domingo, 27 de octubre de 2013


DE QOSQO A MACHUPIQCHU

 

En el Perú, el anteayer sigue en el presente. Es un eslabón que no se ha roto, afortunadamente, y resulta mágico estar observando en Rapasmarka, con el mismo entusiasmo de Martín de Murúa en 1586I, al kausarqa, un picaflor que hiberna olvidado de todo, entre octubres y abriles, durmiendo en la corola de una flor.

 Debo comenzar y entiendo una verdad. Si quiero comprender a Machupiqchu debo profundizar en Qosqo, que es su principio y su fin. Allí se concentraba el kamaqen, la esencia, la energía del universo inka. Desde su interior se irradiaban las energías cósmicas y telúricas, dirigiendo sus filamentos a un Tawantin de Suyus. Chinchaysuyu, Antisuyu, Kuntisuyu, Qollasuyu.
 

María Rostorowski me habló de que el nombre de Pachakamaq, el gran santuario de Lima, venía en realidad de pacha kamaqen, centro religioso donde estaba “la esencia de la tierra”. El crédito se desprendía del prestigio que le daban sus numerosos sacerdotes que eran oráculos vivientes, según decía el monseñor arqueólogo Pedro Villar Córdova. Los sunquyoq, expertos en descubrir arcanos en el corazón de las gentes; los mosqoq, que interpretaban el contenido de los sueños; los wamaq, que eran filósofos y descifraban los secretos del tiempo, los ripiaq que recibían consultas de los atletas. Así, muchos más. Ellos absolvían todo tipo de consultas de los peregrinos, que esperaban largo tiempo para ser atendidos.
 
A mí me pareció que la definición podía ser exacta para Qosqo, donde estaba el kamaqen de su mundo. Así fue desde el punto de vista religioso. Había 350 wakas o lugares sagrados donde se hacía ofrendas a las fuerzas cósmicas, telúricas y hasta psicológicas, ubicadas a lo largo de 42 seqes o líneas imaginarias que partían del Qorikancha. Había una waka dedicada, por ejemplo, al sueño. Otra, a la alegría. La papa, el maíz, la kiura o quinua, tenían también sitios donde ponían los mejores frutos de la cosecha para que propiciaran otras en el futuro.

 
 

 

EL ACERO VEGETAL
                                     

En Lima antigua, al borde del río que dividía el valle,  el viento “entonaba” himnos grandiosos agitando los tallos de mama, carrizo hueco, que abundaba en el lugar. El nombre del río era Mamaq mayu,  “río de carrizales”,  pero los españoles le dieron el nombre equivocado de Rimac. Mama se llamaban los carrizos en Lima y matara en Cusco, y  tenían otros nombres en los diferentes idiomas del Perú.


La caña que formaba “bosquecillos” montaraces sirvió en Caral hace unos 5,000 años; la usaron los chimu en Chan Chan; los “cabezas largas” en Parakas y los inkas. En el Asia, la especie que era conocida como bambú, fue empleada desde la India hasta la China y de Japón a Java. 

El aprecio que tuvieron las gentes por el carrizo, caña, caña brava, caña de guayaquil, junco, bambú, etc., en otras partes del mundo le dieron títulos notables. Acero vegetal, en Alemania; Hermano, en Vietnam; Oro verde, en la India; Patrimonio de la Humanidad y Gramínea Maravillosa.

Las cañas son gramíneas que, por su avidez, crecen cerca de las fuentes de agua. Son abundantes en regiones tropicales y subtropicales, templadas e inclusive en ciertos humedales a 4,000 metros sobre el nivel del mar. Sus floraciones, dos veces al año, atraen para anidar a grupos de aves.

En el mundo hay miles de especies. Su crecimiento es espontáneo, pero hay países en los que se promueve su cultivo, cubriéndose grandes áreas. Estas gramíneas han estado siempre cerca del hombre como material para cazar y pescar,  obtener agua, usar con fines medicinales, confeccionar papel, ropa, instrumentos musicales, utensilios, elementos decorativos y muebles, así como para construir viviendas, puentes y canales.
 
