domingo, 24 de abril de 2016

LOS FISCALES DE PUNA

Este blog comienza con un ruego. Que pueda llegar a muchos lectores. Los españoles llamaron a José Gabriel Tupaq Amaru “el indio alzado”. Es necesario reconocer que a los movimientos anteriores fue el mas grande y principista. En el siglo XVIII aglutinó las ansias de libertad de cientos de miles de hombres y mujeres de nuestro territorio y de América del Sur. Hasta hoy en que se trata de considerar sólo los intentos del siglo XIX se sigue el patrón centralista del  gobierno español, al negar su calidad de precursor de la Independencia. La celebraciones del bicentenario tendrán lugar principalmente en la capital cuando debía ser simultáneo en otras capitales y especialmente arrancando en Cusco por la gesta de los Tupaq Amaru.  Es un derecho que le cabe porque ellos la iniciaron y lucharon hasta el holocausto de su vida, de su familia y de miles de seguidores.
" Los Fiscales de Puna"· revelan otros aspectos de los excesos cometidos por los españoles en el Perú, denunciados por Tupaq Amaru y publicados en mi libro"HABLA MICAELA" que ha sido reeditado por la Dirección Regional de Cultura de Qosqo el año pasado. En sus páginas, dejando fluir el "munay" coloqué en primera persona a Micaela, la joven líder de 35 años de edad, rememorando los hechos que sustentaron la revolución de 1780, siguiéndola hasta su muerte.

PERSEGUIDOS MAS ALLA DE LA MUERTE

Las leyes de protección escritas en España para los naturales de Indias, que así nos llaman, no tienen verdadera fuerza, dice José Gabriel. Están exentos de pagar tributos los kurakas por derechos de kurakazgo, los menores de 18 años y los mayores de 55, los ciegos los dementes e imperfectos, los sacristanes y cantores de las iglesias, los alcaldes mayores y ordinarios de las ciudades y los pueblos. Pero se incumplen y hay que pagar por los niños tiernos y por los ancianos, por los inválidos y por los locos, por los vivos y por los muertos, y así como nunca se terminan las deudas se heredan por dos y tres generaciones.

Mi marido ha ido a Lima tantas veces para quejarse que ya no llevo cuenta… Pero no han querido escucharle. Antes, mal de su agrado, ha tenido que enviar contingentes a las minas, aún sabiendo que muy pocos iban a regresar para morir, ya que les entra el mal de la piedra en los pulmones o son atrapados por los derrumbes que hay a menudo en los socavones. Ultimamente se ha negado a dar gente de Pampamarka. Tungasuka y Surimana. Otros kurakas también se están negando. El corregidor José de Arriaga dice que esta es una rebelión. Pero cómo se puede arrancar a los niños de los brazos de sus madres sin que hayan llegado a mozos, para hacerles que saquen la plata y el oro que ellos quieren de las entrañas de los cerros que son celosos guardianes de sus tesoros. Las mujeres lloran por sus esposos, las hermanas por sus hermanos, los hijos por sus padres. Todo es confusión, porque aunque están trabajando allá, a la hora de cobrar sus familias tienen que pagar siempre aquí y así, unos y otros, no escapan de los impuestos de ninguna manera. Las minas son como sepulcros de vivos. José Gabriel ha reclamado mucho por el derecho de leguaje, pues tienen tanto que caminar de todas partes a pie, por lugares escabrosos y helados que a veces mueren o llegan extenuados para lo mismo… En las galerías permanecen hasta semanas sin ver la luz, sin dormir, sin descansar, trabajando día y noche, recibiendo palos y azotes si se atrasan, pereciendo en los derrumbes y si tienen suerte salen con la salud tan quebrantada que no pueden resistir el camino de regreso. El mineral que sacan chorrea sangre…

