domingo, 6 de octubre de 2013


LA HERENCIA DE LOS ANCESTROS

Hoy el cielo se ha despertado alegre y se ha deslizado entre sus sábanas de bruma. Estuvo dudando si quedarse un poquito más. Al cabo comenzó a abrirlas. Ellas le invitaban a seguir en su cama espacial, pero las empujo hasta tirarlas a sus pies. Ahora tenemos al sol jugando un poco, aprovechando, porque las brumas volverán a cubrir el cielo. Estuvo  curioseando por mis ventanas y  me llenó de luz. Una brisa suave volteó las páginas de las revistas. ¿Horror en Irak? ¿Suspenso en Siria? ¿Contradicciones en Venezuela? No. Yo quiero pensar en el mundo azul. En el mar Pacífico que es su espejo. El mar que lo copia, al exterior del litoral, y deja que lo saluden risueñas criaturas,  delfines, lobos de pelo suave y pelo duro, pinguinos chiquillos, pelícanos y gaviotas.

Los antiguos peruanos miraban al cielo con atención, el Hanaq Pacha, un mundo habitado por el sol, la luna, las estrellas, el arco iris, el trueno, el rayo. Hace miles de años no pensaron que fueran dioses. Cuando los españoles decían que adoraban al dios sol y a la diosa tierra les estaban atribuyendo un pensamiento que no era suyo. El sol nos alumbra con la potencia de sus rayos pero las nubes pueden cubrirlo  cuando quieren. La luna tiene relación cin el agua y sin embargo puede caer en sus abismos. Las estrellas pueden adornar las melenas del cielo con redecillas de luz aunque no siempre se dejarían ver si lo quisieran.

 Ellos conocían su fuerza y también sus limitaciones. Por eso preferían verles como familia. El padre Sol, la madre Luna, el señor Trueno. En fin, no existieron idolatrías sino un trato cariñoso. Las ofrendas eran para pedirles que no se desmandaran. El astro solar podía dar lugar a largas sequías. El rayo hasta matar. En el caso de la lluvia convertirse en avalancha y arrasar los cultivos. Había que pedirles moderación y darles cariño para esperar retribución.

Los sacrificios eran generalmente de animales. Muy poco puede hablarse de sacrificios humanos.  Hay que profundizar en la historia de los primeros siglos españoles para descubrir cuál era su mundo religioso. Hasta hoy se siguen usando patrones occidentales para explicar los hallazgos de tumbas en los grupos arqueológicos. Hace falta investigar con las comunidades nativas de las diferentes regiones. Ellos tienen su clave que, con el mismo patrón no se quiere usar. La modernidad acabará de destruir lo que queda. Los jóvenes son atraídos por las luces artificiales de las grandes ciudades. Perderemos muchos conocimientos valiosos que necesitamos seguir usando. Ya hablaremos de las tecnologías de la quinua, por ejemplo, que se hubieran perdido de no ser las comunidaades que las están entregando al mundo. No son las ciudades ni sus grandes centros de estudios. Son esas gentes que viven en alturas increíbles, más de 4,000 metros, luchando por conservar la herencia que les dejaron sus antepasados, que son los nuestros, aunque no querramos verles por ignorancia.

AMAUTA DEL SIGLO XX

 

El damero de verdes fluctuantes en los cerros debió atraer a Luis E. Valcárcel en su juventud. Cusco lo llevó por el camino de la historia. La contemplación de los surcos, en sus recorridos por las partes altas, lo acercó a las comunidades. Sus habitantes vivían una injusta pobreza y eso le causó rechazo.

La siembra de las especies que producía la tierra y el  pastoreo no eran suficientes para una buena calidad de vida. En ese momento, a principios del siglo XX, se sumaba a su vida difícil la exigencia de los hacendados que requerían sus servicios a cambio de nada. Siguiendo la tradición habían recibido las tierras con ellos como si fueran bienes muebles.



Valcárcel no tenía en las pupilas el recuerdo del mar, lo llevaron de Ilo, Moquegua, cuando no había cumplido un año. Creció en la capital imperial y ella lo nutrió  de imágenes. Sintió que era necesario un cambio y escribió un libro, “Tempestad en los Andes”, que esperaba fuera premonitorio. Lo prologó José Carlos  Mariátegui y el colofón lo escribió Luis Alberto Sánchez.

Sesenta y ocho años después, al enterarse de que seguían su antigua rutina, sin cambios, debió haberse decepcionado. Definitivamente las comunidades siguen olvidadas hasta ahora, en una lejanía irredenta.

 

El año pasado Malena Martínez, joven realizadora, obtuvo éxitos en festivales de Europa y Perú, con un documental: “Felipe, vuelve”. Ella escribió el guión y  lo grabó en Paruro, Cusco,  donde conoció hace muchísimo tiempo a un agricultor andino de ese nombre. Para estudiar  se trasladó a  Lima y luego se fue a Viena, Austria, con una beca para especializarse en cine. Cuando retornó al lugar, después de una larga ausencia,  todo seguía igual. Felipe estaba aún, viejo,  pero en la misma situación de atraso y abandono, derruyéndose como su choza. Al morir, sin haber conocido algo mejor,  bajó al seno de la tierra en olor de la misma santa pobreza.

