domingo, 8 de mayo de 2016

DOLOR DE MADRE

Mucho antes del sacrificio final Micaela Bastidas comenzó a sentir que había involucrado a sus hijos en la revolución. Hipólito sólo tenía diecisete años de edad, le seguía Mariano, y el menor Fernando, con diez o doce años de vida, recién asomaba a sus umbrales. En una de sus cartas a su esposo ella le pide recordar que en la lucha estaban también sus hijos, aunque tenía fe en el triunfo. Micaela estaba doblemente comprometida, como esposa y líder debía secundar a José Gabriel Tupaq Amaru. Como madre su corazón sufría por la suerte de sus vástagos. La heroína se encargaba personalmente de atenderles. En otro escrito comenta como estaba arreglando la ropa de Fernando que no dejaba de crecer.  Debió ser atroz para esa madre ver ante la horca a su hijo por su causa y no poder impedir su entrega a las manos del verdugo.  Creo que lo más terrible fue pensar que si pudiera desandar lo andado ella volvería a hacer lo mismo en procura de la libertad de los hombres, mujeres y niños de su pueblo.  El destino no le dejó florecer y ambos fueron su ofrenda a los Andes. No alcanzó a escuchar el grito de Fernando cuando los caballos tiraban para los cuatro lados de la plaza tratando de descuartizar a su padre. El niño no pudo soportar ese fin  trágico. Micaela lo presintió cuando le leyeron la sentencia de Areche, el carnicero.  
A continuación páginas de mi libro: “Habla Micaela” ya en prisión. 


LIBERTAD CON GRILLETES


No pensé que este mi encierro comenzara a pesar sobre mí como una loza. La celda es muy estrecha y se parece a una tumba. ¡No mereces india ver la luz del dial, dirán ellos. Tienes que pagar vida con vida. ¡La vida de mil indios no vale la vida de un español y ustedes han matado a muchos!. Yo digo, ¿quiénes son los verdaderos dueños de ésta tierra? ¿Lo sabes, español, tú que te crees un señor, viniendo tal vez de un hospicio o de un presidio? ¿No eres tú el intruso? ¿No son ustedes los forasteros, así vivieran aquí no una sino, varias vidas? ¿No son ustedes los que han estado empollan­do la muerte en nuestros surcos humanos? ¿Los que ponían nuestro sudor, nuestras lágrimas y nuestras vidas en un pla­tillo de la balanza y en el otro su maldita sed de hacerse ricos? ¡Yo te maldigo España y, aún sin conocerte, sé que el oro que exprimes de nuestra sangre, no quedará en tus bolsillos! ¡lgnoro de qué metal está hecha el alma de tu pue­blo! ¡Sólo sé que es un metal de mala ley, viendo lo que ha hecho con el mío! ¡Tus gentes se han creído dioses y han tomado la vida de los hombres, arrastrando por los suelos su libertad, su honor, su dignidad!
Niños de Surimana. Cusco
¿Adónde escapar del carcelero y el verdugo que nos tienen tantos años en el puño, con la consigna de dejarnos solamente resollar, sin querer enterarse que el ansia de libertad no muere mientras haya un pecho que lo aliente?. ¡De qué protestan, pues, malditos! ¿Acaso hemos hecho mal al habernos querido arrancar de vuestro azote? ¡Ustedes han escrito nuestra historia a su modo, pero aún en ella la verdad se impondrá con su peso a la mentira! ¡Tendrá que decir que confiamos en las leyes de vuestro rey! ¡Qué nos sujeta­mos a sus ataduras como niños! ¡Y eso que él nos era ajeno, que este no era su reino, ni nosotros sus vasallos naturales!
Me han dejado y se han ido sintiendo mi menosprecio sobre sus espaldas. Creen que al dejarme en sombras hacen más angustiosa mi espera, ¡Se equivocan! ¡La luz no se apa­ga jamás para quien la lleva dentro! ¡José Gabriel y yo somos dos soles alumbrando! ¡Aún en este momento, en que somos la libertad de nuevo engrilletada, la esperanza segada a medio vuelo, la voz ahogada en sangre! ¿Me pre­gunto, a qué le tienen miedo? ¿Por qué están temblando? ¿Qué les hace llevar el arma siempre lista?. Nosotros no les debemos nada. ¡Qué tiemblen ellos que tienen negra la conciencia! ¡José Gabriel y yo les emplazamos!
Ya no siento indignación por los kurakas que se aliaron a nuestros enemigos. Sino lástima por quienes se contentan con recoger las migajas del propio pan que amasaron. Mejor que no vinieran. Lo que si me angustia es que se haya inte­rrumpido la obra libertaria. Olvidarán mañana tal vez lo que ofrecieron ayer y a lo mejor impondrán nuevos cupos y serán más duros los castigos. ¡Pobres los míos! ¡Ha sido muy fugaz el tiempo que han saboreado la fortuna de respirar a pulmón lleno! ¡Ojalá hubiera podido amarrarle, detenerle, pedirle que no avance, para dejar que fueran un poco más felices! ¡Yo he palpado por lo menos su alegría. Aunque me duele pensar cuán duro será para ellos volver después al yugo. Estoy triste porque ahora su pan será todavía más amargo y más postrados sus viernes. No espero nada de Areche salvo que nos crucifique. No puede ser de otra manera. Con nosotros no habrá términos medios. Sé que el único camino que nos queda es la muerte. ¡Con vida sería­mos un peligro! ¡Diego Cristóbal anda suelto y tratará de acercarse para ver si puede rescatarnos! Areche no tiene otra alternativa! Aunque ese no se contentará con firmar la sentencia. Antes querrá saber quiénes estaban con nosotros, comunicándose o ayudando con dinero. Por lograrlo será capaz de cualquier cosa y andará tan extraviado, como segu­ros, mi Inka y yo, de no decirle lo que ansía. Por darnos muerte, él pasará a la historia. Siempre se ha luchado, pero José Gabriel resume hoy, en su persona, las rebeliones de todas las épocas. ¡EI eterno desafío de mi pueblo! ¡Su beli­gerancia!
Qué extraño me parece este convento convertido en cuar­tel. Las puertas de mi celda se han abierto para ir al juicio. Estoy en el viejo Amarukancha, que fue palacio de un Sapan Inka, señor todopoderoso, mas sus piedras no son las mismas. Han tomado otra forma. He pasado mis manos sobre ellas, queriendo descubrir su mensaje, su calor. Nada dicen. Los soldados españoles me miran con rabia. Se sorprenden de que siga altiva y me empujan con sus bayo­netas....
Alfonsina Barrionuevo

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