viernes, 24 de febrero de 2017

UNA LUZ EN EL MUSEO

He visto como se construye un museo y como se destruye. Fernando Cabieses recibió un elefante blanco en la Av. Javier Prado, un local ministerial que nunca funcionó, y le puso su alma. Por un tiempo corto fue “el orgullo de todos los peruanos”. Tuvo un número glorioso de salas y hasta dos o más auditorios. Después se fue minimizando. Poco a poco ha vuelto a ser casi un erial, una panpa de cemento armado.

File:Gliptodonte clavipes, Caja Municipal Cusco.JPGEn el Qosqo Ana María Gálvez, antropóloga y especialista en restauración, recibió con entusiasmo la histórica Casa del Inka Garcilaso. El museo que alberga pasó un buen momento con Teófilo Benavente hasta que decayó. Fue quedando a trasmano, se deslustró con los años y una pátina  de abandono lo cubrió. Ella fue una tabla de salvación para la antigua morada del soldado D. de Oñate quien la cedió al capitán “cambia-banderas” Sebastián Garcilaso de la Vega, a quien la ñust’a Chinpu Oqllo le dio un hijo insigne. De hecho, no iba a naufragar. Ella fue una luz para el museo, ubicado en la waka Kugitalis, donde durmió un Inka, soñando con batallas ganadas para el imperio.
Su soplo vital reanimó las salas con montajes inspirados para pinturas y esculturas. Un día logró imprimirle más dinámica inaugurando una sala de exposiciones temporales que es solicitada desde el extranjero. En el patio, donde existió un viejo lugar de descanso o de rendición de cuentas, delimitado por torneadas columnas de piedra, encontró el espacio ideal para visualizar fechas y hechos importantes.

El sol que retoza en sus arquerías y balcones como un niño de maskapaicha y medallón de oro, estuvo atento a su trabajo creativo. Algo más para enriquecer la casa. Su equipo cumplió con creces sus indicaciones poniendo en valor un ambiente del primer piso,  en el segundo andén de la waka, donde los visitantes propios y extraños pueden remontar millones de años. El museo del Inka se place ahora al sorprenderles con éste de aires antiquísimos. Un bebé gliptodonte petrificado en su puerta y un mastodonte recuperado a partir de una costilla rota. Allí la antropóloga armó salas secuenciales de las culturas cusqueñas. Hizo como Fernando Cabieses de cuartos oscuros una ala vasta donde se puede historiar, a través de reliquias sin edad y sin tiempo, cuanto se vivió en el Qosqo antes de que fuera el vaso de un lago glacial,  pegado como una lágrima colosal a los Andes. 

Sólo una vidente podría saber qué pasará en los próxímos años con el “Museo Casa del Inka Garcilaso”, así escrito sin el agregado de Chinpu Oqllo que alarga en demasía su nombre, como eso de poner desconcentrado a las instituciones estatales que están fuera del área de Lima, como para marcar un menosprecio que se aguanta pero no se digiere. Las discriminaciones siempre molestan.

En una Semana Santa lluviosa, para más señal el Lunes de la procesión  del Señor de los Temblores, aprecié su cariño y su respeto por lo nuestro. Al entrar a la plaza principal sus cofrades quitaron a la imagen del venerado Taitacha el plástico que lo protegía. Estábamos en el mismo balcón y sólo dijo: “el Cristo no debía mojarse”. Al día siguiente gente del Centro de Restauración que tenía a su cargo la acompañaron para cuidar que quedara seco, sin problemas futuros.
Ana María Gálvez ha hecho mucho más. De sus años compartidos con el centro de Tipón recuerdo al párroco que le llevó imágenes convertidas casi en leña y pinturas ennegrecidas, “para que hiciera cualquier cosa con eso”. Al año siguiente regresó con una sonrisa sarcástica, preparado para el fracaso. Se quedó mudo. No estaba listo para el esplendor rescatado.

Hay que amar estas cosas, como decía el pintor Teodoro Núñez Ureta. Las pruebas de lo contrario se ven cada día. Su reubicación para dar el mando de la Casa del Inca a otra persona no es justa. Hay que dejarla trabajar, aprovechar su ánimo, su espíritu de entrega. Que siga siendo una luz en el museo de la calle Heladeros, siempre de la mano con la cultura haciendo honor a su sangre. 

Alfonsina Barrionuevo

domingo, 19 de febrero de 2017

¿Y AHORA, DON MARTIN…?

