sábado, 24 de septiembre de 2016

LA MAGIA DE LACHAKI

Sapos que bailan un extraño ballet con las pupilas en ascua, el pecho blanquecino al descubierto y las patas como si tuvieran resortes. Es muy insólito. Sin embargo pasa en Lachaki, un distrito de Canta, que está casi a las puertas de Lima, a menos de tres horas de viaje, en las faldas del cerro Kishuy. Que los sapos bailen no solamente es ilógico sino algo de locos. Sin embargo, debe ser verdad por la seriedad del informante. Se trata de Monseñor Pedro Villar Córdova, el arqueólogo de Lima, quien investigó los ritos secretos de los yachaq o yachiq, los magos o sacerdotes que hacían llover. De estos ritos provino el nombre de lachaki, la tierra donde los sapos bailan. El monseñor arqueólogo escuchó esta versión de los mismos labios del ultimo mago llovedor a quien llamaban taita Conce.

En noviembre la gente de los viejos ayllus de Kusimarka, Kallapanpa y Qochakaya, miran inquietos el espacio celeste como cientos de años atrás. Las nubes son los cántaros de la Luna que su hermano, el Rayo, rompe para que caiga la lluvia. Cuando no hay nubes los varayoq o varallos, herederos de las artes mágicas de los brujos prehispánicos, van a buscar el agua de mar que la Vía Láctea arrastra al interior del Ande, y que aflora en una noche al año. Una vez que la tienen llenan con ella su boca, hinchando sus carrillos como globos, para luego lanzarla en rocío al cielo. Nadie puede asistir a este misterioso ceremonial porque rompería su hechizo. Si ha sido bien recibido por el Apu Parianwasi los sapos bailan de alegría porque ellos tienen conexión con la lluvia y saben que bajará indefectiblemente.

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Santo Toribibio de Mogrovejo pasó por Lachaki y el bienaventurado obispo hizo surgir agua del corazón de la roca para que el pueblo no padeciera sed, pero no es suficiente para los campos que necesitan beber un río para acunar en los surcos habas, papas, okas, cebada, y por eso aprovechan las lluvias tempranas. Antes el viento mecía la frondosa cabellera de los bosques de chachakomo, warango, lloqe, molle, warirumo, tara, kiswar, machakaina y lanbran o aliso. Ahora sólo quedan árboles testigo como solitarios sobrevivientes de una depredación que comenzó al explotarse sus minas en el siglo XVI, anota el geográfo Ciro Hurtado Fuentes. Sin ellos el frío es más intenso en las noches, comenta Emilio Ordóñez Mego. Felizmente, cuando llega el día “las manos del sol calientan la tierra”. Y vale la pena dar un paseo por la quebrada de Kiskichaka entre el mar de aromas que expiden las flores del turish, la taya, la chorka y otras, además de probar la miel del chimbo, jugoso néctar que disfrutan los picaflores.

La vida en Lachaki tiene un ritmo tradicional. Entre enero y mayo el ganado es llevado a las lomas, nacen los becerros y el tiempo se pasa entre el otoño y la preparación de quesos, mantequilla y requesón. Son días con sabor a sopa de vaquero, con papa, leche, queso, fideos, muña olorosa, a “cortado” de la primera leche, a cuajadas, kancha con queso y charki. El 24 de junio se abre la moya, donde están los pastos comunales; y hay mazamorra de llakpa en las mesas, helados y warokos, una fruta parecida a la tuna . En los intermedios están los carnavales y los jalapatos, las herranzas, los quitapelos, las bodas, las corridas de toros, los bautizos y la limpia de acequias; reservando la fiesta principal para una señora de leyenda. La Virgen del Carmen que unos viajeros de Lachaki vieron lavando ropa en el río mientras que los acobambinos la vieron después convertida en una bella imagen. No se la llevaron porque ella quiso quedarse en el pueblo, según relatan en la revista que han publicado por las Bodas de Oro del Centro San Francisco de Lachaki. Allí, confiesan el amor que tienen por su tierra y otras cosas, como la trágica historia de Agomayo. Félix Huamán Cabrera dice que el Agomayo no es río, es hombre y que sus aguas no son agua, sino sangre.


Alfonsina Barrionuevo (2005)

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