LA
MEMORIA DE LOS KHIPUS
Al morir Atawallpa unas
manos trémulas hicieron nudos en unas cuerdas. Eran un testimonio de vida que
nadie percibió.
Los quipos o khipus, pensaron
los españoles, debían servir para hacer cuentas. Cada nudo un número. Tal vez
diez, cien o mil. Matemática incipiente.
La gente del antiguo Perú,
según creyeron, no sabía escribir. Ellos buscaban una escritura semejante a la suya.
No podían imaginar que fuera diferente. Increíble, pero, oficialmente, se sigue
pensando aún que no tuvieron escritura.
En el mismo siglo XVI los
cronistas ibéricos sí se enteraron del gran contenido de las cuerdas. En el
Cusco reunieron a los khipukamayoq quienes les hablaron de su historia, su
religión y sus leyendas, “leyendo” en sus khipus. Lo dicen en sus relaciones,
muchas de las cuales se perdieron o no fueron utilizadas por los historiadores
de los siglos siguientes.
“No tenían escritura –menciona
uno- pero sí usaban de una cuenta muy sutil, unas hebras de lana… con colores
en los nudos, llamados quipos … que dan razón de más de quinientos años de
todas las cosas que en esta tierra y en este tiempo han pasado. Tenían indios
industriados y maestros de los dichos quipos… y estos iban de generacion en
generacion… y si por maravilla se olvidaban cosa por pequeña que fuese… tenían
en esos quipos que son a modo de pabilos… conque
las viejas rezan en nuestra España… cuenta de los años, meses y lunas, de tal
suerte que no habían de errar luna, año ni mes…”
Casi todos los cronistas del
siglo XVI recurrieron a los khipukamayoq. Estos podrían haber dado una versión
fiel de cuanto recibieron pero usaron sus informes de acuerdo a sus puntos de
vista y a sus intereses. Sin embargo, en sus páginas se capta parte de la
historia de Qosqo. Así nos llega, gracias al esfuerzo de los paleógrafos que han
trasladado a nuestro tiempo el español antiguo, tan difícil de leer.
En los khipus debieron caber hasta
poemas, los cuales quedan en esos nudos que son un enigma.
En ellos estuvieron los datos
principales que me permitieron ubicar diecisiete wakas o sitios para mi libro
“Templos Sagrados de Machupiqchu”. ¡Cuánto más podría encontrar!
Necesito recursos para
seguir investigando. Ojalá los encuentre para esta labor que demanda vida,
tiempo y trabajo.
¡Un sueño!
EL REZO MAGICO DE LOS GALLOS
“Virgencita
de mi Guarda, haz que las patas de mis enemigos no me alcancen, que sus alas no
me toquen, que sus ojos no me vean y con tu santísimo manto cúbreme de todos
los males para que pueda ganar esta jugada.”
En Chincha,
donde había buenos entrenadores de gallos
que al mismo tiempo practicaban ritos mágicos, recogí esta oración muy
singular. No sé si continuarán ´con ella en los galpones pero me parecieron fabulosos
por la identificación de hombre, ave y
creencias religiosas traídas del Africa.
No
me gustan las peleas de gallos pero admiro a estas nobles aves que compiten por
su vida en muchos ruedos del mundo. Para mí el gallo de pelea es un “otelo” con plumas que liquida sus celos animales cualquier noche saturada de euforias, Un racimo de músculos eléctricos, en constante acecho, donde parece residir el
espíritu belicoso y ardiente que lo lleva a morir como un héroe en la arena. El
gallo fermenta el virus de un odio ancestral en la sangre hasta que estalla
cuando enfrenta al adversario. Entonces es doblemente temible y agresivo.
Verle
pelear equivale a confrontar su rabia en un torneo encarnizado, donde se
tantean con inteligencia casi humana, se analizan mutuamente, se miden en toda
la estatura de su “hombría”. Encrespan su plumaje y lo despliegan en multicolor abanico. Levantan
las alas como si fueran brazos y cada pluma un dardo de violencia. Su mirada
certera inquiere por el corazón del rival para atravesarlo. En el centro de la
pista parecen dos juramentados enardecidos, furibundos, que estuvieran
consumando alguna bárbara vendetta. Sus extremidades, que pasan raudas por el
suelo, son mortíferas cuando en una fracción de segundos clavan el acero de su navaja en el pecho palpitante
del contrario.
