MAMITA CARMEN
Mamacha Carmen |
La máxima atracción
de Paucartambo, Cusco, es una Virgen que salvó milagrosamente de las aguas y
que se alhaja, en estos días, con cientos de bailarines que son sus joyas
vivientes.
Ella es Mama Carmen
y estaba siendo transportada del altiplano al valle, en siglos virreinales,
cuando fue atacada por los chontakiros, grupo selvático muy belicoso que la sustrajo
de sus conductores y la arrojó al Amaru Mayu, el río de la serpiente, que desde
entonces se llama Madre de Dios.
La Virgen viste como
una princesa, con sedas,encajes y brocados, y sale a veces con un parasol inka -la famosa achiwa de los
emperdores del Tawantinsuyu-, tejido con plumas de papagayo.
En su procesión los
Qhapaq Ch’unchos, sus bailarines
favoritos, le abren calle con sus penachos multicolores y sus lanzas, en un desagravio permanente por
lo que hicieron sus coterráneos y la santa señora los quiere. De acuerdo a la
creencia popular el color de sus mejillas es señal de buen o mal augurio. Si la
ven sonrosada, como los frutos del molle, los meses venideros serán de
bienestar. Si está pálida, en cambio, los campos sentirán su tristeza.
Paucartambo es un pueblo
risueño, de casas blancas con puertas y ventanas azules, Sus cercos olorosos
retoñan bajo el ala de los cheqollos, picaflores andinos.
Qolla iluminado |
En su plaza de bolsillo,
que más parece un patio grande, cuatro palmeras muestran sus tronces
centenarios con tatuajes de amor. Silencioso y tranquilo sus habitantes
preparan desde enero la fiesta de la Virgen. Los bailarines ensayan semana tras
semana llegando maduros para julio.
Los maqt’as o mozos
se visten de qollas, en recuerdo de los qepiris y qamilis, comerciantes puneños
que llegaban hasta los pueblos del valle para vender su mercancía. En sus
canciones que son dulces rememoran su salida de Paukar Qoll con sus monteras de
nieve y sus ojotas de granizo, con sus waqolos de lana –máscaras pasamantaña- y
sus pukuchus –cuero de una vikuñita- a la espalda, con su warak’a u honda y su q’epe adornado con cintas
multicolores.
Ellos le han hecho
un lugar en sus creencias y le llaman urpillay –paloma mía-, sunqollay –corazón
mío, mamallay –madre mía. Hay ternura en sus palabras cuando dicen: Bendicionta
churawayku/pisqa rosas makikiykiwan. “Danos tu bendicion con la cinco rosas de
tu mano.” Su despedida tiene un tinte de melancolía. Kausaspacha kutimusaq,
wañuspaqa manañacha… “Si estoy vivo volveré el año que viene/si muero ya no
será…”
Los conjuntos de
bailarines son numerosos: Qhapaq negros, chuqchus, saqras, sikllas, panaderos,
majeños, awkachilenos, qoyachas, wachachas y muchos más que danzar´án hasta el
final perdiéndose por un recodo del camino que será el mismo donde volverán a
reaparecer para la próxima fiesta.
Paucartambo, la
preciosa villa de las flores, los estará esperando arrullada por el Q’enkumayu,
río laiqa, de pies torcidos, que
pasa por su costado; mientras al fondo ruge un río viejo, cargado de años y
caudales, que se encorva en tiempo de lluvias. En el virreinato una oroya desafiaba sus furias
y mas de una vez cayeron por sus frágiles bordas las llamas que llevaban oro de
Qosñípata, “el valle del humo”, para el rey de España. Hasta que Carlos II
ordenó la fábrica del macizo puente con arco de piedra, por donde s desplaza la
celestial señora al fin de su fiesta para bendecir a los peregrinos.
Fotos: Peruska Chambi
ARQUITECTURA PERUANA
¿Brisa marinera? No.
¿Aire de montaña? No.
¿Aroma fuerte de selva? No.
Para el hombre de Lima, siglo XX, proyectándose al
futuro, el aire se torna sucio, le pone funda de tizne a los pulmones, se
cierne por los poros y se mete en la sangre. Las calles estrechas le ahogan. Se
siente en una trampa. Abajo reinan las sombras y el sol es una gota de oro que
cae del cielo rebotando de cristal en cristal y se evapora en el camino antes
de llegar al suelo.
Al hombre de Lima no le queda más remedio que trepar hacia las nubes.
Se encarama por encima del anhídrido carbónico que arrojan los carros. Se pone
zancos de hierro. Salta sobre cajones de cemento y se encuentra arriba con la
luz. Dos pisos, cinco, diez, veinte, treinta. Amarra encima sus árboles
recordando un viejísimo rito, llama a sus Apus, los protectores milenarios que
se han replegado para estornudar a los cerros más lejanos, y celebra su
libertad.
