domingo, 4 de agosto de 2019


LA PATRONA DE LOS CHUTITOS 

Un blanco lucero cubre desde arriba el templo de la Virgen de Sapallanga, Junín. Un lucero que fugará con la última bengala de sus amorosos vecinos. Sus devotos, que pintaron la noche con acuarelas.
El día de su fiesta la mañana se descuelga entre una lluvia de oros y el pueblo se alhaja con el son argentino de las campanas. Los peregrinos, que caminan buscando sus huellas, sacuden el rocío de sus galas y prenden en su rostro una lámpara de júbilo.
Se afirma que ella llegó a la comarca en setiembre por un camino de agua y dejó que unos niños de pies descalzos y pobremente vestidos la llevaran en una rústica anda de ramas de eucalipto. La sorprendieron junto al manantial donde estaba lavando los pañales de su guagua. Los niños se sentaron en la hierba para hablarle y ella les contó muchas cosas que no sabían. ‘Quiero que venga el señor cura y que los vecinos hagan mi casa aquí’, les pidió cuando se despidieron. ‘Si, señora bonita. Estaremos felices de que vivas con nosotros’. ‘Uds. cumplirán porque son puros’, fueron sus palabras y sintieron un soplo dulce en sus mejillas.

Resultado de imagen para virgen de sapallangaEl señor cura y el alcalde de un pueblo vecino acabaron por ir al paraje ante la insistencia de los muchachos. ‘¡Cómo nos hayan engañado recibirán unas buenas palmadas!’, dijeron en tono de burla. A un metro del manantial hallaron la imagen de una Virgen de piedra, pequeña como el sueño de un gigante, e hicieron traer unas andas para trasladarla a su iglesia. Cuatro hombres robustos se ofrecieron para cargarla, más no pudieron ni moverla. Pesaba como clavada en la ch’anpa. ‘Nosotros la llevaremos’, dijeron los niños y la levantaron como si fuera una pluma. Pero, luego volvió a pesar. ‘Es que ella dijo que quería tener su casa aquí’, recordaron. Así tuvo que ser. En su homenaje hay siempre qarachakis, pastorcitos de pies descalzos, de ropas oliendo a cabra pero de alma limpia.

Resultado de imagen para chonguinada de juninLas callejas huelen todavía a ponche y las gentes apuran su dedal de aguardiente o guarapo, para cortar la madrugada y se alegran de ese modo mientras las mujeres abrigan al tiempo con velas que arden pidiendo alguna gracia. Los mayores hablan, al calor de los fogones, de cuando el valle del Mantaro era una laguna que agitó el espejo de sus aguas para que el arco iris no pudiera admirar su belleza. De su pecho convulsionado por la ira salieron dos amarus, serpientes gigantescas con alas que echaban fuego por las fauces y que la golpearon con sus colas. La laguna huyó despavorida al cielo y en su lecho vacío apareció una enorme wanka. A su lado estaban los primeros seres de su mundo, el Taita y la Mama.
El día camina de puntillas entre nubes rosa y las priostas colocan en cada esquina de la plaza  una mesita con arco de ramas de café y flores de la selva. Al pasar los caminantes besan con unción la punta de uno de los mantos de la Virgen, dejan una limosna y se llevan una varita de romero y un alaipan, diminuto panecillo bendecido en una misa.
Desde las vísperas los frailes dominicos de Santa Rosa de Ocopa celebran en el altar de la iglesia decenas de misas hasta que la santa señora sale en  procesión. Cuestan cien soles las rezadas, quinientos y mil soles las cantadas, con casullas de trama dorada según la economía de los fieles. Para la Virgen todos son iguales y valen más las misas de los pobres porque son ternura reunida de centavo en centavo, de migaja en migaja, para poner en sus manos sus lágrimas y en su pecho sus anhelos.
Su recinto, prácticamente una ermita, conserva por dentro su adorable vejez,  sus santos de madera y sus altares sencillos. Hace calor con los miles de velas que arden día y noche para alumbrar el camino de la Virgen de Cocharcas, quien llegó por un camino de piedra, de nubes, de agua y de flores.
A las doce, cuando el sol parece un quinto de oro caído sobre los cerros las campanas tienden en el aire su alfombra de repiques llamando a los danzantes. Los negritos, evocación de los esclavos que sudaban sangre en los barcos de los negreros portugueses,  cogen con delicadeza las cintas de sus andas. Ahora no hay más esclavos y ellos con sus trajes de luces y sus chicotillos de plata parecen señores.
En los arcos con encaje de crepé los waqrap’ukus, cornetas de cuerno, levantan su ronco bramido. Las cuadras enanas de Sapallanga se hacen largas al paso lento de los cargadores que siguen a mujeres de cotón, hombres de caras pavonadas de luces, cuadrillas de inkas con mantos de tricomía, chutos que hacen guardia a pallas vestidas de primavera y chonguinos como caballeros virreinales. El camino parece sembrado de música, en la paz alborotada del pueblo que ama a rabiar a su patrona y dispara su alegría en una fecha de antología.
Alfonsina Barrionuevo

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