HABLANDO DE WAKAS
Ni Cristóbal
de Albornoz ni Juan Polo de Ondegardo sospecharon que los elementos cósmicos y
telúricos tenían suma importancia para los antiguos peruanos. Menos que no
tuvieran imágenes como en Europa. Los españoles insistieron en llamarles ídolos,
falsos dioses. Sin embargo, Pacha Yachachiq o Kon Tici Wiraqocha, supremo
creador, era invisible. Por eso los señoríos prehispánicos tomaron la piedra,
que capta el lenguaje del agua, del viento, del trueno y de la luz, como su
mejor representante. La piedra podía ser símbolo de cerros, montes y arroyos,
así como de sus antepasados, reconoció el padre jesuita Pablo José de Arriaga,
de Vizcaya. Sin embargo no pudo digerir que la religión andina fuera tan
diferente.
Observando
las preciosas piezas de oro y plata de las culturas norteñas y el hecho de que
Pachakuteq no había llegado aún a esas comarcas, ocupado en la transformación
de un Qosqo de barro en un Qosqo de piedra, hay pie para pensar que, en la
hechura de los bolos de oro y plata de
las wakas, no trabajaron artífices de
otras partes.
Su
confección perteneció a la mano dotada de los propios artistas cusqueños y si
algunos estuvieron exquisitamente burilados o cincelados, fue gracias a las
técnicas que habrían alcanzado para el manejo de los metales. Fernando Moscoso,
comunicador y acucioso investigador de rastros mineros, encontró en Kuranba,
muy cerca de un chaki ñan o camino inka, en las alturas de Huancarama, distrito
de Andahuaylas, Apurímac, etapas de procesamiento y fundición de metales, oro,
plata, cobre y otras aleaciones metalúrgicas.
Su
población de mineros contaba con cuernos de animales para extraer los minerales,
‘quimbaletes’ para la molienda y una infraestructura de más de quinientos
hornos, wayras o wayranas, ubicadas en
partes altas donde el viento las atizaba con la fuerza de sus pulmones. Las ‘madres
de los minerales’ recibían sus primicias en un ushnu de dos niveles, bastante
bien conservado.
Betanzos
llamó ‘bultos’ a las representaciones del Sol. Albornoz tomó a las wakas como ‘bolos’.
Nunca se sabrá cómo fueron. Lastimosamente los españoles fundieron los de rico
metal para llevárselos. A las piedras, sencillamente las desdeñaron.
Hay
una pieza que pervive aún en el Qosqo, pero no tengo el derecho de permitir que
sea mostrada en un museo como una curiosidad. No es como la hucha mikhuq,
piedra alargada y semi ovoide “que come las penas, las angustias, las cóleras,
los resentimientos, las envidias, cuanto hay de negativo en las personas que
acuden en su busca para limpiar su alma.” En cambio reciben la energía positiva
que ella puede hacer aflorar de su interior. Así pueden sentirse libres de los conflictos
cotidianos yéndose en paz. Sobre la otra creo que debe seguir donde se encuentra, mientras la
comunidad que la custodia no decida lo contrario.
Las construcciones que se destinaron, como residencia, para las wakas principales, según escucharon los cronistas, estaban recubiertas con láminas de oro y plata. Se daba casos en que habían sido colocadas en las junturas de los muros o dobladas en las esquinas para su adorno. Las wakas, salvo el material en que estaban hechas, no tuvieron nada espectacular para la soldadesca peninsular. Ellos solo querían apoderarse de las riquezas de Qosqo.
En su
afán de dominar para imponerse no advirtieron que, las wakas reproducían las
condiciones del paisaje y los fenómenos particulares propios de los diferentes
pisos ecológicos de los Andes, así como hechos históricos verdaderos o míticos
relacionados con los Inkas.
Al
clérigo, extirpador de idolatrías, le hubiera gustado encontrarlas en un marco
opulento para defenestrarlas y sentirse
victorioso. Si las llegó a ver, carecían casi de importancia. Los bolos de oro
y plata desaparecieron en el despojo de
Qosqo. Las piedras, cabe que se las llevaran y ocultaran los wakakamayoq o que
los primeros vecinos españoles de la ciudad las colocaran en los cimientos o
ventanas de sus casas.
Albornoz
y Polo de Ondegardo apuntaron, en sus escritos, toda la información que
pudieron recolectar acerca de su condición. Algunas wakas que eran cerros,
rocas o puqyus (manantiales), por ejemplo, no necesitaban ser representadas.
Albornoz menciona setenta y un wakas en el Qosqo; Polo de Ondegardo, entre
tanto, fue mucho más allá que aquel, haciendo un recuento exhaustivo. Llegó a nombrar
trescientos treinta y tres wakas, agregando que pueden ser hasta trescientos
cincuenta y quizá más, contando las wakas locales. Sobre las líneas o seqes
propone un estimado de cuarenta, no necesariamente rectas, a lo largo de las cuales
estaban colocadas.
