domingo, 15 de mayo de 2016

NOTAS DEL JUICIO A MICAELA

Vuelvo con fragmentos del juicio a Micaela Bastidas, la gran heroína que merece un justo homenaje en el Bicentenario de la Independencia. Es un ejemplo para la mujer peruana. Su lucha por la libertad es un legado que debemos honrar. Hubiera vivido cómodamente, tranquila, en su heredad de Surimana. Sin embargo no pudo soportar el dolor que sufría el pueblo ante sus carceleros. No se reconoce el genocidio que cometieron los españoles en su afán por enriquecerse. Nadie ha escrito aún sobre la esclavitud  de los peruanos en los siglos coloniales. Hasta ahora, en que tenemos una historia cómplice, en cuyos  capítulos hay una silenciosa continuidad culpable, de quienes parece que se suman al oprobio. Ella sabía que en ese afán sacrificaba a sus hijos. Así fue y demostró cómo ser una madre patriota. Sobrellevó el juicio con estoicismo. Pero se quebró cuando  dijeron que juzgarían a sus hijos. Las madres peruanas le debemos su agonía por haber querido romper las cadenas que doblegaban  a la gente del Perú.
Seguimos…


RESISTIENDO EL TORMENTO


 …Esta misma tarde han vuelto a la carga. Saben que en su ausencia yo mandaba, otorgaba salvoconductos y arengaba a las gentes. Respondo que él dejaba todo dispuesto y que quise huir de su lado y no lo hice por miedo. Me carean entonces con Mariano Banda, Manuel Galleguillos, Diego Berdejo. Ellos declaran que yo ordenaba con más severidad que mi marido. No voy a desmentirles. Cada uno quiere salvar su pellejo. Yo no quiero escapar a mi suerte. Sólo deseo no complicar a nadie. Banda, Galleguillos y Berdejo se van sin mirarme, confundidos. Areche se exalta, dice que no seré la primera mujer que es azotada por sus crímenes, que en Europa se quema a las brujas y que he cometido sacrilegio, pues creyéndome Dios, hasta he nombrado curas. ¿Querría ser entregada a los desmanes de la soldadesca?. Mata Linares interviene. Lo que se quiere es que yo hable. Areche se impacienta. ¡Declara, india! ¡Confiesa tus delitos y tus cómplices!. Decido contestar sólo en qechwa sabiendo que ambos no podrán entenderme. Me dejan y salen. Quedo allí con las manos amarradas por delante, tan fuerte que se entumecen y me duelen terriblemente. Los soldados hacen guardia con sus bayonetas caladas. Intento sentarme en el suelo y no me dejan. Areche y Mata Linares regresan. 

Ahora aseguran que José Gabriel ha hablado, que ya tienen todos los datos. ¿Quieres saber como lo hicimos, india?, dice Areche y se inclina casi sobre mí. Lo hemos colgado de una viga de su celda y se le han descoyuntado los hombros. Se había atrevido a escribir con su sangre un mensaje en su camisa. Pero, ¿a quién, aquí en el Cusco? Necesitamos el nombre. ¡Tú debes saberlo! ¿No te da pena tu marido? Ha estado tratando de sobornar a los carceleros y estos son leales al rey, nuestro señor. Ya veremos que no vuelva a escribir. ¡Pobre José Gabriel! No creo que haya confesado pero si que deben haberle torturado. Ya decía en el camino de este calvario. Los responsables de esta rebelión somos dos. Areche en haber puesto pechos (impuestos) a mi pueblo, y yo, por querérselos quitar. ¡Ah, esposo mío, como pudiera compartir tus que­brantos! Muy de tarde en tarde me alcanzan un plato de comida y un poco de agua. Tengo los labios resecos. Quieren hacernos desfallecer. La celda es tan oscura que cada vez que me sacan me hiere la luz. Después de estos días está hecha una inmundicia. Tengo las muñecas desolladas. Las cuerdas se me introducen en las carnes. Unas veces me amarran las manos por delante y otras para atrás. Mis fuer­zas decaen. Cuando vienen me levantan del rincón donde están mis cobijas y me sacan a empellones. Nuevamente estoy ante ellos. Quieren que diga los nombres de los complicados en nuestro movimiento. ¿Cómo, no había confesa­do Tupaq Amaru? Ahora, dicen que tiene fracturada la mano derecha. ¡Qué le habrán estado haciendo! La voz tajante de Areche me saca siempre de mis pensamientos, porque a veces olvido que estoy ante ellos, que me están juzgando y me hundo en los recuerdos. Micaela Bastidas, me anuncia, en vista de tu rebeldía y para lograr que desates la lengua vamos a dar tormento a tu hijo Hipólito. ¡Estos engendros del infierno! ¡Se ceban hasta en mi alma!. Mi corazón se encoge de aflicción. ¡No! ¡A él, nol ¿Qué puedo hacer para salvarle? ¡Ay de mí! Y ellos adivinan lo que siento porque sonríen. Creen haber acertado. ¿Micaela Bastidas, quisieras que salga libre? El terror me sobrecoge, como si me retorciera por dentro. ¿Puede una madre condenar a su hijo? No esperaba esta prueba. Hipólito es sólo un muchacho, pero él piensa también como su padre. Si declaro, ¿me perdonaría él haber hablado? ¿Podría mirarle a los ojos sin sentir vergüenza? ¿Acaso no lo habrán martirizado ya? Areche al ver mis dudas se divierte mencionando los suplicios que puede mandar aplicarle. En su voluntad está hacerle cortar una mano, una pierna, que le saquen un ojo, arrancarle la lengua, y sólo yo puedo salvarle. Hago como si no hubiera escuchado. El no sabe nada, ni yo, contesto indiferente en qechwa. Areche se levanta y me sacude. ¡En castellano, india, en castellano, y no en esa lengua de salvajes! No sé nada, repito en su odiado idioma. ¡No sé nada! Y digo para mí, si mi hijo tiene que sufrir, sufrirá como hombre, y yo padeceré por él más de mil muertes. Qué vale él, qué valgo yo, ante esta clase de jueces que nos califican de bestias herradas. Le haremos gritar, le sacaremos la carne a pedacitos! ¿Quieres esto, india? ¿No te importa? Con razón decimos que estas gentes son como animales. Esta mujer no siente por el fruto de sus entrañas. Bien, sea, tú lo has que­rido! ¡Llévensela!

ALFONSINA BARRIONUEVO

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