Don Martín Chambi hablaba poco de las placas de vidrio que conservaban fotos que tomó durante medio siglo. A caballo y a pie se perdía por los caminos más agrestes para captar paisajes, rostros, fiestas, matrimonios, bautizos y cuanto llamara su atención. Todavía me tomó unas fotos carnet para el colegio con una máquina matrona de cajón y luego otras cuando volvía de vacaciones de “El Comercio” de Lima o de la revista “Caretas”. Hasta que un día dio de baja a sus reliquias y compró una moderna que cabía en el bolsillo de su saco. El Inti Raymi ya no era el mismo de los tiempos del qorilaso Pancho Gómez Negrón pero le gustaba ir a Saqsaywaman, para competir con la ola de fotógrafos y camarógrafos que llegaron después.

Llama micheq. Martín Chambi
En los armarios del patio de su casa las antañonas placas dormían apiladas en cajas, acumulando rumor de viento y de lluvia, resistiendo embriagueces de sol en los días azules o tiritando en las noches de helada. Nunca pude saber cómo llegaron a Qosqo. Tuvo que ser por barco hasta Mollendo y luego otros caminos.
Me tocó viajar con Julia, su hija, heredera de su arte y de sus sueños, a P’isaq, la ciudad inka de las pisaqas o perdices y a Ocongate con Zuly Azurín para asistir a la aparición del sol en el solsticio de invierno, frente a Qoyllur Rit’i.

Para los clientes amigos, casi medio Qosqo, era natural verlo desaparecer tras su cortina negra y luego, estirando el brazo, dar la voz de atención sacando la chapita que cubría el lente captador de imágenes. Tengo fotografías con él sonriendo, tomadas por Julia que formó mi colección particular y exclusiva, copiada hace poco por Stéfano Klima para que la vea Jan Mulder, quien tiene la suya de Machupiqchu, captada por don Martín en la tercera  década del novecientos.

Arequipa. Martín Chambi
El tiempo fue generoso y le dejó vivir con alegría en la ciudad imperial. Su casa fue siempre muy visitada por intelectuales ilustres. Siguieron su línea sus hijos: Víctor, que amaba también la fotografía, y Manuel, que era cineasta. Sus hijas, Celia, Julia, Mery, colaboraron con cariño en sus afanes. Un día lo seguirían sus nietos, Teo y Peruska, de su mismo linaje. Doña Manuelita, su esposa, lo engreía con manjares de la cocina cusqueña. Sus manos eran incomparables para el tínpu, los kuyes, el chiri uchu, los tamales, los rocotos emponchados, las lawas y los caldos. La extrañó cuando tuvo que irse, hasta que cansado de vivir y enjugar sus lágrimas, recordando días felices, terminó por seguirla.

El descubrimiento de las placas de don Martín por fotógrafos extranjeros fue una revolución. Había y hay maravillas en ellas porque falta mucho por revelar. Afortunadamente aguantaron con fidelidad el peso de un siglo ya transcurrido. Julia, a quien llamaba “mi astillita” y lo puso en letras de oro, se encargó de organizar exhibiciones de esas fotografías de antología en Europa y Estados Unidos.
Machupiqchu en su bosque de nubes, el Cusco de su época, la plaza con la riel del tranvía de principios del siglo XX, la calle que lucía el famoso Balcón de Herodes hasta que cayó, la novia vestida de un blanco ilusión, campesinos con auténticos trajes de lujo, decenas de músicos en una fiesta patronal, amigos jugando al sapo, el pastor con su llama que dio la vuelta al planeta y así incontables, mantienen intacto un pasado fulgurante de luz y sombra que comparten por igual exquisiteces de su pupila.

Retrato. Martín Chambi
Don Martín fue un cazador de imágenes y, en la última colección que Julia me regaló de Arequipa, los contrastes son hermosos Don Martín esperaba,  paciencia en ristre, el giro del sol para disparar su cámara. Podían ser días, meses o años. 

Su presencia puso en primer plano a otros colegas. Poco a poco se descubrió un Perú inédito, vivo en sus placas donde se mira un pasado memorable. Ella se alegraba por todos, y, "por papá, ¿te das cuenta?, sin él los otros estarían olvidados". No le falta razón. Fue el gonfalonero de su gremio. Quiero pensar que está en el viejo estudio de la calle Marqués esperándome. Gracias, Julita, por tu cariño y por albergar en tu alma la obra de don Martín. Dale un abrazo por los días llenos de amor.