Las especias que existen en el Perú tienen un uso limitado como elemento estructural. La caña puede usarse no solamente en las paredes de quincha. En la casa Ganoza Chopitea de Trujillo concita admiración un techo prehispánico, hermosamente entrelazado de caña. Se le descubre también  en las bóvedas de muchas iglesias virreinales.
 

“Generalmente se emplea la madera para las vigas estructurales de los techos pero estamos trabajando con la caña como material resistente a prueba de sismos en cúpulas que llamamos domocañas”, explica la ingeniera civil e ingeniera sanitaria Raquel Barrionuevo. Su propuesta ha sido desarrollada en la Facultad de Arquitectura, Urbanismo y Artes (FAUA) de la Universidad Nacional de Ingeniería (UNI), donde es profesora principal e investigadora.
 

Los resultados han sido positivos en los ensayos de cargas estáticas de techos experimentales en el Laboratorio del Centro de Investigaciones Sísmicas y Mitigación de Desastres (CISMID) de la UNI. Con ellos se puede ayudar a la necesidad de vivienda de un gran porcentaje de familias en condición de extrema pobreza.

La caña o carrizo, usando como sostén la tecnología mejorada del adobe o de la quincha, con albañilerías de ladrillo o bloques de concreto armado, tiene la ventaja de ser un recurso local para tecnologías constructivas de bajo costo. Sus características responden a soluciones ecológicas que no atentan contra la conservación del medio ambiente en zona urbana o rural.

 “No se puede atender  ni a un 10% del deficit actual de 2’200,000 viviendas, que se incrementa en 90,000 cada año”, comenta Raquel Barrionuevo. “Apoyemos con el domocaña el anhelo de la gente que quiere un techo propio, para que no siga “resolviendo” el problema construyendo con graves deficiencias  técnicas de seguridad. A ello se suman las condiciones climáticas y ecológicas tan diversas en nuestro territorio que agudizan esa necesidad. Tenemos un país donde, a la amenaza de sismos, se unen otras ocurrencias severas, como vientos fuertes, aluviones, sequías y lluvias torrenciales.

Existen muy pocos diseños estructurales de edificaciones de bambú en el mundo. Las construcciones existentes y nuevas se basan sobretodo en la experiencia práctica de los proyectistas. Recién en el 2011 se aprobó la Norma de Diseño y Construcción con bambú para construcciones  ortogonales.

 La propuesta fue premiada por el CONCYTEC y cuenta con la participación de los estudiantes de la UNI. El techo construido con cañas, malla gallinero, revestido de mortero cemento–arena o de barro, ofrece habitabilidad, seguridad, calidad  y bajo costo. El proceso constructivo es simple y de fácil aprendizaje.

Aprovechando la flexibilidad de las cañas se arman los techos con doble curvatura o cúpula, dejando que tomen su propia forma. El resultado es un espacio arquitectónicamente agradable, amplio y cálido. Los estudios teóricos revisados y realizados  muestran que, a diferencia de la losa plana, que estructuralmente trabaja   la tracción y la compresión, la cúpula lo hace a compresión en todos sus puntos, reduciendo sus valores cuando es más alta.

 La resultados de la investigación se aplicaron a un programa de construcción de viviendas con tecnologías nativas mejoradas, en la ciudad de Moquegua. En una de ellas se utilizó la tecnología mejorada del adobe con dos tipos de techos, uno con el domocaña y el otro con tijerales o cerchas simples de madera tipo “mojinete”. Un sismo de grado 5,8 en el 2003 probó su resistencia, no sufrieron daño, mientras casas vecinas de adobe fueron  seriamente afectadas.

El sismo destructivo registrado en Pisco en el 2007, con un grado de 7.9 no afectó una casa de adobe de Humay próxima, con un ambiente techado con un domocaña de 6 m. x 6 m., mientras que el 70% de las viviendas de adobe existentes colapsaron. Igualmente en la  comunidad  Cabeza de Toro. La Ong Paz & Esperanza llevó a cabo un programa de capacitación para la construir 150 viviendas con paredes de estera y techos domocaña, que denominó domobambú.