El
licenciado describe al Tawantinsuyu como “… quatro partes… que llamaron colca
suyu, zincha suyo, ande suyo, inde Suyo… (desde) el Cuzco, del qual salen
quatro camynos cada vno para una parte destas, como (aparece) en la carta de
las Guacas…’ agregando que en ninguna parte fueron tantos los adoratorios.
Brian
S. Bauer le da la razón al comentar que el Qosqo ‘…era inusual por su gran
número de huacas… ‘ y que “…además de
ser el asiento real de la dinastía reinante y el núcleo gubernativo de la
formación política incaica era el centro
geográfico y espiritual del imperio…’
En
otro parte acota. “Aunque se trate de una hipótesis sugiero… en base a los
patrones preexistentes del culto a los santuarios -fundado en el culto
panandino de objetos y lugares sagrados-, los ceques de Cusco crecieron desde
un sistema aldeano hasta llegar a ser la manifestación más compleja que
conozcamos del culto a las huacas.’
Los
españoles llamaban ídolos a las wakas. El Inka Garcilaso les aclaró que eran
cosa o sitio sagrado. No sólo se trataba de elementos de la naturaleza o del
cosmos sino de “lugares naturales que tenían algo sobresaliente, como nevados,
cerros, valles, fuentes, manantiales, rocas con alguna forma, abras, palacios
inkas, cuevas, pasadizos, árboles y caminos; o, que registraban acontecimientos
históricos importantes. Algunas wakas fueron observatorios y registraban las
salidas y puestas del sol y otros astros.”
También
se incluyeron wakas referentes a estados de ánimo (la alegrìa, el temor, la
ira) o funciones vitales (el sueño, el cansancio, la muerte súbita)) de las
gentes. Los españoles creían que les rezaban. Lo que hacían era hablarles,
entablar una especie de monólogo como se hace hasta ahora en las comunidades,
dando lugar a una comunicación íntima, o llegando a una especie de diálogo, si
eran sacerdotes, pues obtenían respuestas. ‘Ese era el grano de oro,’ solía decir
el médico arqueólogo Arturo Jiménez Borja.
La
mayoría de las wakas eran piedras semi redondas y aplanadas, como diluidas por
el agua de los ríos que, al pasar su mano sobre ellas, con la suavidad de una seda, produjeron un
desgaste uniforme; o tal vez pulidas con unción por los canteros. Había una,
dice Albornoz, que era como una bola, y no se puede saber la diferencia con los
bolos que por la descripción se supone fueron redondos, así como también había
guijarros o pedruzcos colocados en grupos.
Otras,
también únicas, estaban al borde de la Waqaypata y cerca de la Kusipata. El
“bulto” del Sol estaba en el Qorikancha. Parece que lo sacaban, en algunas
fiestas u otras ocasiones, y lo ponían en una especie de torre de piedra
circular que había allí, donde sólo entraban el Inka, el Tarpuntay, el Willka
Uma y otros sacerdotes. Igualmente podía ser expuesto en una plataforma que
había en la plaza principal, junto a una pila. En ese lugar había una columna
de oro, que también era waka.
Las
wakas tenían cierto poder, ya que ayudaban a quienes les hacían ofrendas o se
abstenían de dar su apoyo si eran olvidadas. Solían recibir pedidos,
confidencias y deseos, favorecían las actividades humanas en base a
experiencias o innovaciones; también aumentaban la producción de la tierra, la
multiplicación de los animales, todo lo que era vida, sin que se observara una
sujeción, sino una reciprocidad.
En
Qosqo fueron muy numerosas y también en las comarcas cercanas donde algunas
tenían los mismos nombres que en la capital imperial, por ser semejantes a las
principales, lo que se puede aplicar a Machupiqchu.
Como
Albornoz, el licenciado se percató de que, conociéndolas, se podía identificar
a las que había en otras partes, porque a imitación del Cusco, guardaban un mismo
orden.
Para
este estudio he tomado en cuenta la descripción de las wakas del cura Cristóbal
de Albornoz, así como las wakas que se hallan en la relación del licenciado Juan
Polo de Ondegardo. Sus datos me han permitido identificar los sitios sagrados
en Machupiqchu, que pueden tener semejanza con algunos de la ciudad puma.
El
derecho de autoría que tiene el licenciado sobre su registro, que está extraviado
desde mediados del siglo XVII, tiene un respaldo que no puede ignorarse. Por
fortuna no es inédito. Fue conocido por varios cronistas de su época, quienes
le hicieron excelentes comentarios.
En
ellos Bauer encontró indicios concluyentes que lo señalan como su indiscutible
autor. Rowe dijo que había un extracto
publicado en 1585, por orden del Tercer Concilio Limense, con el título
de ‘Los errores y supersticiones de los indios’, sacados del tratado e
indagaciones que hizo el licenciado.
Por lo
mismo se debe considerar a Betanzos y a Polo de Ondegardo como los pioneros en
el estudio de las wakas y seqes. Ellos efectuaron este trabajo a solo unos años
de la invasión española, cuando estaba vigente la religión andina.
Alfonsina Barrionuevo
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