domingo, 30 de junio de 2019


KUMARA, LA MIEL DE LA TIERRA

Los alquimistas de la Edad Media buscaron hasta el delirio una fórmula para obtener el oro filosofal y la receta para convertir el agua en fuente de la eterna juventud. Ya no se sigue buscando un elixir maravilloso. Los  científicos han optado por otras fórmulas para hacerle frente al tiempo.
Sin embargo es un enigma cómo Wayna Qhapaq, entre los Inkas, conservó cierta tersura de la piel hasta la muerte. A los cronistas que vieron su momia les sorprendió  descubrir su rostro intacto, quedando desmentida la historia de que murió de viruelas. Sobre el particular el ingeniero Daniel Reinosoñ del Centro Internacional de la Papa (CIP), me explicó que el camote (Ipomoea batata) tubérculo prehispánico, se distingue por sus altas propiedades antioxidantes. Es rico en fenoles, antocianinas, betacaroteno y alfatocoferol, además de carbohidratos. Puede ser que los Inkas y Wayna Qhapaq en especial lo usaran en su dieta. En Lima se les da  a los perros y se advierte la brillantez que adquiere su pelaje. Aún no se sabe cuán efectivo podría ser en  cosméticos.
El arqueólogo Federico Engel decía que kumara, el camote, es oriundo del Perú y fue usado por sus antiquísimos habitantes, ubicándose más o menos a finales del Pleistoceno. Sus tubérculos no fueron una tentación. Se trataba de miniaturas, del tamaño de una pasa, y habrían sido descubiertos en las cuevas de “las Tres Ventanas” del cañón de Chilca, al sur de la costa o chala, a unos setenta kilómetros de Lima, a una altitud de 2,800 metros sobre el mar. Los antiguos peruanos trabajaron durante miles de años para que aumentara su tamaño y energía.
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Su domesticación se inició, según calculan Ronald Ugent y Lina W. Peterson, cuando grandes extensiones de América del Norte y del Sur, así como de Europa, estaban aún bajo capas de hielo. En el siglo pasado “como en la época de los hombres preagrícolas peruanos, se registra que ayudó a mitigar el hambre de los japoneses después de la Segunda Guerra Mundial.” En los años de 1,700 la papa tuvo la misma misión con los irlandeses. Aporte invalorable.

El tubérculo, que aparece también en otras partes de América, tiene en el Perú alrededor de unas 500 variedades. Los españoles cambiaron su nombre. Le llamaron camote en nahualt, en lugar de apichu y kumara, como se conocía.
Las virtudes de sus raíces dulces son más apreciadas en el extranjero, donde un día puede pasar de comestible a combustible. Según los investigadores el camote es una gran fuente de etanol. Un tipo de alcohol que mezclado con la gasolina puede servir con ese fin, mientras que su almidón puede ser base para elaborar pintura y hasta autopartes de vehículos.
El Inka Garcilaso lo consignó entre las especies nativas de primer orden. “Los españoles, escribió, les llamaban batatas, y los nativos apichu y kumara, y los hay hasta de cinco colores,  colorados, blancos, amarillos y morados. Para nosotros el camote o boniato sigue siendo la miel de la tierra. Antes era frecuente encontrar en las calles del centro de Lima, vendedoras de camotes asados, derramando su oculta ambrosía. Al horno se come hasta con la cáscara.

Resultado de imagen para camote especiesLa primera forma de preparar el camote fue mediante el fuego. Lo colocaban sobre los leños y los comían un poco chamuscados, pero siempre almibarados. Ellos se adelantaron a la watia y a la pachamanka teniéndole mucha estima. Existen reservas silvestres ancestrales que encontraron un camino hacia los bosques húmedos de Sudamérica señala Ugent.
Sus hojas, mencionó el ingeniero Reinoso tienen efectos lactogénicos, o sea que  incrementan la producción de leche materna. Basta un hervor y están listas para acompañar cualquier plato. Para el caso el seviche es un ejemplo. El camote, en general, aporta minerales y calorías muy buenas para los niños.
Reinaga me contó que los japoneses cultivaron medio millón de hectáreas después de la guerra y en reconocimiento a su valor ellos establecieron el “Día Nacional del Camote”. “Es increíble, agregó, pero tienen un circuito turístico que enlaza a las principales zonas productoras. Lo promueven los industriales que fabrican un licor, el shoshu de camote, que es el segundo en su preferencia después del sake. También lo usan como base de fideos, panes, galletas, hojuelas, gelatinas, mazamorras y hasta helados. En Tokio los productos del camote se venden en un papel escrito en inglés, donde dice que es delicioso, y entregan al comprador una tarjeta o postal que reza: “Es saludable y ayuda a prevenir el cáncer”. A nosotros nos faltarían días para celebrar a los alimentos que entregamos al mundo. Es urgente encontrarles nuevos horizontes para mejorar su producción y alentar al agro. Mientras los peruanos consumimos siete kilos de camote al año por cabeza, en Papúa y  Guinea llegan a cien kilos o sea que el camote en otros países, que no son su lugar de origen, vale mucho más.