Los
gallos centran la inquietud del público aficionado. En un ambiente caldeado de
juramentos y gritos, a la luz artificial de las lámparas se desafían y luchan
como dos guerreros medievales. El prestigio del gallo colude el prestigio del
hombre. Gallo que corre estigmatiza al criador. Pero esto ocurre rara vez. El
gallo, por lo general, se da íntegro en la pelea hasta el fin. Su agonía es
patética cuando pugna por levantarse para herir a su adversario con el postrero
residuo de energía y logra su objetivo. Muy tarde para disfrutar la gloria,
pero con tiempo suficiente para expirar
como un valiente después de hacer que el otro “plante el pico”.
Los
españoles trajeron al Perú, entre su
bagaje de aventureros la riña de gallos. En 1772, en el coliseo de la
Plazuela de Santa Catalina se batió la primera pareja bárbara y salvajemente. Los
griegos fueron los primeros que aprovecharon su innato antagonismo. Mucho antes
ya lo habían tomado como ejemplo para azuzar el valor de las tropas y en el
fondo, más de un soldado espartano o ateniense deseaba, al ver a su enemigo, participar
de esta furia ciega, apasionada, que anima al gallo cuando cree que otro puede
violar sus derechos de macho. También los ingleses, a despecho de su
puritanismo, de su flema y sus sociedades protectoras de animales, han
saboreado desde épocas antiguas el valor de esta lucha.
Nervioso, inquieto, vigilante, con
todo el donaire y garbo de un caballero andante. La cresta como una cimera
roja, las agallas de tono subido, ojos vivos y retadores, pico agudo y
cortante. con un arcoiris que relumbra en el cuello airoso y en el plumaje
petróleo oscuro. Piernas macizas de gladiador y
con poder una vez armadas para cercenar o astillar un hueso de un solo
navajazo. Cualquier gallo, de los tantos que criaban con afán los hermanos
Arístides, Humberto y José Gonzáles Vigil, podría ser pariente de aquel legendario
gallo del escritor Abraham
Valdelomar. “El Caballero Carmelo”, flor
y nata de paladines del verde y fecundo
valle del Caucato. Un guerrero químicamente puro, por cuyas arterias de alambre
circulaban ríos de gelinita.
Había escuchado tanto de ritos mágicos que se practicaban
en los poblados y aún en la misma Lima, que pregunté a don José, nacido entre
batir de alas, cantos de desafío, golas erizadas, ojuelos inyectados de sangre
y espolones armados de muerte, cuánto sabía sobre eso.
Una sonrisa se extendió en su rostro
curtido por el sol mientras yo insistía: “Me parece algo fuera de serie. Imagino
qué les dirán al oído, a qué santos invocarán mientras el gallo vela inquieto
con sus cuidadores de tez jengibre, que van recitando palabras en un jerigonza
extraña. No sé qué gallardías querrán insuflarles en la sangre. Qué llamados
harán a su valor, qué cosas les contarán para enrrabiarlos y sacarles coraje.”
En el galpón conocí historias alucinantes.
Al gallo que va a pelear le frotan el cuello con sebo de zorra para que el otro
corra. Le dan huevo con pimienta, con ají, le hacen tragar píldoras de estricnina
dosificada para que multiplique su agresividad. Arrojan al galpón del contendor
tierra de muerto robada de los cementerios y una mezcla de huevo podrido. Rezan
en la noche y vuelven a rezar en el momento y lugar de la pelea. Para rezar se
desnudan, hacen dos cruces con las plumas del gallo y la amarran en sus alas.
Luego comienzan a mascullar una jerga. Aukallama, en el norte es una tierra
famosa de estos brujos; Mala y Chincha, en el sur. También los brujos son unos
tremendos aficionados.
Verídico o pura fantasía es
apasionante asomarse a su mundo de ritos mágicos. Me mostraron como trabajan en
la semioscuridad, a la luz agorera de las ceras que a veces se agitan sin que
haya viento, murmurando al gallo misteriosas palabras. Y al animal de pie, como
un guerrero de manto tornasolado que vela el acero de sus patas para armarse
caballero. Hablé con un tal Cecilio Pecho, iqueño envejecido en el oficio, que sonrió
con una mueca que hizo saltar sus arrugas como si fueran un acordeón.
Negó sus conocimientos como sus
colegas de profesión. Sin embargo, a mucha insistencia reveló, como quien suelta
una perla, la plegaria del gallo. Plegaria que aquellos susurran pretendiendo
encarnar el ánimo de la ave, con un gorgoteo que termina cuando aquel, cansado
de sus ensalmos y sus rezos se los
sacude de encima con un violento y rebelde quiquiriquí de medianoche.
Alfonsina
Barrionuevo
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