 El proyecto de la investigadora peruana es tan importante que el domocaña ha despertado interés en el ámbito internacional por sus condiciones bioclimáticas y socioculturales. En Bolivia, Colombia, San Salvador e Italia, arquitectos, ingenieros y empresarios de la construcción están adoptando la técnica para solucionar las necesidades de  viviendas seguras y económicas. Con mucha razón se dice que los juncales son oro verde. Hay que aprender a distinguirlos. También son nuestro patrimonio.

 
Alfonsina Barrionuevo

domingo, 20 de octubre de 2013

EL HANP’ATU  MAGICO
Estaba trabajando con  Fernando Moscoso sobre el hanp’atu o sapo andino cuando Ruth Shady arrancó su figura del pasado. Un diseño que tiene de 4,000 o 5,000 años. Lo encontró en Vichama-Caral extrayendo de la incuria el grupo arqueológico.
Sapo de Vichama. Proyecto Caral
El relieve impacta por el tiempo que tiene. Cielos azules y grises girando sobre su cabeza. Amaneceres blancos y crepúsculos rojos. Oro otoñal o esmeralda invernal. Su cabeza asoma debajo de un muro mientras afirma “las manos” en el piso, como si fuera a saltar. El sapo salió del agua hace millones de años y se volvió terrestre. Sin embargo, conserva su vínculo con el agua. Le canta al agua, al natural, o desde las cerámicas y vasos de madera ceremoniales de las gentes de otros tiempos, porque sin ella se agostaría.
Francisco de Avila en el siglo XVII no supo interpretar su presencia. En el antiguo Lurín fue tan querido que enterraban a cada ejemplar en  una diminuta tumba, un nichito donde colocaban su cuerpo mortal. Pude ver unos cuantos en sus respectivos recintos de piedra, mirándome desde la eternidad de su huesa.
Cristóbal Makowsky me los mostró resaltando su singularidad cuando me aparecí para hablar sobre los pobladores prehispánicos de la Tablada. En una época auroral ellos manejaban con excelencias el cobre. El arqueólogo estaba a punto de marcharse. El lugar se iba a urbanizar y debía retirarse a su universidad con su gabinete de cuatro ruedas. No pudo hacer un levantamiento arqueológico estricto  y prefirió cubrirlos como los encontró. Sinceramente me dolió que los dejara pero no podía proceder a recogerlos por la premura de su salida.
Cada batracio lurinense llevaba ofrendas, caracolillos, conchitas, restos de frutos y textiles. Testimonios del cariño conque fueron enterrados y el sentido ceremonial.
Por lo visto, en las épocas preinka o inkas el sapo o hamp´atu era un gonfalonero de  Pachamama (la madre tierra), la que alimenta a sus hijos, los runas (hombres), en el mundo del Kay Pacha o mundo de la vida.
El sapo es una especie de llamador de la lluvia. Eso ya lo había registrado el sabio Erik Santiago Antúnez de Mayolo, conocedor de los indicadores  más increíbles del tiempo, animales, vegetales y atmosféricos. Su comportamiento le sirve al campesino para programar sus actividades agrícolas. Sus apariciones son útiles para iniciar la siembra, por ejemplo de la papa en el Cusco.
 “En el mes de agosto en el lago Titiqaqa, en un sector de Copacabana, Bolivia, se hacen una serie de ofrendas a un gigantesco sapo de roca que está sumergido en el lago y en las orillas se encuentran los sacerdotes andinos que mediante un rito aimara solicitan abundancia y rotección”, cuenta Fernando Moscoso. “Lo hacen  a pedido de los peregrinos que acuden hasta ese lugar en pequeñas embarcaciones, tal como lo hice hace algunos años.”
En las ferias del eqeqo tienen mucha demanda pequeñas estatuillas que reproducen a un sapo dorado cargado con monedas de oro y billetes. Es la versión actual del sapo prehispánico. “Los peregrinos acuden al Santuario de la Virgen de Copacabana,” menciona el periodista y fotógrafo cusqueño, “adquieren su imagen artesanal con la finalidad de ser protegidos en sus negocios. También pueden ser de arcilla o piedra y los  envuelven con adornos de colores para ser llevados a sus hogares. De allí se desprende un cùmulo de deseos traducidos en aspectos benéficos, como tener un carro, comprar una casa, recibir dinero,  lograr trabajo etc., representados en pequeñas artesanías que forman toda la parafernalia que lleva en su espalda.”
Fernando Moscoso agrega que en una de sus visitas a Limatambo, provincia de Anta, Qosqo, identificó a un hamp´atu de roca conglomerada en  Killarumiyoc, Ankawasi. Se le puede ver  frente a una media luna tallada en piedra por canteros inkas. Parece ser un observatorio agronómico, relacionado con una fuente de agua que discurre por la parte posterior del sapo, donde se encuentra una roca y una caída de agua al que acuden los sacerdotes andinos para dejar ofrendas.
“La ubicación del hamp´atu de Killarumiyoc, agrega, se encuentra alineado a la media luna. En el mes de junio con motivo del solsticio de invierno la sombra del sapo llega a ubicarse al pie del elemento lítico junto con los primeros rayos del sol cuya proyección se concentra en la media luna, formando un arco concéntrico que marca las diferentes estaciones del año agrícola. Es necesario seguir investigando los valores culturales que encierra este sitio arqueológico y su puesta en valor monumental por su gran importancia.”
Defintivamente es innegable su relación con el clima y los cultivos en los Andes. De allí el prestigio que gozó en años pretéritos como una criatura presente en las adivinaciones.
En Facalá, Ascope, La Libertad, hay un cerro Sapo con la boca abierta que parece proteger un importante canal abierto por los moche. Hay que reconocer además su acción benéfica contra insectos nocivos y las aguas.
En otra dimensión el sapo constituye simbólicamente una constelación andina qechwa y aimara, como la lluthu o perdiz y la llama que aparece en el espacio infinito con su cría, entre otros animales del Kay Pacha.
Alfonsina Barrionuevo