Aquí el camote florece desde el nivel del mar hasta los 2,200 metros de altitud, y puede dar dos cosechas al año. En importancia es el sexto cultivo a nivel mundial. Solamente en China son millones, mientras que en el Perú, su patria, avergüenza decirlo, apenas llega a unos miles. No merecemos su dulzura.
Alfonsina Barrionuevo

domingo, 23 de junio de 2019

PAPAS DE COLORES          

Los Andes crían papas de colores. ¡Papas que pinta el arco iris! Parece una fantasía, más en Tayacaja, Huancavelica, la tierra da papas con anillos azules, rojos, verdes, amarillos y morados. ¡Un sueño! La Pachamama realiza este prodigio en un pequeño lugar para demostrar que la papa puede ser bella y convertirse en delicadas hojuelas.      
El nombre de los hombres que domesticaron la papa se ha perdido en los espacios siderales. Nunca se sabrá en qué milenio, ni en qué altura, el tubérculo oscuro amó la mano que lo arrancó de su mundo subterráneo para acunarlo en el surco, meciendo sus sueños salvajes con su canto. Su afán cambió su destino porque la papa que se escondía por ser tosca ahora es deseada en todos los idiomas.
La tradición oral de los pueblos andinos incluye la papa en el buen trato que se da a los alimentos. En muchas partes se come con su cáscara, más delgada que una hoja de papel, porque si se siente ofendida sube al Hanaq Pacha, “la tierra de arriba” para quejarse a los seres del cosmos. Ellos provocan entonces las sequías o las inundaciones y los culpables no pueden sembrar por un ciclo.        
En Huánuco los aukillos, espíritus protectores de  los campos, vigilan también que eso no suceda, multiplicando o reduciendo las cosechas.
En gratitud una los agricultores les llevan sus “pagos” u ofrendas, con especies de los tres reinos de la naturaleza, naranjas, huesos de cóndor, coca, flores, varitas de oro y plata, conchas marinas y diminutas estatuillas de piedra de Huamanga que representan alpakas suri y wakaya, entre otros animales de su agrado.
Las investigaciones de genetistas nacionales y extranjeros determinan que el centro de la domesticación de la papa se encuentra entre Cusco y Puno, donde se ha llegado a contar alrededor de 3,500 variedades cultivadas y en estado  silvestre. Su adaptabilidad al clima les permite bajar cerca de la chala, a unos kilómetros del mar. Sin embargo, su diversidad se glorifica  en altura.  

Imagen relacionadaLos alfareros muchik que, hace más de mil años registraron su existencia en la arcilla, la humanizaron. Hans Horkheimer señaló que hay representaciones donde los rasgos antropomórficos parecen mutilados, como si se tratara de utosos. Podrían corresponder al registro de una epidemia de leishmaniasis, logrando un gran parecido a las típicas narices perforadas y las bocas sin labios. 
La cerámica naska muestra a su vez plantas que detallan diferentes variedades de papa con sus tubérculos, sus hojas y flores. Guaman Poma consignó en el siglo XVI un sembrío de papa. Actualmente en Poroy, Qosqo, donde Santa Bárbara doncella es la Pachamama de la papa, mujeres jóvenes disputan con bates, una vez al año, un juego ritual para conquistar óptimas cosechas futuras.
Las descripciones del tubérculo hechas por los cronistas españoles son pintorescas. Juan de Castellanos dijo que eran “como unas raíces redondillas o alargadas, golosina para el paladar de  los indios y aún de los españoles.” En 1559 Pedro Cieza de León escribió que son “como unas turmas de la tierra, que después de cocidas quedan tiernas por dentro como castañas”, En 1588, Acosta las encontraba parecidas a las nueces y “secadas al sol tomaban el nombre de chuño.”