Alfonsina Barrionuevo


domingo, 12 de febrero de 2017

CABRAS EN LOS ANDES

A ladrido limpio, cuatro perrazos me cerraron el paso, como si defendieran un palacio y no una casucha. Al oirlos salió con paso cansino Eduardo Salvatierra. Ojos de soledad, piel surcada por el tiempo, manos gruesas encallecidas por el duro trabajo. Su sonrisa relució cuando dijo ser un cabrero de San José de Chorrillos, un pueblito de Huarochirí, sin otro futuro que ser llevado por las cabras de un lado a otro.
Ellas son como el viento -dijo -Cuando tienen hambre son capaces de escarbar el suelo y sacar las raíces más hondas. Así se comieron mi pequeña chacra. Ahora voy donde me llevan y así será hasta que mis huesos queden en algún desmonte. Soy cabrero, lo fueron mis abuelos y mi mujer, Saturnina Willka, quiere a las cabras como a sus hijos. Ellas nos acompañan. Los otros, a quienes recibimos con cariño y les dimos todo para que fueran gente de provecho, nos dejaron un día.”

Salvatierra no sabe que las cabras son una especie de atila de cuatro patas, cuernos y chiva impertinente. Por donde pasan nunca vuelve a crecer la hierba. Tal parece que conllevan una maldición bíblica. Según informaciones ellas desertificaron el Sahara que tuvo hermosos campos hace miles de años. Remontaron los océanos como la vaca y el cerdo en las bodegas  de los galeones y se asentaron en tierras americanas.
No hay un censo que nos entregue datos acerca de la forma como ha ido aumentando su población. Se reproducen continuamente y aunque terminan en las mesas familiares y en los restaurantes de pueblos y ciudades, no se acaban. En más de una ocasión hemos visto reses y ovinos en un estado lamentable de flaqueza por falta de pasto, pero las cabras sobreviven a cualquier desastre climático.

Cuando me dicen: "Hay que comer un sabroso seco de cabrito, yo contesto: "Hay que comer a todos los cabritos lo más pronto que sea posible", y no es una broma como puede parecer. Hace un buen tiempo encontré un rebaño de cabras y cabritos a 4,000 metros del nivel del mar en Tanta, Yauyos, y sentí escalofríos. Su presencia allí indica una próxima depredación de la parte alta de los Andes porque también ya están en otras partes.
Nadie lo ha advertido y no hay quien hable seriamente con los campesinos sobre el peligro que ofrecen. Los bofedales se irán entre sus voraces mandíbulas y no quedará alimento para los camélidos cuya fibra es preciosa. Las heladas matan miles cada vez. Son un fenómeno de la naturaleza y de los cambios que últimamente apreciamos. Hoy tienen un nuevo enemigo. La cabra.

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Han subido a la puna y son una amenaza creciente para las alpakas y las vikuñas porque pelan todo. Por su causa la India es un país donde abundan los desiertos. Lo mismo sucede con toda la cuenca del Mediterráneo que ha quedado sin vegetación. También han depredado montes en Italia, España, Africa del Norte. En Nueva Zelanda el Parque Nacional de Monte Egmont fue arruinado hacia 1920 por las cabras que los agricultores importaron para destruir las zarzas y los cardos que estorbaban el cultivo de otras plantas.
La cabra está ligada a la economía de la pobreza. Ella es la vaca del pobre. Pero su crianza no tiene parámetro alguno como se hace en Francia o Suiza, donde se reconoce que es un animal depredador. Si no las detienen acabarán con el ichu andino, aunque su carne sea apreciable así como su leche que sirve para preparar riquísimas natillas y quesos.


Alfonsina Barrionuevo

domingo, 5 de febrero de 2017

                



SENDERO DE ORQUIDEAS

En el teclado de mi computadora  cada letra se convierte en una orquídea en  homenaje a José Koechlin y su esposa Denise Guislain por restaurar y conservar el bosque de nubes de Inkaterra Machupiqchu Pueblo Hotel, en cuyos árboles se mecen estas flores de exquisita belleza. Es una parte del entorno mágico del santuario inka donde ellas parecen estrellas que se descuelgan del cielo. Son más de trescientas diferentes que saltan entre mis dedos aromando comillas, signos de admiración, números, paréntesis, guiones y letras, mientras evoco su sendero donde circulan turistas que llegan para copiar en sus pupilas sus delicadas y caprichosas formas.

