domingo, 27 de octubre de 2013


DE QOSQO A MACHUPIQCHU

 

En el Perú, el anteayer sigue en el presente. Es un eslabón que no se ha roto, afortunadamente, y resulta mágico estar observando en Rapasmarka, con el mismo entusiasmo de Martín de Murúa en 1586I, al kausarqa, un picaflor que hiberna olvidado de todo, entre octubres y abriles, durmiendo en la corola de una flor.

 Debo comenzar y entiendo una verdad. Si quiero comprender a Machupiqchu debo profundizar en Qosqo, que es su principio y su fin. Allí se concentraba el kamaqen, la esencia, la energía del universo inka. Desde su interior se irradiaban las energías cósmicas y telúricas, dirigiendo sus filamentos a un Tawantin de Suyus. Chinchaysuyu, Antisuyu, Kuntisuyu, Qollasuyu.
 

María Rostorowski me habló de que el nombre de Pachakamaq, el gran santuario de Lima, venía en realidad de pacha kamaqen, centro religioso donde estaba “la esencia de la tierra”. El crédito se desprendía del prestigio que le daban sus numerosos sacerdotes que eran oráculos vivientes, según decía el monseñor arqueólogo Pedro Villar Córdova. Los sunquyoq, expertos en descubrir arcanos en el corazón de las gentes; los mosqoq, que interpretaban el contenido de los sueños; los wamaq, que eran filósofos y descifraban los secretos del tiempo, los ripiaq que recibían consultas de los atletas. Así, muchos más. Ellos absolvían todo tipo de consultas de los peregrinos, que esperaban largo tiempo para ser atendidos.
 
A mí me pareció que la definición podía ser exacta para Qosqo, donde estaba el kamaqen de su mundo. Así fue desde el punto de vista religioso. Había 350 wakas o lugares sagrados donde se hacía ofrendas a las fuerzas cósmicas, telúricas y hasta psicológicas, ubicadas a lo largo de 42 seqes o líneas imaginarias que partían del Qorikancha. Había una waka dedicada, por ejemplo, al sueño. Otra, a la alegría. La papa, el maíz, la kiura o quinua, tenían también sitios donde ponían los mejores frutos de la cosecha para que propiciaran otras en el futuro.

 
 

 

EL ACERO VEGETAL
                                     

En Lima antigua, al borde del río que dividía el valle,  el viento “entonaba” himnos grandiosos agitando los tallos de mama, carrizo hueco, que abundaba en el lugar. El nombre del río era Mamaq mayu,  “río de carrizales”,  pero los españoles le dieron el nombre equivocado de Rimac. Mama se llamaban los carrizos en Lima y matara en Cusco, y  tenían otros nombres en los diferentes idiomas del Perú.


La caña que formaba “bosquecillos” montaraces sirvió en Caral hace unos 5,000 años; la usaron los chimu en Chan Chan; los “cabezas largas” en Parakas y los inkas. En el Asia, la especie que era conocida como bambú, fue empleada desde la India hasta la China y de Japón a Java. 

El aprecio que tuvieron las gentes por el carrizo, caña, caña brava, caña de guayaquil, junco, bambú, etc., en otras partes del mundo le dieron títulos notables. Acero vegetal, en Alemania; Hermano, en Vietnam; Oro verde, en la India; Patrimonio de la Humanidad y Gramínea Maravillosa.

Las cañas son gramíneas que, por su avidez, crecen cerca de las fuentes de agua. Son abundantes en regiones tropicales y subtropicales, templadas e inclusive en ciertos humedales a 4,000 metros sobre el nivel del mar. Sus floraciones, dos veces al año, atraen para anidar a grupos de aves.

En el mundo hay miles de especies. Su crecimiento es espontáneo, pero hay países en los que se promueve su cultivo, cubriéndose grandes áreas. Estas gramíneas han estado siempre cerca del hombre como material para cazar y pescar,  obtener agua, usar con fines medicinales, confeccionar papel, ropa, instrumentos musicales, utensilios, elementos decorativos y muebles, así como para construir viviendas, puentes y canales.
 
Las especias que existen en el Perú tienen un uso limitado como elemento estructural. La caña puede usarse no solamente en las paredes de quincha. En la casa Ganoza Chopitea de Trujillo concita admiración un techo prehispánico, hermosamente entrelazado de caña. Se le descubre también  en las bóvedas de muchas iglesias virreinales.
 