Algunos afirmaron que los Hermanos Ayar, fundadores del Qosqo, las sacaron de su paqarina o lugar de nacimiento, “sembrándolas a espaldas del cerro  Wanakaure”. La papa era una hija muy querida del Padre Sol, quien puso su semilla en el seno oloroso de la Madre Tierra. Por eso el Inka abría los surcos para iniciar su siembra con una chakitaqlla de oro. Entendiendo su importancia el obispo Vicente Valverde propuso a Carlos V que se aplicaran diezmos y primicias a sus cosechas.
La papa llegó a Europa como una curiosidad botánica. Se afirma que las primeras plantas fueron enviadas en una cesta a Felipe II en 1565. Este las regaló al Papa, quien a su vez las pasó al botánico Carolus Clasius. Como ignoraban que sus frutos estaban bajo tierra la admiraron por sus flores.
En otros climas ha salvado del hambre a millones de personas. Hoy la papa forma parte de los menús cotidianos en todos los idiomas, pero sin que los agricultores be otros lares hayan podido lograr las delicadezas que son propias de su cuna. Esas se saborean mejor en el Perú.
Al fin de este milenio son pocos los países donde la papa no se cultiva y es sin duda el mayor regalo que el Perú y América han hecho al mundo. Su distribución rompe records. Pero solo en los Andes se encuentra una variedad apabullante de sabores y colores, como esas que viajan ahora envueltas en papel de seda y en primorosas cajitas, listas para comer.


Alfonsina Barrionuevo


lunes, 17 de junio de 2019


LUCHANDO CON EL BARRO


Estamos en un momento grave en que el barro estruja y ahoga el corazón en nuestro pecho. Tenemos un río de barro amenazando correr por nuestras venas. Escucho los gritos de las mujeres en el barro. El llanto de los niños con el barro como una garra apelmazada sobre las mejillas. A los hombres intentando resistir el abrazo hosco, atrevido, del barro. 
Como somos Perú estamos juntos en esa barrera de barro que en estos días nos invade. No quiero pensar si merecemos estas llokllas que se han desatado con furia. Este dolor que se niega a añadir una lágrima de espanto al barro. Todos sabemos que las heridas de barro que se han abierto han sido provocadas por el silencio nuestro. Lo sabíamos y nadie puede negar que arremetimos contra la Naturaleza hasta que ella se rebeló de esta manera desesperante.  

Estoy pensando en una persona que pronosticó, no el barro que nos hace temblar, sino algo peor como es la muerte. Recuerdo haber entrevistado, en las últimas décadas del siglo pasado, al insigne sociólogo brasileño Josué de Castro. Le pregunté si la explosión demográfica daría alas al hambre, uno de los crueles jinetes de la Apocalipsis. Él me contestó sombrío. “No se preocupe por el hambre. Antes la gente se morirá de sed.”
A nivel mundial nosotros, necios, estamos destruyendo nuestro hermoso hogar, el planeta Tierra. El cambio climático que se ha ido acentuando desde 1925 cuando los periódicos del mundo publicaban desastres como el Fenómeno del Niño,  seguimos provocando a la Naturaleza en todos los niveles, de los domésticos a los industrializados. La carrera es loca porque los que debíamos hablar, llenar las plazas en mítines porque somos la mayoría, callamos; y los que tienen la acción y  son una minoría no actúan porque no les importa lo que pueda suceder con el planeta. Ellos piensan que podrán irse con sus caudales a otro mucho mejor. Ocurre en el Perú porque la inercia es nuestra enemiga común. Los sometimientos crearon a los que gritaron para adentro, lo cual es tan inútil, como enmudecer ante la opresión y ante el abuso.

