domingo, 9 de junio de 2019


LA ASTILLITA DE DON MARTÍN

Por estos días, de vivir, Julia Chambi hubiera cumplido cien años. No me gusta escribir sobre  aniversarios post mortem. Pero, Julia fue una amiga entrañable. Me conoció desde años felices cuando las primariosas íbamos a tomarnos una foto carnet para la matrícula escolar y llenábamos el estudio fotográfico de su padre, don Martín, de la calle Marqués. Julia nos quería. Decía ‘mis chiquitas’ y la recibíamos con cariño cuando iba al colegio de Santa Ana como exalumna para jugar básquet.
Años más tarde, siendo ya universitaria, la encontré en las tertulias de café con periodistas, escritores y poetas, como Abel Ramos, Juan Bravo, Arturo Castro, Hernán Velarde, Rubén Sueldo Guevara y Ferdinand Cuadros, Angel Avendaño y Manuel Gibaja,  entre muchos. Ella me tomó bajo su protección y me sentí feliz porque significó mi ingreso a su ambiente familiar.
En su casa de la avenida de la Cultura las conversaciones con don Martín, saboreando las primicias de la manos de doña Manuelita, fueron inolvidables. Un t’inpu en invierno me reconciliaba con el frío, un adobo humeante no era de perder, el k’apchi de setas, fabuloso, su chiri uchú de Corpus era único, lo mismo que el chupe de lisas, y ni qué decir del kuye al horno, dorado como un lechoncito.
Resultado de imagen para julia chambiHermosos días en que caminamos por la cuesta retorcida de la calle de Siete Vueltas bajando de Qolqanpata, asistiendo al armado de las andas de San Cristóbal, visitando a los artistas de San Blas o recorriendo los puestos de la feria del Santurantikuy el dia de nochebuena. Habría mucho que contar. Bastará con dos viajes que hicimos. A Ocongate con Zuly Azurin y Juan Achahui para ver el saludo al Padre Sol de cientos de concurrentes a la fiesta de Qoyllur Rit’i;  y con mi padre, Leandro Barrionuevo, a Surimana, la tierra de Tupaq Amaru. En esos tomé en cuenta que le gustaba ir a pie. La naturaleza le atraía y su mirada brillaba cuando abarcaba los horizontes.
En la ida al mirador de Ocongate me mostró un arbusto de llaulli. Había escuchado su nombre en un wayno, que era una queja al viento, pero nunca vi la planta. Me asombró descubrir que sus flores estaban cercadas de espinos. En el camino nos calentó el café con chancaca y un dedo de pisco que llevó nuestro guía, reforzado con la chuta que compramos en Q’atqa, donde nos sirvieron un ponche delicioso.

Imagen relacionadaA las cinco de la mañana, bien sentadas en una roca, el espectáculo que se ofreció a nuestros ojos fue grandioso. La planicie de Sinaqara colmada de gente con el nevado de Qolqepunku al fondo. La puerta de plata por la cual la estrella Qoyllur irradia sus energías a la tierra. Apenas apuntaron los primeros rayos del astro radiante pareció que los cerros cobraban vida con los gritos de júbilo del haylli que se fueron prendiendo a lo largo de sus crestas. Julia y yo tomamos infinidad de fotos y al terminar tuvimos la sensación de que en su desbande las comunidades nos podrían atropellar. No fue así, hombres y mujeres bajaron en colorida formación, como en un gigantesco ballet que se desbordó con banderas y guiones. Cuando regresamos el polvo del cansancio traspasó nuestros huesos. Afortunadamente pasó un conjunto de danza. Su música fue anestésica y nos sentimos ágiles yendo tras ellos.
En otra ocasión me invitaron a la tierra de Tupaq Amaru. En tren llegamos hasta Tungasuca y de allí seguimos a caballo. A Julia le inquietó la idea de cabalgar, pero no tuvo más remedio, había que volver el mismo día a la ciudad. Entramos a Surimana como si fuera un templo. Captamos en el aire el espíritu independentista del kuraka prócer y la extraordinara Micaela, quien nació en Irumoqo, Panpamarka. En la iglesia nos esperaba una sorpresa. Los vecinos guardaron con unción valiosas reliquias. La alfombra que, según dijeron, se colocó en el presbiterio  cuando se casaron. Un Niño Dios de ella con su cunita y una piedra de molino donde aquel mandó pintar la Virgen del Carmen. No sé cómo las robaron. Su valor es inestimable. 
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Al paso del tiempo Julia cumplió un sueño de su padre. Llevar sus fotos  a las galerías del mundo. Un día me mostraron los negativos en vidrio que tomó en largos viajes transportando su cámara de cajón a lomo de caballo. Había cientos de lugares y personas que ya no existían. El día que se lograron copiar fue un triunfo técnico. Alcancé a ver en postales el balcón de Herodes, preciosa talla del barroco cusqueño, y el tranvía en la plaza mayor. 
En este momento veo en la evocación a la familia en la vieja casa sombreada por árboles, con arrullos de palomas. Don Martín y doña Manuelita presidiendo la mesa con sus hijos, Celia que vivía a media cuadra de San Francisco, Víctor que volvió al fin de Argentina, Manuel, arquitecto, que un día se vino a Lima para trabajar en la UNI y a Mery, la última, con su pequeña niña.
Esta nota de recuerdos compartidos con Julia se debe a un pedido expreso de Peruska, hija de Manuel, quien ha heredado el arte de la fotografía de su prestigioso abuelo.
Vuelvo a la calle retorcida de las Siete Vueltas. Me ha hecho bien revivir huellas que están intactas para mí.
Alfonsina Barrionuevo

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