domingo, 13 de octubre de 2013

CABEZAS CLAVAS CHAVIN
 

Las cabezas clavas chavin sorprenden por la ferocidad de su expresión.

En sus rostros de piedra la ira asoma con fuerza. La frente contraída y los colmillos que asoman agresivos en sus bocas generan escalofríos.

¿Quiénes fueron los chavin?

¿Tal vez unos pigmeos que inventaron rostros fieros para provocar temor en sus enemigos?  ¿Quizá viejos sacerdotes que los usaron para protegerse?  ¿A lo mejor una élite sobreviviente con maestros canteros, expertos en tallar pesadillas?

A primera vista las cabezas clavas de su gran templo parecen destinadas a hacer retroceder a los intrusos.

¿Es lo que se proponían los chavin en el centro relligioso que fundaron?

Entre muchos estudiosos, propios y extraños, prevalece esa impresión  y se aplica a las esculturas que hay en el lugar.  Con miles de años de por medio es difícil suponer a quiénes querían intimidar.

Ubicados  entre los ríos Mosna y Wacheqsa los chavin, con sus ornamentos  felinos, serpentiformes y aves rapaces plantean un abanico de interrogantes.

Estuve varias veces en Chavin haciendo comisiones periodísticas. Alcancé a conocer a Marino Gonzáles,  su guardián voluntario mientras duró su vida. Admiraba a los chavin y su fidelidad fue conmovedora, aunque nunca penetró en sus secretos.      

Un día me buscó un médico geriatra. Se llama Fernando Corzo y vino con una sola pregunta.

-¿Ha pensado alguna vez lo que quisieron decir los chavin con sus cabezas clavas?

Le contesté que no. Ni los arqueólogos podían decir algo porque no se puede interpretar lo que no se conoce.

El especialista sonrió moviendo la cabeza.

-¿Los ha observado bien? 