Resultado de imagen para avalanchas de lodo chosicaA esta hora en que miles de familias se han quedado no sólo sin techo, sino sin nada para vivir, quisiera ir a las cumbres para llamarle a la Naturaleza y pedirle seguramente con Dios, que espere, que se detenga un poco. Quisiera ir, pero no puedo prometerle lo que no vamos a cumplir. Esta es una encrucijada. ¿Qué podría decirle yo, solo una voz, abrumada por la tremenda pena que encarna a quienes están sufriendo, más que el despojo, el frío, el hambre y  la sed?
Si yo pudiera hablar con ella le prometería, porque estoy en Lima, que reforestaría las laderas de los cerros, en cuya curvatura discurre el río Rímac para contener futuras descargas, las nuevas llokllas, para que los aluviones no encuentren viviendas incautas a su paso, sino frescura de arboledas, cantos de pájaros, trincheras vegetales que nos protejan. Le ofrecería encausar el río Mamaqmayu (alias Rimaq), limpiarlo, evitar los desfogues mineros y otros, acabar con las aguas negras contaminantes y que vuelva a hacerse nuestro amigo. Le insistiría a la Carretera Central para que devuelva la buena calidad de sus aires para que no esté en emergencia. Sería recomenzar con lo que se debe hacer en el resto del país, que sufre la misma pesadilla. No nos hemos preocupado por ella que nos ha brindado ternuras que agotamos, quemamos y pisoteamos. Que vuelvan a ser los ríos de Lambayeque a Ica el albergue oxigenado de criaturas dulces como los camarones de heroicas pinzas que nadan contracorriente de ida y vuelta hasta las lagunas de los deshielos. Es bueno saber por Salvador del Solar que los grupos arqueológicos no se han dañado. Será porque en los viejos señoríos se sabía que era más seguro construir en las alturas. Somos millones de peruanos que no queremos que el barro mande de esa manera en los latidos, queremos que sea barro pero fecundo, barro fértil para sembrar semillas de vida. Queremos siempre anochecer y amanecer con esperanza, ya lo dirá en su runa simi inspirado Carmen Escalante Gutiérrez, quien sustentó un jueves diéciseis de marzo su tesis doctoral en la Universidad Pablo de Olavide de Sevilla. En qechwa dijo como se mantienen los valores de Qosqo, como se lucha para defenderlos, como se tiene que triunfar en España, porque el idioma de las sustentaciones de tesis tienen que ser en el Perú solo en español.
Este artículo fue motivado por Carmen Escalante. Me inspiró su gallardía. A veces no escuchamos a quienes nos hablan con una voz que trasciende sobre el barro y las injusticias. Personas como ella nos reconcilian todos los días con la vida. Hay mujeres y hombres que luchan tratando de salvarnos del barro.
Alfonsina Barrionuevo






domingo, 9 de junio de 2019


LA ASTILLITA DE DON MARTÍN

Por estos días, de vivir, Julia Chambi hubiera cumplido cien años. No me gusta escribir sobre  aniversarios post mortem. Pero, Julia fue una amiga entrañable. Me conoció desde años felices cuando las primariosas íbamos a tomarnos una foto carnet para la matrícula escolar y llenábamos el estudio fotográfico de su padre, don Martín, de la calle Marqués. Julia nos quería. Decía ‘mis chiquitas’ y la recibíamos con cariño cuando iba al colegio de Santa Ana como exalumna para jugar básquet.
Años más tarde, siendo ya universitaria, la encontré en las tertulias de café con periodistas, escritores y poetas, como Abel Ramos, Juan Bravo, Arturo Castro, Hernán Velarde, Rubén Sueldo Guevara y Ferdinand Cuadros, Angel Avendaño y Manuel Gibaja,  entre muchos. Ella me tomó bajo su protección y me sentí feliz porque significó mi ingreso a su ambiente familiar.
En su casa de la avenida de la Cultura las conversaciones con don Martín, saboreando las primicias de la manos de doña Manuelita, fueron inolvidables. Un t’inpu en invierno me reconciliaba con el frío, un adobo humeante no era de perder, el k’apchi de setas, fabuloso, su chiri uchú de Corpus era único, lo mismo que el chupe de lisas, y ni qué decir del kuye al horno, dorado como un lechoncito.
Resultado de imagen para julia chambiHermosos días en que caminamos por la cuesta retorcida de la calle de Siete Vueltas bajando de Qolqanpata, asistiendo al armado de las andas de San Cristóbal, visitando a los artistas de San Blas o recorriendo los puestos de la feria del Santurantikuy el dia de nochebuena. Habría mucho que contar. Bastará con dos viajes que hicimos. A Ocongate con Zuly Azurin y Juan Achahui para ver el saludo al Padre Sol de cientos de concurrentes a la fiesta de Qoyllur Rit’i;  y con mi padre, Leandro Barrionuevo, a Surimana, la tierra de Tupaq Amaru. En esos tomé en cuenta que le gustaba ir a pie. La naturaleza le atraía y su mirada brillaba cuando abarcaba los horizontes.
En la ida al mirador de Ocongate me mostró un arbusto de llaulli. Había escuchado su nombre en un wayno, que era una queja al viento, pero nunca vi la planta. Me asombró descubrir que sus flores estaban cercadas de espinos. En el camino nos calentó el café con chancaca y un dedo de pisco que llevó nuestro guía, reforzado con la chuta que compramos en Q’atqa, donde nos sirvieron un ponche delicioso.