A esta búsqueda de espacio vital, a esta estrechez de gente y gente, a
este vivir de codo a codo, de ahogarse en una pecera y crear un globo para
surcar por encima de las mismas, se le llama siglo XX. La explosión de la
ciudad, la reducción del campo, la esterilidad de las tierras de cultivo.
Y como no puede vivir debajo de un paraguas, techo con techo. Como es
imposible cobijarse en una pompa de jabón. Como no puede escapar en una peсera
voladora. Este construye kilómetros arriba y se siente feliz con un puñado de
nada porque edifica en el aire y es una mosca.
!Ah, el hombre del Perú!. Se apiña en el rascacielo. Ballena gris en
el mar de bruma, sentada sobre su cola. Saca sus cuentas en el suelo,
cimientos, soportes, vigas, volumen, masa inerte y masa viva. En cualquier
sitio es un creador. Se ingenia.
¿Ha cambiado mucho?
Sí y no. 8,000 años atrás el horizonte es suyo y también la cueva.
Diseña con los dedos llenos de grasa y es muralista. Se deja llevar por los
vientos y a la vez que va sembrando sus huesos se deja a sí mismo en un mensaje
que graba para el futuro.
¿3,500 años? Es amo de la piedra. Tiene ya el subterráneo y levanta
sobre él su primer piso. Hace bajo relieves en los bloques. Es religioso.
Maneja a los demás con un espectacular mundo de seres de la oscuridad. Cuanto
más crece, el universo se le empequeñece. Hasta que se mete en las moléculas
del granito. Allí está, clavado en el seno de la tierra, como esperando el
regreso de sus sacerdotes. ¡Es Chavin!
¿1,200 años?. El mar le roba la imagen de su propia pupila, golpea con
sus olas en el interior, lo reta. El hombre se descuelga sobre el abismo
líquido y cabalga como una pulga en el lomo del coloso. El día es cálido, sofocante.
Ama la noche y construye su vida dentro de la arena. El primer sótano lo hace
él dos metros abajo, acolchado con algas marinas, con una escalera de tres
peldaños de cabuya. ¡Es Parakas!
¿1,500 años? Ya no es una semilla de arquitecto. Ahora es uno en
camino. Quiere ver por encima de los Andes, sobre la copa de los árboles, las
boas de espejos de la selva. Para verlas construye su primer rascacielos. Tres,
cuatro pisos, más. Laja por laja, bien ligadas, y hace que sus protectores se
arriesguen primero. Los pone arriba. Para dormir la eternidad se encoge en una
botija con forma humana. Allí no le llegará ninguna trompeta. Tiene sus oídos
tapiados, pero puede sentir el peso de un insecto sobre su segunda piel, barro
sobre barro.
¿1,200 años? Este hombre es capaz de remover montañas para construir.
Levanta increíbles volúmenes de tierra con la mano y los traslada para sus
palacios y sus templos. Es el arquitecto del adobón, del adobe, del adobito, y
los hace por millones. Sus ciudades de barro son espectaculares aún para
nuestro tiempo.
Sus señores resplandecen en vida y hasta después de muertos. Su huesa
mortal debajo de las máscaras, de los pectorales y de los brazos de oro se
eterniza con el brillo del riquísimo metal que lo recubre. Es la edad del oro,
pesado como un ladrillo o leve, gentil, como una mariposa.
Sus manos pasan amorosamente sobre su tosca superficie y esta se ablanda
hasta quedar pulida. Es un artista rebanando bloques, encajando piedras en los
muros, armando rompecabezas de fábula en los muros. Ahora edifica con un
ejército de obreros. No tiene concepto del tiempo. Su mayor obra, porque
combina la piedra con el paisaje, el río, la nieve, el agua, las nubes, el
cielo, la espesura y hasta las estrellas. ¡Es Machupiqchu! Silente, misteriosa
y viva al mismo tiempo.
¿400 años? Es y no es un híbrido. Levanta iglesias con planos que
reemplazan a sus maquetas de granito y arcilla, pero le agrega lo suyo. Su
rebeldía está imborrable en la piedra, donde coloca al lado de Dios seres
sagrados para él, las flores, las frutas y los animales de la tierra. No serán
sus wakas pero tampoco son sólo iglesias. Hay algo más que trasciende y que
ellos perciben.
¿50 años? Ha hecho caso a Jehová, se multiplica con más rapidez de la
esperada, a la vez que vive más tiempo. El horizonte escasea. En Lima,
cubiertos los cerros sólo le queda el mar para plantar el fierro y el concreto.
En otras partes este hombre del siglo XX repite sus cajas de cemento robanubes.
Aquí, no. El peruano es siempre un creador. Sus edificios despiertan
admiración por sus líneas, como si dibujara sobre el papel mantequilla del
cielo. Es un artista. Le viene de sangre. Su arquitectura tiene un programa
académico de milenios. La experiencia ganada en ese tiempo aflora por sus
dedos, gana altura y es un monumento al prehistórico albañil, al inventor de la
plomada, al hombre que trazó el primer muro en esta tierra.
Alfonsina Barrionuevo.
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