EN EL BORDE DE LA VIDA
La danza de las doncellas era suave
como la brisa. Sus pies desnudos apenas tocaban el ichu. Sus polleras giraban
con delicadeza mientras ellas cantaban coplas de vida a los abuelos. Una vez al
año la comunidad subía hasta los chullpares de Chimu para ese ritual en Puno.
Los aipallanis o sacerdotes andinos retiraban de su descanso las calaveras de los
gentiles, sus antepasados, y los depositaban en cestos donde habían colocado
finas mantas de alpaka.
Las jóvenes prendían con alegría
flores vivas en sus cuencas vacías y las encajaban también entre sus mandíbulas,
k’intus de coca a su alrededor por cada familia, diminutas borlas de colores
entretejidas como ofrenda, otra bellísima manta para proteger su cabeza y
encima una corona de qantus. Hacían una ch’alla de pétalos que caía como rocío,
una t’inka de chicha a los Achachilas y derramaban unas gota a la Pachamama. La
música y la danza atraían su espíritu desde una estrella lejana. Era vida pura
en homenaje a otra vida vivida, que se prolongaba una eternidad.
La gente andina sigue el calendario gregoriano
publicado en el almanaque “Bristol”, pero sus costumbres son antiguas. Según
ellos las calaveras son la parte mortal que queda en la tierra. Su ánima que
pasó el yawarmayu, “el río de la muerte”, goza en otro mundo de buen tiempo, sol
perenne, espacio azul en sus pupilas, dulce tibieza sobre su piel, sin que el
frío se atreva a tocarle, ni la lluvia destruya sus sembríos, ni los truenos
alteren su paz.
Una vez concluida la ceremonia es
devuelta con gran respeto a la ventana cavada en la roca, dejándola con sus
ofrendas, hasta el año siguiente. Las comunidades festejan un día antes o más
la dicha de estar vivos con sus seres queridos y sus vecinos.
Actualmente, cada dos de noviembre la
movilización a los cementerios, que prácticamente es nacional, sigue esa
corriente antiquísima. Los españoles acostumbraban ser enterrados en el atrio
de las iglesias, a las sombra de sus campanarios, porque querían ser protegidos
por Dios. En el caso de los andinos la mayoría de los cementerios no están
cercados y las tumbas abiertas en el suelo tienen la forma de una caja. aunque
los ponen en la tierra envueltos en ponchos nuevos multicolores. Esa costumbre
les permite abrazar el túmulo, colocar en su cabecera una corona de flores y a
veces una cruz que sugieren con unción el
cura o el sacristán, si hay cerca un poblado, para que ellos vayan a
bendecirlos.
La ofrenda de la mesa de muerto está muy arraigada. En Puno me informaron que “la mesa servida” para la madre de un Presidente de la Corte Superior fue impactante por la cantidad y la calidad de los alimentos dispuestos en la mesa de su comedor. Había de todo en platos de buena loza sobre un blanco mantel, con servilletas de ribete a “crochet”. La ceremonia es absolutamente privada y se coloca en la cabecera una fotografía de la persona a quien se recuerda. Si una mariposa aparece y revolotea encima de los platos, lawas, chuños con queso, choqllos, ensaladas, asados, mazamorras, roscas, galletas y bizcochuelos que en vida saboreó con placer es señal de que el espíritu invocado se presentó y probó todo.
En Cusco, detrás del cementerio de la
Almudena, el zanjón donde ponen a la gente que migra de los pueblos y cuyos
familiares no pueden pagar adentro un buen nicho, ofrece un aspecto llamativo.
Las tumbas están pintadas de rosa, verde, celeste y otros colores que arrancan
una sonrisa tierna. Hay comida de sobra y los sacristanes se multiplican rezando
y derramando sobre ella agua bendita. Al atardecer se llevan lo que pueden.
Leyendo a varios cronistas, entre
ellos el Inka Garcilaso, se tiene la impresión de que no había una fecha
exclusiva para esta ceremonia. En el caso de los Inkas, los emperadores,
embalsamados con tal arte que parecían animados, con los rostros tal como fueron,
eran llevados en andas, con atuendos de lujo, a la Awkaypata para que presidan las
ceremonias. No había una fecha especial para honrarlos porque lo hacían
continuamente, cambiando sus atavíos y menaje de uso. Ellos, como en cada
panaka o familia, eran los ancestros y “aconsejaban” a sus descendientes para
solucionar problemas.
La inmortalidad se daba en los
encumbrados personajes siempre que su cuerpo estuviera intacto. Por esa razón
el príncipe Atawallpa aceptó ser bautizado. Esperaba renacer y reinar al fin.
En las culturas más conocidas como la muchik, vikus, chachapoyas, lambayeque,
parakas, wanchos, maranqas, atavillos, yarowillkas, chiribayas y otras, los
señores eran enterrados con lujo y acompañamiento de niños, perros y llamas. A
varios régulos se les ha encontrado con guardianes o guerreros astrales, a
quienes les cortaban los pies para que no abandonaran sus puestos.
El vínculo entre los mayores y sus
parientes es tan fuerte que si en la primera mitad del siglo XX alguien se
desprendía del tronco familiar para ir a probar fortuna a cualquiera otra parte
del país o del extranjero, el resto prefería quedarse para visitar a sus
muertos. En las últimas décadas la migración se incrementó tanto que hay campos
y poblados casi abandonados en numerosos pueblos.
Cómo pudo arrancarse ese lazo
prácticamente sagrado. Lo descubrí en el altiplano. En un viaje por tierra vi
unas cajas de leche que podían contener cualquier cosa. Un pasajero que venía
conversando conmigo sobre su pueblo, me dijo en plan de confidencia, que en
ellas estaban trasladándose también los huesos de los abuelos. Así se salvaban
del abandono para continuar juntos. Una hermosa muestra de cariño filial que la
necesidad de buscar un futuro mejor no podía acabar.
Alfonsina Barrionuevo
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