-Recuerdo una cabeza  con cabellos de serpiente, colmillos felínicos en la boca y pómulos salientes. Realmente impresionante. Aunque debo confesar que no he tenido tiempo de pensar en ellas. Los chavin desaparecieron hace miles de años. Entonces Fernando Corzo me dijo que había estudiado varias cabezas clavas y había hecho una comparación con personas de diferentes edades. Lo que aquellos quisieron con esas esculturas magistrales era mostrar el paso del tiempo, desde la pubertad  hasta  la vejez. Ese fluir de calendarios que es imposible evitar, y que en muchas culturas se advierte que también les preocupó, estuvo en el llamado templo viejo, de gran alzada y una puerta falsa muy bella de columnas torneadas.

Estoy preparando un libro donde analizo las cabezas clavas desde el punto de vista completamente lógico de Fernando Corzo y otras esculturas magnas de los chavin.

Estaré buscando un auspiciador a medida que lo escribo.

Será pronto.

 

 



LA PASTORA DE WILLAQ

 

He bajado un sendero de vértigo en Willaq, Cotahuasi, Arequipa, recostándome en la montura  hacia atrás.  para que mi yegua no se vaya de cabeza. No puedo negar que un viaje así por la suni y la puna. es más que emocionante, lleno de riesgos. Hay partes buenas y otras que son un reto a la cordura.

En el camino surgen al paso.flores y espinos raros, aves que rompen el cristal de su quietud con su vuelo y riachuelos de agua blanca que si pudiera me llevaría a la ciudad.

Las horas se tornan interminables y comienzo a sentir un natural cansancio. A veces es mejor caminar y voy  trepando como una hormiga de piedra en piedra. La fatiga se compensará con una maravilla de la naturaleza: “los ojos del diablo”, un increíble fenómeno que espero contemplar.

Llega la noche y siento el volumen de la oscuridad, su peso. Lo único que se puede hacer es bajar la cabeza para que las ramas de los árboles espinosos del sendero no nos arañen la cara. No queda más que dejar que los caballos, que conocen el camino, sigan adelante hasta Palkacorral.

Allí, Fernando Polanco, nuestro guía de Alka, alumbra el suelo con su linterna y rodeamos los corrales donde descansan rebaños de alpakas a 4,700 metros de altura sobre el nivel del mar. No hay más que una estancia, A la vez cocina, dormitorio y kuyero. sin embargo, Estefanía Condo y su esposo Mariano Ticso, nos ceden su casa. Somos cuatro, con el camarógrafo David Morán, el auxiliar Dámaso Ramos y yo, que soy periodista y productora de televisión.

Ellos sacan cueros de alpaka y frazadas, que serán su cama, y dormirán afuera. Una brisa helada quema las manos, traspasa el cuerpo, convierte el vaho en un halo blanquecino. Si bajara más la temperatura podrían congelarse. Ellos honran la hospitalidad, que es una ley en los Andes, atizan el fogón y se aseguran de que sus huéspedes estarán abrigados.

Miro el cielo estrellado, sin luna, y me sorprende que las estrellas no alumbren. A la derecha está la Cruz del Sur, a la izquierda la llamada Sirio y a su lado, rosada como una gema, la Qoyllur o Venus andina. Al centro se puede ver nítidamente la radiante constelación de la Pariwana.

Al día siguiente, cuando le pregunto a Estafanía Condo cómo pasaron la noche, se sonríe, y contesta en qechwa: “mirando las estrellas, pero sin contarlas, quiero tener hijos alguna vez pero no tantos.”

Luego entra en la estancia de piedra con techo de paja donde los kuyes retrasaron nuestro sueño porque los machos hacían la corte a las hembras, con silbidos y carreritas, y prepara el desayuno. Un caldo con trigo y papa. Ni hablar de pagarles porque dirían que no, pero sí reciben con agrado una bolsa de pan que en esas alturas, es una golosina.

La miro y la veo tan satisfecha que piensa en “la camisa del hombre feliz” y le digo:

-¿Estás contenta viviendo en estas soledades? –le pregunto.