 

El historiador, que fue propuesto para el premio Nobel de la Paz casi al final de su existencia,  pensó en su época que él ayudaría a las comunidades y, según su reseña biográfica, inició la primera huelga estudiantil universitaria de Sudamérica que permitiría los estudios autóctonos en  la región.

En 1913 fundó el Instituto Histórico de Cusco y en 1916 obtuvo el grado de doctor en Letras, Derecho y Ciencias Políticas y Administrativas, en la Universidad de San Antonio Abad.

 

No se sabe cuándo fue a Machupiqchu pero no debió haber presenciado la extracción de las piezas inkas que contenía. De acuerdo a su carácter se hubiera opuesto al saqueo autorizado por el Presidente Augusto B. Leguía. Por algo, en 1928, fundó el Museo Arqueológico  con la primera colección de piezas arqueológicas que fue su base.

 

Allá fue profesor de Historia del Perú y de Historia del Arte Peruano, columnista en varias publicaciones,  director del diario “El Comercio” de la  capital cusqueña, y diputado a Congreso por la provincia de Chumbivilcas, donde debió ir a caballo, el  único medio.

Su trayectoria es indiscutible. En 1920 formó parte del grupo “Resurgimiento” con importantes intelectuales de la época como Uriel García y otros. La nueva “Escuela Cusqueña” que inició una corriente andina que abarcó historia, música, arte y otras manifestaciones, para revaloraron la cultura nativa tan menospreciada por la gente de élite.

 

En Lima, adonde se trasladó finalmente, fue nombrado Director de los Museos de Arqueología , Nacional de Historia y de la Cultura Peruana y Bolivariana. Al mismo tiempo ingresó a la Universidad Nacional Mayor de San Marcos como profesor de Historia de los Inkas e Historia de la Cultura Peruana, las raíces de la nacionalidad.

En 1936 viajó a Francia para organizar el primer Pabellón Peruano en la Exposición Internacional de París. En 1946 fundó el Museo de la Cultura Peruana, con la colección etnográfica más importante del país y colaboradores de nota como José Sabogal, Julia Codesido, Enrique Camino Brent, Teresa Carvallo, Alicia Bustamante y José María Arguedas.

           

Durante el primer gabinete del doctor José Luis Bustamante y Rivero fue Ministro de Educación Pública. “En ese periodo, dice su nieto Fernando Brugué Valcárcel, hizo importantes aportes al mejoramiento de los sistemas educativos, como la creación de Núcleos Escolares Campesinos y el apoyo al Instituto Lingüístico de Verano en los estudios sobre lenguas nativas, contribuyendo a elevar el nivel de vida de las comunidades de la Amazonía y el Ande”.

Impulsó de manera decisiva la educación técnica reorganizando el Politécnico Nacional, fundó el Conservatorio Nacional de Música y el Teatro Nacional, con las Escuelas de Arte Dramático, Escenografía y Folklore.

 

Como tenía que ser su labor fue altamente reconocida. Recibió la condecoración de la Gran Orden del Sol de Perú, el Premio Nacional de Cultura en el área de Ciencias Humanas, la Medalla del Congreso y las Palmas Magisteriales en el grado de Amauta.

En 1964 el editor de libros Juan Mejía Baca le encargó escribir una Historia del Perú a base de documentos de los siglos virreinales, que estaban en el Perú o de copias que fueron obtenidas en el Archivo de Indias. “Un resumen de millares de páginas distribuidas en infolios, muchos apenas conocidos por los eruditos, ediciones rarísimas,,agotadas”, decía el prestigiado librero del jirón Azángaro.

 

Su nieto, Fernando Brugué, conserva con orgullo la máquina de escribir mecánica que usó para llevar a cabo  esta obra. Luis E. Valcárcel fue sin duda la personalidad exacta para hacer ese estudio con la meticulosidad que exigía. Poco a poco los capítulos llevan al lector a través de las culturas conocidas hasta esa fecha,  desde sus mitos, leyendas, historia, tradiciones, costumbres, artes, música y todo cuanto está registrado en las fuentes a las que recurrió y que son básicas como fundamento de una identidad nacional.

 

Al cumplir noventa años el instituto de Estudios Peruanos publicó sus Memorias, donde sus recuerdos de Cusco proyectan una visión interesante de la ciudad que fue conociendo desde que dio los primeros pasos. En México recibió el premio “Rafael Heliodoro Valle” y un día fue propuesto por la Comisión del Premio Nobel al Nobel de la Paz.

Al cabo el gran peruanista estaba cansado de vivir. Al irse se fue convencido de que solamente la historia, esa gran maestra, puede enseñar a los futuros  hombres de gobierno lo que deben hacer para llevar a buen puerto un país como el nuestro. 

             

Alfonsina Barrionuevo     

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