SANTA PACHAKAMILLA
Mano negra emergida de follajes
cálidos, por cuya palma discurrían los ríos de un gran continente, Africa. Mano
negra empapada en su propia sangre, con sal de mar estancada en sus líneas,
marcadas con un destino esquivo. Mano negra con la libertad engrilletada, con
los sueños astillados, aprendiz del dolor y de la muerte, Así fue la mano negra
del artista anónimo que pintó al Señor de los Milagros. Negro esclavo que
pasaba la humillante cuarentena exigida por los blancos de la Lima de Toledo y
Montesclaros, en una barraca del antiguo barrio de Pachakamilla. Al principio
los señores los mandaron a las tierras del Rímac que ellos desdeñaban. Allí
llegaba y se depositaba la mercancía humana que embarcaban los negreros del
Viejo Mundo directamente de los “mercados” de Angola y Kazombe.
Carne de arcabuz portugués tan desdichada
como aquella sin valor que se entregaba con las tierras de las encomiendas. Los
indios camaroneros y pescadores de San Pedro arrojados también Abajo el Puente,
junto con los mendigos y los leprosos. Hasta que un día sus ojos de ambición se
posaron en el Rímac que inicialmente desdeñaron, abonado con lágrimas y sueños,
haciendo que crecieran los huertos de naranjos y limoneros, cerca de la
Panpa de los Amancaes, buena para la caza. Oro y lila en los meses de invierno;
y para allá se fueron los virreyes, los condes y los marqueses, para hacer tertulias
en las quintas, junto a los viejos molinos. Los indios tuvieron que desterrarse
por segunda vez al Reducto y los negros a Pachakamilla.
Tierra Nueva, tierra de otros tomada a
la fuerza, donde se apiñaban nostálgicos como recordando la que habían perdido.
En las tardes tropicales el llanto se les secaba en los ojos, la pena se les
enfriaba en las venas y entonces salía a flor de piel el canto hondo de su
pueblo, teñido de amargura, pero canto al fin que hacía cimbrear las cinturas
negras y golpear el suelo con los pies
de furia.
No se sabe qué fraile se dio tiempo
para adoctrinarlos y sacar de su corazón a sus inútiles dioses, mientras
esperaban por sus nuevos dueños. Tantos godos por una joven preñada. Tantas
onzas por un hombre con la dentadura completa. Los viejos no valían nada. Si
alguno vino se moría. Uno para cochero. Los más fuertes para las minas, donde duraban
poco; y el resto a las plantaciones. Durante cuarenta días esperaban en los
galpones, que resistieran los más fuertes para venderlos. Después trabajo y
sólo trabajo, hasta que el tiempo los mataba encorvados en los surcos o bajo el
látigo de los capataces.
Nada de romper cadenas. Nada de limar
barrotes. Perú, tierra muy grande, se les hacía como una celda muy pequeña. ¿Adónde ir? ¿Dónde escapar? Sólo ese Dios que
prometía un cielo, con una puerta abierta para todos, la única salida. Así
debió pensar el negro que pintó al Señor de los Milagros en un muro del galpón.
Sólo un Cristo, como él, como los otros que tenían llagas en las manos, en los
pies, en el costado donde dolían los latidos como una puñalada. Sólo un hermano
más de la cofradía del dolor nacida allí.
Lima fue siempre tierra de temblores y
en uno de esos que azotó con mayor grado la antigua villa de Pizarro, surgió el
culto del Señor de los Milagros. Un Cristo pintado por una mano negra, como la
eclosión de un sufrimiento atroz, como la propia agonía clavada en una cruz. Ya
nada podían llevarse los blancos que eran dueños de todo, incluso de la vida
que germinaba en los vientres morenos. Nada, sólo quedaba el Cristo en el muro
que se mantuvo erguido por gracia divina.
Asistió el virrey, la virreina, los
condes, los marqueses, el señorío en pleno. El negro no soñó con tener a la soberbia
Lima rodillas. Buen precio a su muerte en los algodonales, en los cañaverales,
en el socavón donde se ahogaba a miles de metros sobre el nivel del mar. Cuánto
más temblaba la tierra la devoción al Señor iba tomando cuerpo. Un milagro guío
la mano negra sobre el cerco del galpón. Por un milagro conservó ilesa la
pared. Por un milagro se el Cristo se quedó adoptado por el pueblo.
Los sismólogos afirman que octubre es
por excelencia el mes de los temblores y en octubre sale el Señor de los
Milagros a recorrer las calles entre auroras, volteando mediodías al paso de
sus andas, doblando la esquina de los atardeceres, caminando por la noche con
un haz de estrellas en la frente. El martillero ordena: ¡Avancen hermanos…! Una
larga voz, que viene de antaño.
Al otro lado de las andas deshace una
sonrisa la Virgen de la Nube, la misma que en una época lejana tocó con sus
manos de rocío las sienes afiebradas del hombre que pintaba su dolor y su
esperanza bajo la forma de un Cristo en las barracas de Pachakamilla.
Alfonsina Barrionuevo
No hay comentarios.:
Publicar un comentario