-Así es mi vida, con mi esposo y las alpakas.

-¿No quisieras ir a la ciudad?

-Arequipa es muy bella con sus casas blancas de sillar y sus ventanas de rejas.

Estefanía  Condo no pierde su sonrisa enmarcada entre sus mejillas chaposas que parecen dos rosas.

-Conozco la ciudad y no me gusta. He trabajado allá en una casa blanca y me sentía encarcelada. He ido a la escuela, sé leer, he visto la televisión, donde hay mucha violencia. Aquí, en cambio, me siento en paz. Mi cielo es azul, el sol no encubre la maldad, mi agua es limpia y no sabe a cloro. En la mañanita el frío muerde mis carnes, pero en cuanto aparece el sol me calienta. Si llueve enciendo el fogón y gozamos su tibieza. ¿Para qué querría cambiar mi casa? Mis alpakas me dan todo. Su carne para mi hambre, su pellejo para mi sueño y su compañía todo el tiempo. Ellas me conocen y yo no me siento oprimida entre cuatro paredes sirviendo a otros. Cuando tenga mis hijos, ellos crecerán aquí y escogerán lo que quieran ser cuando sean grandes.

Nos despedimos con un abrazo, como se estila en los Andes, como dos hermanas. El hombre feliz no tenía camisa, según la historia. La camisa de la pastora Estefanía Condo es la camisa de una pastora feliz con otra visión del mundo.

Bajamos a Waylla Rup’aq, “la pradera que quema”, a pie. Me quedo maravillada. El lugar es volcánico. Los manantiales, con agua hirviendo a más de 90 grados han formado volcancitos con el material calcáreo que arrojan. Al enfriarse la superficie se forma una nata rojiza. Son los “ojos del diablo” que parecen mirar divertidos a los mortales que se acercan a las puertas de su infierno geológico donde las nieblas crean un ambiente fantasmagórico. Si vienen los turistas para verlos alterarán la paz de Estefaníá Condo . Espero que tarden en llegar.

Alfonsina Barrionuevo
Foto:  Fernando Polanco

domingo, 6 de octubre de 2013


LA HERENCIA DE LOS ANCESTROS

Hoy el cielo se ha despertado alegre y se ha deslizado entre sus sábanas de bruma. Estuvo dudando si quedarse un poquito más. Al cabo comenzó a abrirlas. Ellas le invitaban a seguir en su cama espacial, pero las empujo hasta tirarlas a sus pies. Ahora tenemos al sol jugando un poco, aprovechando, porque las brumas volverán a cubrir el cielo. Estuvo  curioseando por mis ventanas y  me llenó de luz. Una brisa suave volteó las páginas de las revistas. ¿Horror en Irak? ¿Suspenso en Siria? ¿Contradicciones en Venezuela? No. Yo quiero pensar en el mundo azul. En el mar Pacífico que es su espejo. El mar que lo copia, al exterior del litoral, y deja que lo saluden risueñas criaturas,  delfines, lobos de pelo suave y pelo duro, pinguinos chiquillos, pelícanos y gaviotas.

Los antiguos peruanos miraban al cielo con atención, el Hanaq Pacha, un mundo habitado por el sol, la luna, las estrellas, el arco iris, el trueno, el rayo. Hace miles de años no pensaron que fueran dioses. Cuando los españoles decían que adoraban al dios sol y a la diosa tierra les estaban atribuyendo un pensamiento que no era suyo. El sol nos alumbra con la potencia de sus rayos pero las nubes pueden cubrirlo  cuando quieren. La luna tiene relación cin el agua y sin embargo puede caer en sus abismos. Las estrellas pueden adornar las melenas del cielo con redecillas de luz aunque no siempre se dejarían ver si lo quisieran.

 Ellos conocían su fuerza y también sus limitaciones. Por eso preferían verles como familia. El padre Sol, la madre Luna, el señor Trueno. En fin, no existieron idolatrías sino un trato cariñoso. Las ofrendas eran para pedirles que no se desmandaran. El astro solar podía dar lugar a largas sequías. El rayo hasta matar. En el caso de la lluvia convertirse en avalancha y arrasar los cultivos. Había que pedirles moderación y darles cariño para esperar retribución.

