LA
ASTILLITA DE DON MARTÍN
Por
estos días, de vivir, Julia Chambi hubiera cumplido cien años. No me gusta
escribir sobre aniversarios post mortem.
Pero, Julia fue una amiga entrañable. Me conoció desde años felices cuando las
primariosas íbamos a tomarnos una foto carnet para la matrícula escolar y llenábamos
el estudio fotográfico de su padre, don Martín, de la calle Marqués. Julia nos
quería. Decía ‘mis chiquitas’ y la recibíamos con cariño cuando iba al colegio
de Santa Ana como exalumna para jugar básquet.
Años
más tarde, siendo ya universitaria, la encontré en las tertulias de café con
periodistas, escritores y poetas, como Abel Ramos, Juan Bravo, Arturo Castro,
Hernán Velarde, Rubén Sueldo Guevara y Ferdinand Cuadros, Angel Avendaño y
Manuel Gibaja, entre muchos. Ella me
tomó bajo su protección y me sentí feliz porque significó mi ingreso a su
ambiente familiar.
En
su casa de la avenida de la Cultura las conversaciones con don Martín,
saboreando las primicias de la manos de doña Manuelita, fueron inolvidables. Un
t’inpu en invierno me reconciliaba con el frío, un adobo humeante no era de
perder, el k’apchi de setas, fabuloso, su chiri uchú de Corpus era único, lo
mismo que el chupe de lisas, y ni qué decir del kuye al horno, dorado como un
lechoncito.
Hermosos
días en que caminamos por la cuesta retorcida de la calle de Siete Vueltas
bajando de Qolqanpata, asistiendo al armado de las andas de San Cristóbal,
visitando a los artistas de San Blas o recorriendo los puestos de la feria del
Santurantikuy el dia de nochebuena. Habría mucho que contar. Bastará con dos viajes
que hicimos. A Ocongate con Zuly Azurin y Juan Achahui para ver el saludo al
Padre Sol de cientos de concurrentes a la fiesta de Qoyllur Rit’i; y con mi padre, Leandro Barrionuevo, a
Surimana, la tierra de Tupaq Amaru. En esos tomé en cuenta que le gustaba ir a
pie. La naturaleza le atraía y su mirada brillaba cuando abarcaba los
horizontes.
En la
ida al mirador de Ocongate me mostró un arbusto de llaulli. Había escuchado su
nombre en un wayno, que era una queja al viento, pero nunca vi la planta. Me
asombró descubrir que sus flores estaban cercadas de espinos. En el camino nos
calentó el café con chancaca y un dedo de pisco que llevó nuestro guía, reforzado
con la chuta que compramos en Q’atqa, donde nos sirvieron un ponche delicioso.
A
las cinco de la mañana, bien sentadas en una roca, el espectáculo que se
ofreció a nuestros ojos fue grandioso. La planicie de Sinaqara colmada de gente
con el nevado de Qolqepunku al fondo. La puerta de plata por la cual la
estrella Qoyllur irradia sus energías a la tierra. Apenas apuntaron los
primeros rayos del astro radiante pareció que los cerros cobraban vida con los
gritos de júbilo del haylli que se fueron prendiendo a lo largo de sus crestas.
Julia y yo tomamos infinidad de fotos y al terminar tuvimos la sensación de que
en su desbande las comunidades nos podrían atropellar. No fue así, hombres y
mujeres bajaron en colorida formación, como en un gigantesco ballet que se
desbordó con banderas y guiones. Cuando regresamos el polvo del cansancio traspasó
nuestros huesos. Afortunadamente pasó un conjunto de danza. Su música fue
anestésica y nos sentimos ágiles yendo tras ellos.
En
otra ocasión me invitaron a la tierra de Tupaq Amaru. En tren llegamos hasta Tungasuca
y de allí seguimos a caballo. A Julia le inquietó la idea de cabalgar, pero no
tuvo más remedio, había que volver el mismo día a la ciudad. Entramos a Surimana
como si fuera un templo. Captamos en el aire el espíritu independentista del kuraka
prócer y la extraordinara Micaela, quien nació en Irumoqo, Panpamarka. En la
iglesia nos esperaba una sorpresa. Los vecinos guardaron con unción valiosas
reliquias. La alfombra que, según dijeron, se colocó en el presbiterio cuando se casaron. Un Niño Dios de ella con su
cunita y una piedra de molino donde aquel mandó pintar la Virgen del Carmen. No
sé cómo las robaron. Su valor es inestimable.
Al
paso del tiempo Julia cumplió un sueño de su padre. Llevar sus fotos a las galerías del mundo. Un día me mostraron los
negativos en vidrio que tomó en largos viajes transportando su cámara de cajón
a lomo de caballo. Había cientos de lugares y personas que ya no existían. El
día que se lograron copiar fue un triunfo técnico. Alcancé a ver en postales el
balcón de Herodes, preciosa talla del barroco cusqueño, y el tranvía en la plaza
mayor.
En
este momento veo en la evocación a la familia en la vieja casa sombreada por
árboles, con arrullos de palomas. Don Martín y doña Manuelita presidiendo la
mesa con sus hijos, Celia que vivía a media cuadra de San Francisco, Víctor que
volvió al fin de Argentina, Manuel, arquitecto, que un día se vino a Lima para
trabajar en la UNI y a Mery, la última, con su pequeña niña.
Esta
nota de recuerdos compartidos con Julia se debe a un pedido expreso de Peruska,
hija de Manuel, quien ha heredado el arte de la fotografía de su prestigioso abuelo.
Vuelvo
a la calle retorcida de las Siete Vueltas. Me ha hecho bien revivir huellas que
están intactas para mí.
Alfonsina Barrionuevo
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