LA HERENCIA DE LOS ANCESTROS
Hoy
el cielo se ha despertado alegre y se ha deslizado entre sus sábanas de bruma.
Estuvo dudando si quedarse un poquito más. Al cabo comenzó a abrirlas. Ellas le
invitaban a seguir en su cama espacial, pero las empujo hasta tirarlas a sus
pies. Ahora tenemos al sol jugando un poco, aprovechando, porque las brumas
volverán a cubrir el cielo. Estuvo curioseando por mis ventanas y me llenó de luz. Una brisa suave volteó las
páginas de las revistas. ¿Horror en Irak? ¿Suspenso en Siria? ¿Contradicciones
en Venezuela? No. Yo quiero pensar en el mundo azul. En el mar Pacífico que es su
espejo. El mar que lo copia, al exterior del litoral, y deja que lo saluden risueñas
criaturas, delfines, lobos de pelo suave
y pelo duro, pinguinos chiquillos, pelícanos y gaviotas.
Los
antiguos peruanos miraban al cielo con atención, el Hanaq Pacha, un mundo habitado
por el sol, la luna, las estrellas, el arco iris, el trueno, el rayo. Hace
miles de años no pensaron que fueran dioses. Cuando los españoles decían que
adoraban al dios sol y a la diosa tierra les estaban atribuyendo un pensamiento
que no era suyo. El sol nos alumbra con la potencia de sus rayos pero las nubes
pueden cubrirlo cuando quieren. La luna
tiene relación cin el agua y sin embargo puede caer en sus abismos. Las
estrellas pueden adornar las melenas del cielo con redecillas de luz aunque no
siempre se dejarían ver si lo quisieran.
Ellos conocían su fuerza y también sus
limitaciones. Por eso preferían verles como familia. El padre Sol, la madre Luna,
el señor Trueno. En fin, no existieron idolatrías sino un trato cariñoso. Las
ofrendas eran para pedirles que no se desmandaran. El astro solar podía dar
lugar a largas sequías. El rayo hasta matar. En el caso de la lluvia convertirse
en avalancha y arrasar los cultivos. Había que pedirles moderación y darles
cariño para esperar retribución.
Los
sacrificios eran generalmente de animales. Muy poco puede hablarse de
sacrificios humanos. Hay que profundizar
en la historia de los primeros siglos españoles para descubrir cuál era su
mundo religioso. Hasta hoy se siguen usando patrones occidentales para explicar
los hallazgos de tumbas en los grupos arqueológicos. Hace falta investigar con
las comunidades nativas de las diferentes regiones. Ellos tienen su clave que,
con el mismo patrón no se quiere usar. La modernidad acabará de destruir lo que
queda. Los jóvenes son atraídos por las luces artificiales de las grandes
ciudades. Perderemos muchos conocimientos valiosos que necesitamos seguir
usando. Ya hablaremos de las tecnologías de la quinua, por ejemplo, que se
hubieran perdido de no ser las comunidaades que las están entregando al mundo.
No son las ciudades ni sus grandes centros de estudios. Son esas gentes que viven
en alturas increíbles, más de 4,000 metros, luchando por conservar la herencia
que les dejaron sus antepasados, que son los nuestros, aunque no querramos
verles por ignorancia.
AMAUTA
DEL SIGLO XX
El
damero de verdes fluctuantes en los cerros debió atraer a Luis E. Valcárcel en su
juventud. Cusco lo llevó por el camino de la historia. La
contemplación de los surcos, en sus recorridos por las partes altas, lo acercó
a las comunidades. Sus habitantes vivían una injusta pobreza y eso le causó
rechazo.
La
siembra de las especies que producía la tierra y el pastoreo no eran suficientes para una buena
calidad de vida. En ese momento, a principios del siglo XX, se sumaba a su vida
difícil la exigencia de los hacendados que requerían sus servicios a cambio de
nada. Siguiendo la tradición habían recibido las tierras con ellos como si
fueran bienes muebles.
Valcárcel
no tenía en las pupilas el recuerdo del mar, lo llevaron de Ilo, Moquegua,
cuando no había cumplido un año. Creció en la capital imperial y ella lo
nutrió de imágenes. Sintió que era
necesario un cambio y escribió un libro, “Tempestad en los Andes”, que esperaba
fuera premonitorio. Lo prologó José Carlos
Mariátegui y el colofón lo escribió Luis Alberto Sánchez.
Sesenta
y ocho años después, al enterarse de que seguían su antigua rutina, sin cambios,
debió haberse decepcionado. Definitivamente las comunidades siguen olvidadas
hasta ahora, en una lejanía irredenta.
El
año pasado Malena Martínez, joven realizadora, obtuvo éxitos en festivales de
Europa y Perú, con un documental: “Felipe, vuelve”. Ella escribió el guión
y lo grabó en Paruro, Cusco, donde conoció hace muchísimo tiempo a un agricultor
andino de ese nombre. Para estudiar se
trasladó a Lima y luego se fue a Viena,
Austria, con una beca para especializarse en cine. Cuando retornó al lugar,
después de una larga ausencia, todo
seguía igual. Felipe estaba aún, viejo, pero en la misma situación de atraso y
abandono, derruyéndose como su choza. Al morir, sin haber conocido algo mejor, bajó al seno de la tierra en olor de la misma
santa pobreza.