En las haciendas trabajan duro pero la vida es más llevadera que en los obrajes, donde entran apenas amanece y salen sólo cuando se apaga la luz. Y tales son las costumbres impuestas que el hombre o la mujer que va a servir tiene que llevar su propia comida, para no causar gastos al patrón. Nadie quiere ir y en los caminos se ve a menudo a hombres que son conducidos a la fuerza, con los cabellos amarrados a las colas de los caballos. O también les ponen cadenas y las sueldan a sus cuellos para que no escapen, y si muere alguno es más fácil para ellos cortarle la cabeza que romper la cadena o seguir arrastrando al muerto. Las obras que tienen que ejecutar están calculadas. Si el obrajero no ha concluido la porción que le corresponde es castigado rudamente. En algunos obrajes tienen pozos y allí el infeliz tiene que dar vueltas alrededor como un burro, de cuatro pies, sacando agua. A otros los ponen en cepos, los flagelan o los pringan, frotando dos pedazos de yesca de maguey y haciendo saltar las chispas sobre sus carnes laceradas. U ordenan que les corten el cabello, un castigo deshonroso para ellos. En las minas y en los obrajes, donde tejen noche y día, hacen como que les pagan, dándoles un real por su trabajo. Y no se lo dan por entero, sino que les abonan sólo la mitad y el resto en granos dañados, carnes putrefactas o frutos en descomposición, que les provocan intoxicaciones, sarpullidos y vómitos.
Los corregidores no saben como ingeniarse para reunir dinero. Por algo dicen: "Vara de corregidor es vara de mercader". Disfrutan también del repartimiento que los autoriza para vender a los indios de su zona su mercadería, dándoles al fiado una serie de cosas a precios crecidísimos. El kuraka es obligado a entregar las mercancías que le dejan y a llevar el apunte de las que reciben. Qué se puede hacer con sus telas de terciopelo que se ajan con las labores del campo, con sus medias de seda que se rompen con el roce áspero de las manos, con sus navajas de afeitar que a ellos no les sirven porque no tienen barba, con sus espejos que son inútiles en las punas, con sus candados de fierro cuando no hay nada que guardar, con sus plumas para escribir cuando no se sabe, y así con sus papeles de colores,  sus abanicos, sus cajas de tabaco, sus sortijas que son corrientes, sus encajes que no sirven para el frío, sus sombrillas que no aguantan la lluvia, sus gafas que oscurecen el sol, sus cintas, sus guantes y sus botones. De allí que los corregidores que llegan pobres acaban haciéndose ricos.

No son menores las faenas de los pongos y las mit'anis que revientan con el trabajo en los caseríos y en las casas de los poblados. Hay también una especie de fiscales de puna o sacristanes que cuentan a los que nacen o mueren en las serranías, para cobrar después derechos de bautismo y de entierro. Estos son tan crueles que en los casos de no haber podido cobrar, dejan a los muertos con una mano afuera para que se sepa que sus familiares no han cumplido con la parroquia. Si no pueden pagar porque son muy pobres ponen a los difuntos de cabeza para que se vayan más pronto al infierno. En algunas localidades llegadas las vísperas del día de los muertos salen a recoger las calaveras de los viajeros y llevándolas a la iglesia con otros huesos desperdigados, se hace misa por su alma y los vecinos deben pagar por ella. Si hay uno que ha fallecido en su ausencia, basta de saberlo de boca para registrarlo. Un muerto es la carga más dolorosa que hay, porque no  sólo es la pena que deja su ausencia, sino las funciones fúnebres que deben pagar a la iglesia los que quedan, para asegurar su tranquilidad en la otra. Hay un novenario indígena que se repite varias veces. En la primera semana por el ukhu aya o sea el recién enterrado. A los seis meses por el fresco aya, o sea el cadáver que aún está blando. Al año por el charki aya, que es el muerto seco. Aparte de noviembre en que hay que poner una mesa en el cementerio con las viandas que más le gustaron al muerto y pagar por los rezos a los fiscales de puna.…

Alfonsina Barrionuevo

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