domingo, 18 de junio de 2017

PIONERA DEL ARTE POPULAR

Ahora que el arte popular busca nuevos caminos viene a mi recuerdo Alicia Bustamante, la pintora que luchó por conquistarle un lugar en esta Lima de todos y de nadie. En una época en que la ciudad rechazaba estas expresiones de origen milenario ella recorrió el Perú ávida de hacer descubrimientos en lugares lejanos. Ella se lanzaba en omnibuses destartalados por trochas polvorientas con sed de conocer a los artistas que seguían un quehacer extraordinario.
Sé muy bien que a ella no le hubiera gustado esta remembranza. Alicia era tan modesta y al mismo tiempo única en sus sentimientos. Su deseo era que yo difundiera el arte popular que, entonces, no tenía sitio en esa Lima, “la horrible”, como decía Sebastián Salazar Bondy, otro intelectual con espíritu peruanista.

Lima aún no había crecido. En el fondo se veía como una aldea ostentosa de su condición de capital de un territorio que desconocía. En vano ronroneaban los vehículos motorizados cuando salía a la calle. Alicia pasaba sin inmutarse entre ellos, esquivándolos como si fueran sólo perros de metal. De Chota a la plazuela de San Agustín, catorce o quince cuadras, iba ligera como un tordo, mientras el tiempo hacía trampa en cada esquina.
Alguna vez me llevó a la plaza del Porvenir donde se atrevían a llegar una vez al año los puneños y los ayacuchanos con sus toros de lidia y sus iglesias panzonas. La admiración que sentía por sus obras encandilaba sus ojos. Junto a ellos se sentía feliz y me iba describiendo cada obra. Así conocí también a los sikuris que parecían sacerdotes de un extraño culto. Quería que los promocionara y he cumplido largamente. Estuve con ella muchas veces en el Museo de Cultura Peruana de Alfonso Ugarte y en la Peña Pancho Fierro con su  colección selecta.

Hasta que un día enfermó y se recluyó en su casa, al lado de su hermana Celia. Me apenó que no quisiera ver a nadie, que se escondiera tras el garboso caballito de barro o de la cruz de Mayo para no dejarse sentir, del San Jorge brotado de las manos agrarias de Leoncio Tineo, de las mamachas opulentas de Hilario y Georgina Mendívil, de los retablos de Joaquín López Antay y del tumbamonte wanka graficado en la bronceada piel del mate.

Durante largos años la ciudad la vio pasar con su melena de colegiala y sus sueños bajo el brazo, haciendo girar sus ojos claros como dibujados a compás. Ansiosa de saber, bebiendo las palabras de José Sabogal en Bellas Artes o comulgando amistad con Julia Codesido, Camilo Blas y otros del famoso grupo que pintaba Perú contra la oposición del resto.
Lima no es el Perú y el Perú no está a la vuelta de la esquina. En 1934, cuando Alicia se puso a caminar tendiendo su alma como un puente entre pueblo y pueblo, el Perú no sólo estaba lejos, no existía para los snob y ella demostró lo contrario.


Lima no es el Perú y el Perú no está a la vuelta de la esquina. En 1934, cuando Alicia se puso a caminar tendiendo su alma como un puente entre pueblo y pueblo, el Perú no sólo estaba lejos, no existía para los snob y ella demostró lo contrario.

-“¿Alicia, cómo has de ir así...?”

-“¡No hay otra manera!”, y se iba encogida como un ovillo en el último asiento de un ómnibus abuelo a nutrirse de las glorias agrestes del artista que, al calor del fogón o en sus trastienda oscura, hacía arte con gallardía de siglos.
Antes que ella nadie se ocupó de esa manera del arte popular. Alicia fue la primera. En cada viaje volvía con los cabellos llenos de polvo y los zapatos rotos. Sin los centavos ahorrados con afán pero feliz de agregar algo más a la colección que inició con el entusiasta aliento de Moisés Sáenz, ese gran mexicano que admiraba sus sueños.
Sin que nadie la nombrara, sin otro título que su profundo cariño y devoción, Alicia fue la más grande relacionista pública del arte popular. En Europa, adonde viajó con su colección, deslumbró y estremeció a los sibaritas del arte con el vigoroso mensaje del nuestro.

Su peña, con el nombre del acuarelista Pancho Fierro, estuvo mucho tiempo en la plaza de San Agustín, bajo un alero de palomas y campanas, a la que concurrieron muchos hombres ilustres a empaparse de peruanidad. Alguna vez Paúl Rivet, el sabio francés, que buscó el origen del hombre americano como una flor perdida en los Andes; Pablo Neruda recitando sus hermosos versos con su voz de fonógrafo; Rafael Alberti, el poeta del alma saturada de sales marinas; el gran Sequeiros, de musa con banderola y fusil; y también José María Arguedas que sabía tanto del Ande; Ciro Alegría y otros escritores y poetas.

La peña era como el consulado de los pueblos de adentro y por eso cuando treinta años después Alicia recibió un aviso de despedida, porque allí se iba a construir  un edificio, fue como si el dueño de casa arrojara a la calle a todos lo artistas populares del Perú.
Enferma de melancolía desprendió su colección de las paredes y se fue dejando huérfana a la plazuela que nunca más cobijaría a los soñadores y trotamundos de cinco continentes, ni tendría aroma de durazno con pisco y color de waynos en las madrugadas.
Venciendo el rigor del invierno limeño que levanta en el aire sus palacios de bruma, Alicia intentó reabrirla en Chota y no pudo. Hay resortes sutiles que se rompen cuando se ha amado o se ha luchado mucho. La colección tuvo que ser almacenada y su pena por ella la fue destruyendo.

Si los artistas populares hubieran sabido que estaba sola hubieran acudido quizá para arroparla con su cariño. Pero, los pueblos estaban demasiado lejos. Alicia prefirió sustraer su imagen para tomar cuerpo en las cosas que amaba con delirio. Quién quiera buscarla la encontrará siempre en los retablos de San Marcos, en las cruces de lata de Ayacucho, en los Reyes Magos que pasan por San Blas como fantasmas de oro. Es decir en ese arte popular que puso en vitrina con su alma. Un Perú palpitante donde se podía calibrar la dimensión de su alma. Esa misma que fue descubierta cuando Alicia inició sus viajes por el País de las Maravillas del Arte Popular.

Alfonsina Barriionuevo

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