PIONERA DEL ARTE POPULAR
Ahora
que el arte popular busca nuevos caminos viene a mi recuerdo Alicia Bustamante,
la pintora que luchó por conquistarle un lugar en esta Lima de todos y de
nadie. En una época en que la ciudad rechazaba estas expresiones de origen
milenario ella recorrió el Perú ávida de hacer descubrimientos en lugares
lejanos. Ella se lanzaba en omnibuses destartalados por trochas polvorientas
con sed de conocer a los artistas que seguían un quehacer extraordinario.
Sé
muy bien que a ella no le hubiera gustado esta remembranza. Alicia era tan
modesta y al mismo tiempo única en sus sentimientos. Su deseo era que yo
difundiera el arte popular que, entonces, no tenía sitio en esa Lima, “la
horrible”, como decía Sebastián Salazar Bondy, otro intelectual con espíritu
peruanista.
Lima
aún no había crecido. En el fondo se veía como una aldea ostentosa de su
condición de capital de un territorio que desconocía. En vano ronroneaban los
vehículos motorizados cuando salía a la calle. Alicia pasaba sin inmutarse
entre ellos, esquivándolos como si fueran sólo perros de metal. De Chota a la
plazuela de San Agustín, catorce o quince cuadras, iba ligera como un tordo,
mientras el tiempo hacía trampa en cada esquina.
Alguna
vez me llevó a la plaza del Porvenir donde se atrevían a llegar una vez al año
los puneños y los ayacuchanos con sus toros de lidia y sus iglesias panzonas.
La admiración que sentía por sus obras encandilaba sus ojos. Junto a ellos se
sentía feliz y me iba describiendo cada obra. Así conocí también a los sikuris
que parecían sacerdotes de un extraño culto. Quería que los promocionara y he
cumplido largamente. Estuve con ella muchas veces en el Museo de Cultura
Peruana de Alfonso Ugarte y en la Peña Pancho Fierro con su colección selecta.
Hasta
que un día enfermó y se recluyó en su casa, al lado de su hermana Celia. Me
apenó que no quisiera ver a nadie, que se escondiera tras el garboso caballito
de barro o de la cruz de Mayo para no dejarse sentir, del San Jorge brotado de
las manos agrarias de Leoncio Tineo, de las mamachas opulentas de Hilario y
Georgina Mendívil, de los retablos de Joaquín López Antay y del tumbamonte
wanka graficado en la bronceada piel del mate.
Durante
largos años la ciudad la vio pasar con su melena de colegiala y sus sueños bajo
el brazo, haciendo girar sus ojos claros como dibujados a compás. Ansiosa de
saber, bebiendo las palabras de José Sabogal en Bellas Artes o comulgando
amistad con Julia Codesido, Camilo Blas y otros del famoso grupo que pintaba Perú
contra la oposición del resto.
Lima
no es el Perú y el Perú no está a la vuelta de la esquina. En 1934, cuando
Alicia se puso a caminar tendiendo su alma como un puente entre pueblo y
pueblo, el Perú no sólo estaba lejos, no existía para los snob y ella demostró
lo contrario.
Lima
no es el Perú y el Perú no está a la vuelta de la esquina. En 1934, cuando
Alicia se puso a caminar tendiendo su alma como un puente entre pueblo y
pueblo, el Perú no sólo estaba lejos, no existía para los snob y ella demostró
lo contrario.
-“¿Alicia,
cómo has de ir así...?”
-“¡No
hay otra manera!”, y se iba encogida como un ovillo en el último asiento de un
ómnibus abuelo a nutrirse de las glorias agrestes del artista que, al calor del
fogón o en sus trastienda oscura, hacía arte con gallardía de siglos.
Antes
que ella nadie se ocupó de esa manera del arte popular. Alicia fue la primera.
En cada viaje volvía con los cabellos llenos de polvo y los zapatos rotos. Sin
los centavos ahorrados con afán pero feliz de agregar algo más a la colección
que inició con el entusiasta aliento de Moisés Sáenz, ese gran mexicano que
admiraba sus sueños.
Sin
que nadie la nombrara, sin otro título que su profundo cariño y devoción,
Alicia fue la más grande relacionista pública del arte popular. En Europa,
adonde viajó con su colección, deslumbró
y estremeció a los sibaritas del arte con el vigoroso mensaje del nuestro.
Su
peña, con el nombre del acuarelista Pancho Fierro, estuvo mucho tiempo en la
plaza de San Agustín, bajo un alero de palomas y campanas, a la que
concurrieron muchos hombres ilustres a empaparse de peruanidad. Alguna vez Paúl
Rivet, el sabio francés, que buscó el origen del hombre americano como una flor
perdida en los Andes; Pablo Neruda recitando sus hermosos versos con su voz de
fonógrafo; Rafael Alberti, el poeta del alma saturada de sales marinas; el gran
Sequeiros, de musa con banderola y fusil; y también José María Arguedas que
sabía tanto del Ande; Ciro Alegría y otros escritores y poetas.
La
peña era como el consulado de los pueblos de adentro y por eso cuando treinta
años después Alicia recibió un aviso de despedida, porque allí se iba a
construir un edificio, fue como si el
dueño de casa arrojara a la calle a todos lo artistas populares del Perú.
Enferma
de melancolía desprendió su colección de las paredes y se fue dejando huérfana
a la plazuela que nunca más cobijaría a los soñadores y trotamundos de cinco
continentes, ni tendría aroma de durazno con pisco y color de waynos en las
madrugadas.
Venciendo
el rigor del invierno limeño que levanta en el aire sus palacios de bruma,
Alicia intentó reabrirla en Chota y no pudo. Hay resortes sutiles que se rompen
cuando se ha amado o se ha luchado mucho. La colección tuvo que ser almacenada
y su pena por ella la fue destruyendo.
Si
los artistas populares hubieran sabido que estaba sola hubieran acudido quizá
para arroparla con su cariño. Pero, los pueblos estaban demasiado lejos. Alicia
prefirió sustraer su imagen para tomar cuerpo en las cosas que amaba con
delirio. Quién quiera buscarla la encontrará siempre en los retablos de San
Marcos, en las cruces de lata de Ayacucho, en los Reyes Magos que pasan por San
Blas como fantasmas de oro. Es decir en ese arte popular que puso en vitrina
con su alma. Un Perú palpitante donde se podía calibrar la dimensión de su
alma. Esa misma que fue descubierta cuando Alicia inició sus viajes por el País
de las Maravillas del Arte Popular.
Alfonsina Barriionuevo
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