Imagen relacionadaA las cinco de la mañana, bien sentadas en una roca, el espectáculo que se ofreció a nuestros ojos fue grandioso. La planicie de Sinaqara colmada de gente con el nevado de Qolqepunku al fondo. La puerta de plata por la cual la estrella Qoyllur irradia sus energías a la tierra. Apenas apuntaron los primeros rayos del astro radiante pareció que los cerros cobraban vida con los gritos de júbilo del haylli que se fueron prendiendo a lo largo de sus crestas. Julia y yo tomamos infinidad de fotos y al terminar tuvimos la sensación de que en su desbande las comunidades nos podrían atropellar. No fue así, hombres y mujeres bajaron en colorida formación, como en un gigantesco ballet que se desbordó con banderas y guiones. Cuando regresamos el polvo del cansancio traspasó nuestros huesos. Afortunadamente pasó un conjunto de danza. Su música fue anestésica y nos sentimos ágiles yendo tras ellos.
En otra ocasión me invitaron a la tierra de Tupaq Amaru. En tren llegamos hasta Tungasuca y de allí seguimos a caballo. A Julia le inquietó la idea de cabalgar, pero no tuvo más remedio, había que volver el mismo día a la ciudad. Entramos a Surimana como si fuera un templo. Captamos en el aire el espíritu independentista del kuraka prócer y la extraordinara Micaela, quien nació en Irumoqo, Panpamarka. En la iglesia nos esperaba una sorpresa. Los vecinos guardaron con unción valiosas reliquias. La alfombra que, según dijeron, se colocó en el presbiterio  cuando se casaron. Un Niño Dios de ella con su cunita y una piedra de molino donde aquel mandó pintar la Virgen del Carmen. No sé cómo las robaron. Su valor es inestimable. 
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Al paso del tiempo Julia cumplió un sueño de su padre. Llevar sus fotos  a las galerías del mundo. Un día me mostraron los negativos en vidrio que tomó en largos viajes transportando su cámara de cajón a lomo de caballo. Había cientos de lugares y personas que ya no existían. El día que se lograron copiar fue un triunfo técnico. Alcancé a ver en postales el balcón de Herodes, preciosa talla del barroco cusqueño, y el tranvía en la plaza mayor. 
En este momento veo en la evocación a la familia en la vieja casa sombreada por árboles, con arrullos de palomas. Don Martín y doña Manuelita presidiendo la mesa con sus hijos, Celia que vivía a media cuadra de San Francisco, Víctor que volvió al fin de Argentina, Manuel, arquitecto, que un día se vino a Lima para trabajar en la UNI y a Mery, la última, con su pequeña niña.
Esta nota de recuerdos compartidos con Julia se debe a un pedido expreso de Peruska, hija de Manuel, quien ha heredado el arte de la fotografía de su prestigioso abuelo.
Vuelvo a la calle retorcida de las Siete Vueltas. Me ha hecho bien revivir huellas que están intactas para mí.
Alfonsina Barrionuevo

