre, débil para luchar, rindió su vida. La mujer sola, desesperada y
hambrienta, increpó al astro radiante que la miraba indiferente desde su trono
celeste y le pidió que la ayudara o le enviara la muerte consoladora. El Sol la
fecundó con sus rayos y le dijo que no le faltaría sustento. Al enterarse de su
intervención Pachakamaq, disgustado, cogió al niño que ya caminaba, lo
despedazó y enterró.
La
madre clamó el castigo para el malvado y
Pachakamaq asustado permitió que sus restos florecieran. De sus blancos dientes
nació el maíz; de las costillas y los huesos las yukas y los demás tubérculos;
de la carne, los pepinos, los pakaes y varios árboles. Así refiere el padre
agustino Antonio de la Calancha. Podría ser que entre todos los alimentos que
nacieron se encontrara el frejol, al que también llamaban poroto.
En
la cerámica prehispánica hay muchas representaciones del frejol. El arqueólogo
Hans Horkheimer anotó haber visto figuras de leguminosas con semillas que tenían
la forma de cabezas humanas. En el plano de las suposiciones podría
considerarse que las deformaciones craneanas en los pueblos costeños, para
lograr las cabezas largas, habrían tenido como objeto que se parecieran al
frejol.
Agregó
haber encontrado en Cachicadán, La Libertad, una pequeña clase de leguminosa cuya
forma y dibujo simétrico configuraban la de una cabeza humana en miniatura, así
como diseños en telas de la cultura naska.
Al
frejol le basta haber salido de los cuencos de arcilla o de los mates del
antiguo Perú, rescatados de las tumbas de los señores, sin sufrir desmedro,
intacto, apenas marchitado por el tiempo, para revelar su identidad.
Mientras
muchos alimentos trabajados genéticamente por los antiguos peruanos muestran
una ruta clara en Occidente el frejol tiene muy poca información. En “Los
Comentarios Reales” el Inka Garcilaso escribió que conoció “hasta tres o cuatro
variedades de unas semillas llamadas frejoles del talle de las habas, aunque
menores”. Afirmó además que había “frejoles de comer” y otros que no, redondos,
como hechos de turquesa de muchos colores y que en común les llaman chuy”.
El
frejol mexicano, que tiene su propio cuna en Mesoamérica, viajó primero. El
neurocirujano investigador Fernando Cabieses refiere que Cristóbal Colón los
llevó en su segundo viaje en 1529. Alvaro Nuñez Cabeza de Vaca los sacó de la
Florida. En ese mismo año Carlos V los envió como regalo al Papa Clemente VII.
En 1570 en un banquete ofrecido por el Papa Pío V se sirvió una torta de
frejoles.
En
1539 y 1542 los registraron botánicamente Hieronimus Bok y Leonardo Fuchs. Es
posible que para entonces ya hubieran sido llevados los nuestros. Del
Mediterráneo pasaron al Lejano Oriente y allá se llamaron “habas turcas”. En
1751, concluye Cabieses, el gourmet napolitano Vicente Corrado aconsejaba en su
libro “El Cocinero Galante”, comerlos fritos en aceite, condimentados con
pimienta, jugo de limón y jamón.
Alfonsina Barrionuevo
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