“Generalmente se emplea la madera para las vigas estructurales de los techos pero estamos trabajando con la caña como material resistente a prueba de sismos en cúpulas que llamamos domocañas”, explica la ingeniera civil e ingeniera sanitaria Raquel Barrionuevo. Su propuesta ha sido desarrollada en la Facultad de Arquitectura, Urbanismo y Artes (FAUA) de la Universidad Nacional de Ingeniería (UNI), donde es profesora principal e investigadora.
 

Los resultados han sido positivos en los ensayos de cargas estáticas de techos experimentales en el Laboratorio del Centro de Investigaciones Sísmicas y Mitigación de Desastres (CISMID) de la UNI. Con ellos se puede ayudar a la necesidad de vivienda de un gran porcentaje de familias en condición de extrema pobreza.

La caña o carrizo, usando como sostén la tecnología mejorada del adobe o de la quincha, con albañilerías de ladrillo o bloques de concreto armado, tiene la ventaja de ser un recurso local para tecnologías constructivas de bajo costo. Sus características responden a soluciones ecológicas que no atentan contra la conservación del medio ambiente en zona urbana o rural.

 “No se puede atender  ni a un 10% del deficit actual de 2’200,000 viviendas, que se incrementa en 90,000 cada año”, comenta Raquel Barrionuevo. “Apoyemos con el domocaña el anhelo de la gente que quiere un techo propio, para que no siga “resolviendo” el problema construyendo con graves deficiencias  técnicas de seguridad. A ello se suman las condiciones climáticas y ecológicas tan diversas en nuestro territorio que agudizan esa necesidad. Tenemos un país donde, a la amenaza de sismos, se unen otras ocurrencias severas, como vientos fuertes, aluviones, sequías y lluvias torrenciales.

Existen muy pocos diseños estructurales de edificaciones de bambú en el mundo. Las construcciones existentes y nuevas se basan sobretodo en la experiencia práctica de los proyectistas. Recién en el 2011 se aprobó la Norma de Diseño y Construcción con bambú para construcciones  ortogonales.

 La propuesta fue premiada por el CONCYTEC y cuenta con la participación de los estudiantes de la UNI. El techo construido con cañas, malla gallinero, revestido de mortero cemento–arena o de barro, ofrece habitabilidad, seguridad, calidad  y bajo costo. El proceso constructivo es simple y de fácil aprendizaje.

Aprovechando la flexibilidad de las cañas se arman los techos con doble curvatura o cúpula, dejando que tomen su propia forma. El resultado es un espacio arquitectónicamente agradable, amplio y cálido. Los estudios teóricos revisados y realizados  muestran que, a diferencia de la losa plana, que estructuralmente trabaja   la tracción y la compresión, la cúpula lo hace a compresión en todos sus puntos, reduciendo sus valores cuando es más alta.

 La resultados de la investigación se aplicaron a un programa de construcción de viviendas con tecnologías nativas mejoradas, en la ciudad de Moquegua. En una de ellas se utilizó la tecnología mejorada del adobe con dos tipos de techos, uno con el domocaña y el otro con tijerales o cerchas simples de madera tipo “mojinete”. Un sismo de grado 5,8 en el 2003 probó su resistencia, no sufrieron daño, mientras casas vecinas de adobe fueron  seriamente afectadas.

El sismo destructivo registrado en Pisco en el 2007, con un grado de 7.9 no afectó una casa de adobe de Humay próxima, con un ambiente techado con un domocaña de 6 m. x 6 m., mientras que el 70% de las viviendas de adobe existentes colapsaron. Igualmente en la  comunidad  Cabeza de Toro. La Ong Paz & Esperanza llevó a cabo un programa de capacitación para la construir 150 viviendas con paredes de estera y techos domocaña, que denominó domobambú.

 El proyecto de la investigadora peruana es tan importante que el domocaña ha despertado interés en el ámbito internacional por sus condiciones bioclimáticas y socioculturales. En Bolivia, Colombia, San Salvador e Italia, arquitectos, ingenieros y empresarios de la construcción están adoptando la técnica para solucionar las necesidades de  viviendas seguras y económicas. Con mucha razón se dice que los juncales son oro verde. Hay que aprender a distinguirlos. También son nuestro patrimonio.

 
Alfonsina Barrionuevo

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