domingo, 2 de junio de 2019


PERUANOS PRIMERIZOS     
             
Un Icaro prehistórico, extendiendo sus alas en medio del cielo azul, con catedrales de nubes a un lado y, al otro, un sol rojizo rebotando al filo del mar, los hubiera visto desde las alturas como un hormiguero en desbande.
Oleadas de inmigrantes pasaron de Asia hacia América hace unos 60,000 años atrás, sin testigos, venciendo la fragosidad del terreno, a través de un puente helado, el Estrecho de Behring que  se congeló ofreciéndoles la oportunidad de llegar a un nuevo continente. Ninguno tuvo un destino prefijado. Arrastrados por un viento interior hombres, mujeres y niños neardenthalenses o quizá cromagnones, avanzaron en pos de una tierra para sembrar  vida.
Es posible que lo hicieran en la última glaciación de Wisconsin o un poco antes, en las Aleutinas, según escribe Emilio Choy en su libro “Antropología e Historia”, publicado en 1979 por la Universidad Nacional Mayor de San Marcos. El hecho es que en sus páginas se siente su respiración entrercortada, agotados de empujar el tiempo a pesar de la fortaleza de sus extremidades. Más que seres humanos, dice el sabio, estos eran simples homínidos, sin lenguaje, que apenas guturaban, es decir mostraban reacciones fónicas y ademanes con determinados significados, expresiones de alegría, amenazas, llamados, o advertencias de algún peligro.
No se sabe cuántos se quedaron en el camino mientras el resto seguía sin brújula. Cazadores y recolectores buscando animales que pudieran atrapar para comer su carne y usar su piel para cubrirse, aunque Choy se figura que pudieron tener  una especie de hirsuta pelambre que los protegió del frío.

Un grupo grande pasó por Centro América donde otros se fueron quedando, adaptándose a su suelo y a su clima. Los demás cruzaron la línea ecuatorial, atraídos por una extensa cordillera de nevados y verdes lomas exultantes de vida. Regiones con una biodiversidad impresionante repartida en lo que hoy conocemos como chala, yunga, qechwa, suni, puna o jalka, hanka, rupa rupa y omagua.
Resultado de imagen para hombres neardentalesLa afirmación del estudioso de que los antiguos peruanos solo tenían un viento entre los carrillos se encuentra en la invención de vocablos para reconocer cuánto les rodeaba. Su incapacidad original de pronunciar palabras los convirtió en creadores de una variedad de lenguas que después desaparecieron. Aún subsisten junto al qechwa de Ancash, Junín, Cusco, Apurímac, Huancavelica y Puno, y el aimara, el kauki o hakaru (jakaru) –antiquísima, hija del pukina altiplánico- que aún se habla en Tupe, Lima, así como las que existen en las naciones de la selva.

Al llegar debieron sentir el peso de una geografía avasallante, como si anduvieran perdidos entre amaneceres pintados de celajes y crepúsculos con soles de cobre en arenales interminables, valles y quebradas de voces rumorosas, panpas y punas de vegetación franciscana al pie de glaciares que refractaban el parpadeo de las estrellas, y, la selva donde el arco iris se colgaba del aire.
Tal su universo, aún desconocido, para esos recolectores de paladar silvestre que obedecían a los requerimientos elementales de su estómago. Criaturas que se guiaban por el hambre en un territorio vasto donde experimentaban cada día sensaciones nuevas, siendo sus propios conejillos de Indias para saber si los frutos eran dulces o amargos, si contenían ponzoñas o elementos tóxicos, cuáles podían matarlos o ser fuente de vida.

Un paraíso inédito, misterioso, que fueron descubriendo lentamente en la escena de la  prehistoria, donde es fácil imaginarlos sorbiendo con fruición la jugosa pulpa de los mariscos, degustando la carne de los cangrejos, volteando tortugas sobre su dura panza para impedir que se vayan o recogiendo huevos de ave y yuyos para completar su incipiente menú.
Miles de años en que sus manos, el primer recipiente que usa para beber, culminan una milagrosa tarea al lograr que la tierra florezca, después de haber pegado su pupila a las plantas para descubrir sus arcanos. En ese momento, sin saberlo, estuvieron inventando la agricultura, irá tomando forma la idea de una Pachamama, madre tierra, generosa con sus hijos a quienes ofrece sus primicias. Nunca se sabrá cómo lo hizo ni bajo qué estrella sucedió. Siendo los hombres cazadores por excelencia muchos estudiosos piensan que las mujeres fueron las que iniciaron la agricultura. Ya observando si los frutos que caían al suelo de sus brazos repletos echaban raíces señalando el rastro de su paso, si las semillas que arrojaban después de comer prendían en tierra fértil y fructificaban o si ellas fueron testigos casuales, interesados y curiosos de la siembra que hacía la propia naturaleza.
Alfonsina Barrionuevo