El
historiador, que fue propuesto para el premio Nobel de la Paz casi al final de
su existencia, pensó en su época que él
ayudaría a las comunidades y, según su reseña biográfica, inició la primera
huelga estudiantil universitaria de Sudamérica que permitiría los estudios
autóctonos en la región.
En
1913 fundó el Instituto Histórico de Cusco y en 1916 obtuvo el grado de doctor
en Letras, Derecho y Ciencias Políticas y Administrativas, en la Universidad de
San Antonio Abad.
No
se sabe cuándo fue a Machupiqchu pero no debió haber presenciado la extracción
de las piezas inkas que contenía. De acuerdo a su carácter se hubiera opuesto
al saqueo autorizado por el Presidente Augusto B. Leguía. Por algo, en 1928,
fundó el Museo Arqueológico con la
primera colección de piezas arqueológicas que fue su base.
Allá
fue profesor de Historia del Perú y de Historia del Arte Peruano, columnista en
varias publicaciones, director del
diario “El Comercio” de la capital
cusqueña, y diputado a Congreso por la provincia de Chumbivilcas, donde debió
ir a caballo, el único medio.
Su
trayectoria es indiscutible. En 1920 formó parte del grupo “Resurgimiento” con
importantes intelectuales de la época como Uriel García y otros. La nueva
“Escuela Cusqueña” que inició una corriente andina que abarcó historia, música,
arte y otras manifestaciones, para revaloraron la cultura nativa tan
menospreciada por la gente de élite.
En
Lima, adonde se trasladó finalmente, fue nombrado Director de los Museos de
Arqueología , Nacional de Historia y de la Cultura Peruana y
Bolivariana. Al mismo tiempo ingresó a la Universidad Nacional
Mayor de San Marcos como profesor de Historia de los Inkas e
Historia de la Cultura
Peruana , las raíces de la nacionalidad.
En
1936 viajó a Francia para organizar el primer Pabellón Peruano en la Exposición Internacional
de París. En 1946 fundó el Museo de la Cultura Peruana ,
con la colección etnográfica más importante del país y colaboradores de nota
como José Sabogal, Julia Codesido, Enrique Camino Brent, Teresa Carvallo,
Alicia Bustamante y José María Arguedas.
Durante
el primer gabinete del doctor José
Luis Bustamante y Rivero fue Ministro de Educación Pública.
“En ese periodo, dice su nieto Fernando Brugué Valcárcel, hizo importantes
aportes al mejoramiento de los sistemas educativos, como la creación de Núcleos
Escolares Campesinos y el apoyo al Instituto Lingüístico de Verano en los
estudios sobre lenguas nativas, contribuyendo a elevar el nivel de vida de las
comunidades de la Amazonía y el Ande”.
Impulsó
de manera decisiva la educación técnica reorganizando el Politécnico Nacional,
fundó el Conservatorio Nacional de Música y el Teatro Nacional, con las
Escuelas de Arte Dramático, Escenografía y Folklore.
Como
tenía que ser su labor fue altamente reconocida. Recibió la condecoración de la Gran Orden del Sol de
Perú, el Premio Nacional de Cultura en el área de Ciencias Humanas, la Medalla
del Congreso y las Palmas Magisteriales en el grado de Amauta.
En
1964 el editor de libros Juan Mejía Baca le encargó escribir una Historia del
Perú a base de documentos de los siglos virreinales, que estaban en el Perú o
de copias que fueron obtenidas en el Archivo de Indias. “Un resumen de millares
de páginas distribuidas en infolios, muchos apenas conocidos por los eruditos,
ediciones rarísimas,,agotadas”, decía el prestigiado librero del jirón Azángaro.
Su
nieto, Fernando Brugué, conserva con orgullo la máquina de escribir mecánica
que usó para llevar a cabo esta obra. Luis
E. Valcárcel fue sin duda la personalidad exacta para hacer ese estudio con la
meticulosidad que exigía. Poco a poco los capítulos llevan al lector a través
de las culturas conocidas hasta esa fecha, desde sus mitos, leyendas, historia,
tradiciones, costumbres, artes, música y todo cuanto está registrado en las
fuentes a las que recurrió y que son básicas como fundamento de una identidad
nacional.
Al
cumplir noventa años el instituto de Estudios Peruanos publicó sus Memorias,
donde sus recuerdos de Cusco proyectan una visión interesante de la ciudad que
fue conociendo desde que dio los primeros pasos. En México recibió el premio
“Rafael Heliodoro Valle” y un día fue propuesto por la Comisión del Premio
Nobel al Nobel de la Paz.
Al
cabo el gran peruanista estaba cansado de vivir. Al irse se fue convencido de que
solamente la historia, esa gran maestra, puede enseñar a los futuros hombres de gobierno lo que deben hacer para
llevar a buen puerto un país como el nuestro.
Alfonsina
Barrionuevo
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