Los sacrificios eran generalmente de animales. Muy poco puede hablarse de sacrificios humanos.  Hay que profundizar en la historia de los primeros siglos españoles para descubrir cuál era su mundo religioso. Hasta hoy se siguen usando patrones occidentales para explicar los hallazgos de tumbas en los grupos arqueológicos. Hace falta investigar con las comunidades nativas de las diferentes regiones. Ellos tienen su clave que, con el mismo patrón no se quiere usar. La modernidad acabará de destruir lo que queda. Los jóvenes son atraídos por las luces artificiales de las grandes ciudades. Perderemos muchos conocimientos valiosos que necesitamos seguir usando. Ya hablaremos de las tecnologías de la quinua, por ejemplo, que se hubieran perdido de no ser las comunidaades que las están entregando al mundo. No son las ciudades ni sus grandes centros de estudios. Son esas gentes que viven en alturas increíbles, más de 4,000 metros, luchando por conservar la herencia que les dejaron sus antepasados, que son los nuestros, aunque no querramos verles por ignorancia.

AMAUTA DEL SIGLO XX

 

El damero de verdes fluctuantes en los cerros debió atraer a Luis E. Valcárcel en su juventud. Cusco lo llevó por el camino de la historia. La contemplación de los surcos, en sus recorridos por las partes altas, lo acercó a las comunidades. Sus habitantes vivían una injusta pobreza y eso le causó rechazo.

La siembra de las especies que producía la tierra y el  pastoreo no eran suficientes para una buena calidad de vida. En ese momento, a principios del siglo XX, se sumaba a su vida difícil la exigencia de los hacendados que requerían sus servicios a cambio de nada. Siguiendo la tradición habían recibido las tierras con ellos como si fueran bienes muebles.



Valcárcel no tenía en las pupilas el recuerdo del mar, lo llevaron de Ilo, Moquegua, cuando no había cumplido un año. Creció en la capital imperial y ella lo nutrió  de imágenes. Sintió que era necesario un cambio y escribió un libro, “Tempestad en los Andes”, que esperaba fuera premonitorio. Lo prologó José Carlos  Mariátegui y el colofón lo escribió Luis Alberto Sánchez.

Sesenta y ocho años después, al enterarse de que seguían su antigua rutina, sin cambios, debió haberse decepcionado. Definitivamente las comunidades siguen olvidadas hasta ahora, en una lejanía irredenta.

 

El año pasado Malena Martínez, joven realizadora, obtuvo éxitos en festivales de Europa y Perú, con un documental: “Felipe, vuelve”. Ella escribió el guión y  lo grabó en Paruro, Cusco,  donde conoció hace muchísimo tiempo a un agricultor andino de ese nombre. Para estudiar  se trasladó a  Lima y luego se fue a Viena, Austria, con una beca para especializarse en cine. Cuando retornó al lugar, después de una larga ausencia,  todo seguía igual. Felipe estaba aún, viejo,  pero en la misma situación de atraso y abandono, derruyéndose como su choza. Al morir, sin haber conocido algo mejor,  bajó al seno de la tierra en olor de la misma santa pobreza.

 

El historiador, que fue propuesto para el premio Nobel de la Paz casi al final de su existencia,  pensó en su época que él ayudaría a las comunidades y, según su reseña biográfica, inició la primera huelga estudiantil universitaria de Sudamérica que permitiría los estudios autóctonos en  la región.

En 1913 fundó el Instituto Histórico de Cusco y en 1916 obtuvo el grado de doctor en Letras, Derecho y Ciencias Políticas y Administrativas, en la Universidad de San Antonio Abad.

 

No se sabe cuándo fue a Machupiqchu pero no debió haber presenciado la extracción de las piezas inkas que contenía. De acuerdo a su carácter se hubiera opuesto al saqueo autorizado por el Presidente Augusto B. Leguía. Por algo, en 1928, fundó el Museo Arqueológico  con la primera colección de piezas arqueológicas que fue su base.

