domingo, 5 de febrero de 2017

                



SENDERO DE ORQUIDEAS

En el teclado de mi computadora  cada letra se convierte en una orquídea en  homenaje a José Koechlin y su esposa Denise Guislain por restaurar y conservar el bosque de nubes de Inkaterra Machupiqchu Pueblo Hotel, en cuyos árboles se mecen estas flores de exquisita belleza. Es una parte del entorno mágico del santuario inka donde ellas parecen estrellas que se descuelgan del cielo. Son más de trescientas diferentes que saltan entre mis dedos aromando comillas, signos de admiración, números, paréntesis, guiones y letras, mientras evoco su sendero donde circulan turistas que llegan para copiar en sus pupilas sus delicadas y caprichosas formas.

Presiono una tecla y es la misma orquídea que admiraron los chavin hace milenios para eternizarla en la piedra. Otra es Wiñay wayna, la doncella inka, que acarició con sus dedos de pétalo al nevado Salqantay recibiendo el don de vivir convertida en una flor por el Apu de la Eterna Juventud. Sigo y encuentro la Waqanki que no pudo amar al guerrero que la descubrió, en una noche de luna bañándose en la cascada, y llora por haberlo perdido. La Epidendrum pachakuteqianum recuerda al poderoso señor que recibió el mandato de las fuerzas cósmicas y telúricas de construir Machupiqchu. Entre las recién descubiertas la Kefersteinia koechlinorum ’Denise’, lleva su nombre por los cuidados que ella les brinda. Más o menos al final la Epidendrum sp. nov. y la Telipogon sp. que aluden a Moisés Quispe, el excepcional jardinero jefe, antes agricultor, que aprendió a identificar, coleccionar y cultivar las orquídeas nativas hasta irse a su paraíso. Nunca sabremos qué orquídeas, según la leyenda, fueron convertidas en mujeres por los espíritus de la foresta, pero debieron ser muy bellas al haberles dado el corazón de una orquídea como paqarina o lugar de nacimiento.

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En el teclado hay muchas más que lo llenan de colores como si el arco iris se hubiera entretenido con la paleta de un pintor, haciendo maravillas. Blancas con vena granate, amarillas moteadas con marrón, azules con blanco, fucsia en degradé, rosadas, púrpura casi negras, en fin una colección interminable, en las que puso el embrujo de sus pinceles.
La historia del sendero, donde el sol mide la fuerza de sus rayos para ser una leve caricia y la lluvia que al caer va de puntillas respetando su fragilidad, es conmovedora. Primero, porque restaurar bosques talados no es fácil. Es una tarea de tiempo, días, semanas, meses, años, para que las orquídeas vuelvan a reinar en su hábitat. En un lugar devastado por agricultores que, en su urgencia de vivir, no percibieron la grandeza de los cerros adyacentes, el majestuoso Phutukusi, el recio Kutija y más allá las frondas del Kollpani. Es justo que La Society American Orchid considere que los jardines de Inkaterra en Machupiqchu contienen la mayor cantidad de orquídeas nativas expuestas al  público en su lugar natural.
Las orquídeas no son parásitas como se cree. No todas carecen de fragancia o provocan rechazo, algunas como la Trichopilia fragans la Kefersteinia koechlinorum o la Pleurothallis revoluta desprenden un aroma delicioso al anochecer. Hay orquídeas terrestres que crecen a nivel del suelo, litofitas sobre piedras y rocas, epifitas abrazadas a los árboles meciéndose en las hamacas del aire o incrustándose en los troncos como preciosas miniaturas que se aprecian mejor lupa en mano, hemiepifitas que trepan desde abajo como una hilacha vegetal en busca de la luz y saprofitas que gustan extrañamente de la materia en descomposición. 
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El libro “Orquídeas” de Inkaterra compendia con excelentes fotos y dibujos  los secretos de estas flores  mágicas que merecieron estudios apasionados  de cusqueños como Fortunato L. Herrera y César Vargas, siguiéndoles otros peruanos y extranjeros.
Son hermafroditas o masculinas y femeninas. Sus agentes polinizadores son diversos. Abejas macho que al impregnarse con su esencia se tornan en amantes irresistibles; mariposas alas de cristal o dípteros que aterrizan suavemente en su “pista de aterrizaje”, cubierta por un  polvillo  parecido al polen; y colibríes verdiblancos o cola de raqueta que se sostienen en equilibrio para sorber su néctar. Cuando maduren sus frutos unos cuatro millones de semillas volarán a balancearse en los columpios de la brisa en busca de un hongo de germinación. Llegarán a su adultez en cinco o seis años y así otra vez en los jardines de Machupiqchu Pueblo Hotel que son el mayor centro global de conservación in situ de orquídeas y el mayor banco de germoplasma creado para repoblar áreas afectadas.
Con las orquídeas se vienen sobre mi teclado el gallito de las rocas que es una llamarada viviente y escucho nítidamente en una grabación increíble al perico gorrinegro, al chotacabras ocelado, al jacamar frentiazulado, al hormiguero gargantillado, a la cotorra carirroja, al rondabosque rayado, al relojero coroniazul, al colibrí pechicastaño, al carpintero olivacero, al plañidero grisáceo, al cucarachero bigotudo, al quetzal cabecidorado y hasta ciento cuarenta voces aladas. 

En el sendero hay lugar para un oso de anteojos que estuvo recluído en una jaula donde apenas podía moverse y ahora se siente libre, con desayuno a la carta y hasta un “spa” cristalino donde se mete y luego se sacude satisfecho.

Gran labor de los ejecutivos de Inkaterra: Jose Koechlin, Denise y sus colaboradores que protegen una innumerable y preciosa familia iluminados por los Apus del Urubamba. 

Alfonsina Barrionuevo

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