domingo, 10 de enero de 2021

 

EN EL BORDE DE LA VIDA

La danza de las doncellas era suave como la brisa. Sus pies desnudos apenas tocaban el ichu. Sus polleras giraban con delicadeza mientras ellas cantaban coplas de vida a los abuelos. Una vez al año la comunidad subía hasta los chullpares de Chimu para ese ritual en Puno. Los aipallanis o sacerdotes andinos retiraban de su descanso las calaveras de los gentiles, sus antepasados, y los depositaban en cestos donde habían colocado finas mantas de alpaka.

Las jóvenes prendían con alegría flores vivas en sus cuencas vacías y las encajaban también entre sus mandíbulas, k’intus de coca a su alrededor por cada familia, diminutas borlas de colores entretejidas como ofrenda, otra bellísima manta para proteger su cabeza y encima una corona de qantus. Hacían una ch’alla de pétalos que caía como rocío, una t’inka de chicha a los Achachilas y derramaban unas gota a la Pachamama. La música y la danza atraían su espíritu desde una estrella lejana. Era vida pura en homenaje a otra vida vivida, que se prolongaba una eternidad.

La gente andina sigue el calendario gregoriano publicado en el almanaque “Bristol”, pero sus costumbres son antiguas. Según ellos las calaveras son la parte mortal que queda en la tierra. Su ánima que pasó el yawarmayu, “el río de la muerte”, goza en otro mundo de buen tiempo, sol perenne, espacio azul en sus pupilas, dulce tibieza sobre su piel, sin que el frío se atreva a tocarle, ni la lluvia destruya sus sembríos, ni los truenos alteren su paz.  

 

Una vez concluida la ceremonia es devuelta con gran respeto a la ventana cavada en la roca, dejándola con sus ofrendas, hasta el año siguiente. Las comunidades festejan un día antes o más la dicha de estar vivos con sus seres queridos y sus vecinos.

Actualmente, cada dos de noviembre la movilización a los cementerios, que prácticamente es nacional, sigue esa corriente antiquísima. Los españoles acostumbraban ser enterrados en el atrio de las iglesias, a las sombra de sus campanarios, porque querían ser protegidos por Dios. En el caso de los andinos la mayoría de los cementerios no están cercados y las tumbas abiertas en el suelo tienen la forma de una caja. aunque los ponen en la tierra envueltos en ponchos nuevos multicolores. Esa costumbre les permite abrazar el túmulo, colocar en su cabecera una corona de flores y a veces una  cruz que sugieren con unción el cura o el sacristán, si hay cerca un poblado, para que ellos vayan a bendecirlos.

La ofrenda de la mesa de muerto está muy arraigada. En Puno me informaron que “la mesa servida” para la madre de un Presidente de la Corte Superior fue impactante por la cantidad y la calidad de los alimentos dispuestos en la mesa de su comedor. Había de todo en platos de buena loza sobre un blanco mantel, con servilletas de ribete a “crochet”. La ceremonia es absolutamente privada y se coloca en la cabecera una fotografía de la persona a quien se recuerda. Si una mariposa aparece y revolotea encima de los platos, lawas, chuños con queso, choqllos, ensaladas, asados, mazamorras, roscas, galletas y bizcochuelos que en vida saboreó con placer es señal de que el espíritu invocado se  presentó y probó todo.

En Cusco, detrás del cementerio de la Almudena, el zanjón donde ponen a la gente que migra de los pueblos y cuyos familiares no pueden pagar adentro un buen nicho, ofrece un aspecto llamativo. Las tumbas están pintadas de rosa, verde, celeste y otros colores que arrancan una sonrisa tierna. Hay comida de sobra y los sacristanes se multiplican rezando y derramando sobre ella agua bendita. Al atardecer se llevan lo que pueden.

Leyendo a varios cronistas, entre ellos el Inka Garcilaso, se tiene la impresión de que no había una fecha exclusiva para esta ceremonia. En el caso de los Inkas, los emperadores, embalsamados con tal arte que parecían animados, con los rostros tal como fueron, eran llevados en andas, con atuendos de lujo, a la Awkaypata para que presidan las ceremonias. No había una fecha especial para honrarlos porque lo hacían continuamente, cambiando sus atavíos y menaje de uso. Ellos, como en cada panaka o familia, eran los ancestros y “aconsejaban” a sus descendientes para solucionar problemas.

La inmortalidad se daba en los encumbrados personajes siempre que su cuerpo estuviera intacto. Por esa razón el príncipe Atawallpa aceptó ser bautizado. Esperaba renacer y reinar al fin. En las culturas más conocidas como la muchik, vikus, chachapoyas, lambayeque, parakas, wanchos, maranqas, atavillos, yarowillkas, chiribayas y otras, los señores eran enterrados con lujo y acompañamiento de niños, perros y llamas. A varios régulos se les ha encontrado con guardianes o guerreros astrales, a quienes les cortaban los pies para que no abandonaran sus puestos.          

El vínculo entre los mayores y sus parientes es tan fuerte que si en la primera mitad del siglo XX alguien se desprendía del tronco familiar para ir a probar fortuna a cualquiera otra parte del país o del extranjero, el resto prefería quedarse para visitar a sus muertos. En las últimas décadas la migración se incrementó tanto que hay campos y poblados casi abandonados en numerosos pueblos.

Cómo pudo arrancarse ese lazo prácticamente sagrado. Lo descubrí en el altiplano. En un viaje por tierra vi unas cajas de leche que podían contener cualquier cosa. Un pasajero que venía conversando conmigo sobre su pueblo, me dijo en plan de confidencia, que en ellas estaban trasladándose también los huesos de los abuelos. Así se salvaban del abandono para continuar juntos. Una hermosa muestra de cariño filial que la necesidad de buscar un futuro mejor no podía acabar.

Alfonsina Barrionuevo

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