 

Allá fue profesor de Historia del Perú y de Historia del Arte Peruano, columnista en varias publicaciones,  director del diario “El Comercio” de la  capital cusqueña, y diputado a Congreso por la provincia de Chumbivilcas, donde debió ir a caballo, el  único medio.

Su trayectoria es indiscutible. En 1920 formó parte del grupo “Resurgimiento” con importantes intelectuales de la época como Uriel García y otros. La nueva “Escuela Cusqueña” que inició una corriente andina que abarcó historia, música, arte y otras manifestaciones, para revaloraron la cultura nativa tan menospreciada por la gente de élite.

 

En Lima, adonde se trasladó finalmente, fue nombrado Director de los Museos de Arqueología , Nacional de Historia y de la Cultura Peruana y Bolivariana. Al mismo tiempo ingresó a la Universidad Nacional Mayor de San Marcos como profesor de Historia de los Inkas e Historia de la Cultura Peruana, las raíces de la nacionalidad.

En 1936 viajó a Francia para organizar el primer Pabellón Peruano en la Exposición Internacional de París. En 1946 fundó el Museo de la Cultura Peruana, con la colección etnográfica más importante del país y colaboradores de nota como José Sabogal, Julia Codesido, Enrique Camino Brent, Teresa Carvallo, Alicia Bustamante y José María Arguedas.

           

Durante el primer gabinete del doctor José Luis Bustamante y Rivero fue Ministro de Educación Pública. “En ese periodo, dice su nieto Fernando Brugué Valcárcel, hizo importantes aportes al mejoramiento de los sistemas educativos, como la creación de Núcleos Escolares Campesinos y el apoyo al Instituto Lingüístico de Verano en los estudios sobre lenguas nativas, contribuyendo a elevar el nivel de vida de las comunidades de la Amazonía y el Ande”.

Impulsó de manera decisiva la educación técnica reorganizando el Politécnico Nacional, fundó el Conservatorio Nacional de Música y el Teatro Nacional, con las Escuelas de Arte Dramático, Escenografía y Folklore.

 

Como tenía que ser su labor fue altamente reconocida. Recibió la condecoración de la Gran Orden del Sol de Perú, el Premio Nacional de Cultura en el área de Ciencias Humanas, la Medalla del Congreso y las Palmas Magisteriales en el grado de Amauta.

En 1964 el editor de libros Juan Mejía Baca le encargó escribir una Historia del Perú a base de documentos de los siglos virreinales, que estaban en el Perú o de copias que fueron obtenidas en el Archivo de Indias. “Un resumen de millares de páginas distribuidas en infolios, muchos apenas conocidos por los eruditos, ediciones rarísimas,,agotadas”, decía el prestigiado librero del jirón Azángaro.

 

Su nieto, Fernando Brugué, conserva con orgullo la máquina de escribir mecánica que usó para llevar a cabo  esta obra. Luis E. Valcárcel fue sin duda la personalidad exacta para hacer ese estudio con la meticulosidad que exigía. Poco a poco los capítulos llevan al lector a través de las culturas conocidas hasta esa fecha,  desde sus mitos, leyendas, historia, tradiciones, costumbres, artes, música y todo cuanto está registrado en las fuentes a las que recurrió y que son básicas como fundamento de una identidad nacional.

 

Al cumplir noventa años el instituto de Estudios Peruanos publicó sus Memorias, donde sus recuerdos de Cusco proyectan una visión interesante de la ciudad que fue conociendo desde que dio los primeros pasos. En México recibió el premio “Rafael Heliodoro Valle” y un día fue propuesto por la Comisión del Premio Nobel al Nobel de la Paz.

Al cabo el gran peruanista estaba cansado de vivir. Al irse se fue convencido de que solamente la historia, esa gran maestra, puede enseñar a los futuros  hombres de gobierno lo que deben hacer para llevar a buen puerto un país como el nuestro. 

             

Alfonsina Barrionuevo