LA PATRONA DE LOS CHUTITOS
Un blanco
lucero cubre desde arriba el templo de la Virgen de Sapallanga, Junín. Un
lucero que fugará con la última bengala de sus amorosos vecinos. Sus devotos,
que pintaron la noche con acuarelas.
El
día de su fiesta la mañana se descuelga entre una lluvia de oros y el pueblo se
alhaja con el son argentino de las campanas. Los peregrinos, que caminan
buscando sus huellas, sacuden el rocío de sus galas y prenden en su rostro una
lámpara de júbilo.
Se afirma que ella
llegó a la comarca en setiembre por un camino de agua y dejó que unos niños de
pies descalzos y pobremente vestidos la llevaran en una rústica anda de ramas de
eucalipto. La sorprendieron junto al manantial donde estaba lavando los pañales
de su guagua. Los niños se sentaron en la hierba para hablarle y ella les contó
muchas cosas que no sabían. ‘Quiero que venga el señor cura y que los vecinos
hagan mi casa aquí’, les pidió cuando se despidieron. ‘Si, señora bonita.
Estaremos felices de que vivas con nosotros’. ‘Uds. cumplirán
porque son puros’, fueron sus palabras y sintieron un soplo dulce en sus mejillas.
El
señor cura y el alcalde de un pueblo vecino acabaron por ir al paraje ante la
insistencia de los muchachos. ‘¡Cómo nos hayan engañado recibirán unas buenas
palmadas!’, dijeron en tono de burla. A un metro del manantial hallaron la
imagen de una Virgen de piedra, pequeña como el sueño de un gigante, e hicieron
traer unas andas para trasladarla a su iglesia. Cuatro hombres robustos se ofrecieron
para cargarla, más no pudieron ni moverla. Pesaba como clavada en la ch’anpa. ‘Nosotros
la llevaremos’, dijeron los niños y la levantaron como si
fuera una pluma. Pero, luego volvió a pesar. ‘Es que ella dijo que quería tener
su casa aquí’, recordaron. Así tuvo que ser. En su homenaje hay siempre
qarachakis, pastorcitos de pies descalzos, de ropas oliendo a cabra pero de
alma limpia.
Las
callejas huelen todavía a ponche y las gentes apuran su dedal de aguardiente o
guarapo, para cortar la madrugada y se alegran de ese modo mientras las
mujeres abrigan al tiempo con velas que arden pidiendo alguna gracia. Los mayores hablan, al calor de los fogones, de cuando el valle del Mantaro
era una laguna que agitó el espejo de sus aguas para que el arco iris no
pudiera admirar su belleza. De su pecho convulsionado por la ira salieron dos amarus,
serpientes gigantescas con alas que echaban fuego por las fauces y que la
golpearon con sus colas. La laguna huyó despavorida al cielo y en su lecho
vacío apareció una enorme wanka. A su lado estaban los primeros seres de su
mundo, el Taita y la Mama.
El
día camina de puntillas entre nubes rosa y las priostas colocan en cada
esquina de la plaza una mesita con arco
de ramas de café y flores de la selva. Al pasar los caminantes besan con unción
la punta de uno de los mantos de la Virgen, dejan una limosna y se llevan una
varita de romero y un alaipan, diminuto panecillo bendecido en una misa.
Desde
las vísperas los frailes dominicos de Santa Rosa de Ocopa celebran en el altar
de la iglesia decenas de misas hasta que la santa señora sale en procesión. Cuestan cien soles las rezadas,
quinientos y mil soles las cantadas, con casullas de trama dorada según
la economía de los fieles. Para la Virgen todos son iguales y valen más las
misas de los pobres porque son ternura reunida de centavo en centavo, de
migaja en migaja, para poner en sus manos sus lágrimas y en su pecho sus anhelos.
Su
recinto, prácticamente una ermita, conserva por dentro su adorable vejez, sus santos de madera y sus altares sencillos.
Hace calor con los miles de velas que arden día y noche para alumbrar el camino
de la Virgen de Cocharcas, quien llegó por un camino de piedra, de nubes, de
agua y de flores.
A
las doce, cuando el sol parece un quinto de oro caído sobre los cerros las
campanas tienden en el aire su alfombra de repiques llamando a los danzantes. Los
negritos, evocación de los esclavos que sudaban sangre en los barcos de los
negreros portugueses, cogen con
delicadeza las cintas de sus andas. Ahora no hay más esclavos y ellos con sus
trajes de luces y sus chicotillos de plata parecen señores.
En
los arcos con encaje de crepé los waqrap’ukus, cornetas de cuerno, levantan su ronco bramido. Las cuadras enanas
de Sapallanga se hacen largas al paso lento de los cargadores que siguen a mujeres
de cotón, hombres de caras pavonadas de luces, cuadrillas de inkas con mantos
de tricomía, chutos que hacen guardia a pallas vestidas de primavera y
chonguinos como caballeros virreinales. El camino parece sembrado de música, en
la paz alborotada del pueblo que ama a rabiar a su patrona y dispara su alegría
en una fecha de antología.
Alfonsina Barrionuevo
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