Presiono una tecla y es la misma orquídea que admiraron los chavin hace milenios para eternizarla en la piedra. Otra es Wiñay wayna, la doncella inka, que acarició con sus dedos de pétalo al nevado Salqantay recibiendo el don de vivir convertida en una flor por el Apu de la Eterna Juventud. Sigo y encuentro la Waqanki que no pudo amar al guerrero que la descubrió, en una noche de luna bañándose en la cascada, y llora por haberlo perdido. La Epidendrum pachakuteqianum recuerda al poderoso señor que recibió el mandato de las fuerzas cósmicas y telúricas de construir Machupiqchu. Entre las recién descubiertas la Kefersteinia koechlinorum ’Denise’, lleva su nombre por los cuidados que ella les brinda. Más o menos al final la Epidendrum sp. nov. y la Telipogon sp. que aluden a Moisés Quispe, el excepcional jardinero jefe, antes agricultor, que aprendió a identificar, coleccionar y cultivar las orquídeas nativas hasta irse a su paraíso. Nunca sabremos qué orquídeas, según la leyenda, fueron convertidas en mujeres por los espíritus de la foresta, pero debieron ser muy bellas al haberles dado el corazón de una orquídea como paqarina o lugar de nacimiento.

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En el teclado hay muchas más que lo llenan de colores como si el arco iris se hubiera entretenido con la paleta de un pintor, haciendo maravillas. Blancas con vena granate, amarillas moteadas con marrón, azules con blanco, fucsia en degradé, rosadas, púrpura casi negras, en fin una colección interminable, en las que puso el embrujo de sus pinceles.
La historia del sendero, donde el sol mide la fuerza de sus rayos para ser una leve caricia y la lluvia que al caer va de puntillas respetando su fragilidad, es conmovedora. Primero, porque restaurar bosques talados no es fácil. Es una tarea de tiempo, días, semanas, meses, años, para que las orquídeas vuelvan a reinar en su hábitat. En un lugar devastado por agricultores que, en su urgencia de vivir, no percibieron la grandeza de los cerros adyacentes, el majestuoso Phutukusi, el recio Kutija y más allá las frondas del Kollpani. Es justo que La Society American Orchid considere que los jardines de Inkaterra en Machupiqchu contienen la mayor cantidad de orquídeas nativas expuestas al  público en su lugar natural.
Las orquídeas no son parásitas como se cree. No todas carecen de fragancia o provocan rechazo, algunas como la Trichopilia fragans la Kefersteinia koechlinorum o la Pleurothallis revoluta desprenden un aroma delicioso al anochecer. Hay orquídeas terrestres que crecen a nivel del suelo, litofitas sobre piedras y rocas, epifitas abrazadas a los árboles meciéndose en las hamacas del aire o incrustándose en los troncos como preciosas miniaturas que se aprecian mejor lupa en mano, hemiepifitas que trepan desde abajo como una hilacha vegetal en busca de la luz y saprofitas que gustan extrañamente de la materia en descomposición. 
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El libro “Orquídeas” de Inkaterra compendia con excelentes fotos y dibujos  los secretos de estas flores  mágicas que merecieron estudios apasionados  de cusqueños como Fortunato L. Herrera y César Vargas, siguiéndoles otros peruanos y extranjeros.
Son hermafroditas o masculinas y femeninas. Sus agentes polinizadores son diversos. Abejas macho que al impregnarse con su esencia se tornan en amantes irresistibles; mariposas alas de cristal o dípteros que aterrizan suavemente en su “pista de aterrizaje”, cubierta por un  polvillo  parecido al polen; y colibríes verdiblancos o cola de raqueta que se sostienen en equilibrio para sorber su néctar. Cuando maduren sus frutos unos cuatro millones de semillas volarán a balancearse en los columpios de la brisa en busca de un hongo de germinación. Llegarán a su adultez en cinco o seis años y así otra vez en los jardines de Machupiqchu Pueblo Hotel que son el mayor centro global de conservación in situ de orquídeas y el mayor banco de germoplasma creado para repoblar áreas afectadas.
Con las orquídeas se vienen sobre mi teclado el gallito de las rocas que es una llamarada viviente y escucho nítidamente en una grabación increíble al perico gorrinegro, al chotacabras ocelado, al jacamar frentiazulado, al hormiguero gargantillado, a la cotorra carirroja, al rondabosque rayado, al relojero coroniazul, al colibrí pechicastaño, al carpintero olivacero, al plañidero grisáceo, al cucarachero bigotudo, al quetzal cabecidorado y hasta ciento cuarenta voces aladas. 

En el sendero hay lugar para un oso de anteojos que estuvo recluído en una jaula donde apenas podía moverse y ahora se siente libre, con desayuno a la carta y hasta un “spa” cristalino donde se mete y luego se sacude satisfecho.

Gran labor de los ejecutivos de Inkaterra: Jose Koechlin, Denise y sus colaboradores que protegen una innumerable y preciosa familia iluminados por los Apus del Urubamba. 

Alfonsina Barrionuevo