Hay
tanto por contar de Raúl que haría falta muchas páginas. En esta ofrenda que le
debemos Hernán Velarde y yo quiero recordar a Helme, tocando la puerta de su
casa, con el golpe seco que reproducía volteando la guitarra en un silencio
sobrecogedor, y luego tras los primeros acordes el grito angustioso de Rosa, la
amada infiel.
Con
su hermano Nery, que le traía canciones antiguas y nuevas, formaban un dúo
inolvidable. Raúl amaba tanto la música del Ande que renunció a su puesto en el Ministerio de Trabajo. Su
decisión significó días duros que Antonieta le ayudó a sobrellevar. En un viaje
a México con Chabuca Granda, Acuarelas Peruanas de Rosa Elvira Figueroa y Perú Negro, sorprendió a las audiencias con su
arte. Luego vendrían los recitales en Estados Unidos y en Europa. Conservo la última
entrevista en PaxTV en la que hablamos de nuestra música y sus caminos. Espero
haber acertado en el prólogo que dediqué a su guitarra en uno de sus longplay.
LA
GUITARRA DE RAÚL
La guitarra de Raúl García Zárate es una guitarra ‘alumbrada’ en Ayacucho, con
aroma a tierra, con olor a pueblo, tal vez en el regazo tibio de una iglesia
panzona con sayal de estrellas y palomas, bajo un toldo de azules que cubrió su
caja con musicas de vientos, cuerdas que amarraban celajes y horizontes y un puquial
de canciones en el seno.
Guitarra
nacida por segunda vez bajo una estera de soles apretados en un rincón del
cielo, bautizada por el primer caminante andino que le regalo su alma para
hacerle olvidar su pasado de olés, palmas y batas de cola y darle en cambio el
vagido de la qena, el rumor de la pollera y la ternura de su voz exprimida gota
a gota en una gigantesca comunion de ríos y montañas.
En los principios de la Colonia fue un palo trinador en
manos blancas, palo de tertulia, palo de serenata, alegre palo de mesón cuya
madera olía a vinos generosos. Era la expresión fiel de una tradición
conservada por siglos, mantenida en las sonoridades de su caja con celo por España.
Hasta que un día la guitarra que fue compañera amante del conquistador suavizando
su vida embebida en muertes y violencias, amiga del hidalgo que hacía su Perú a
costa de los indios, camarada del minero de ojos azules que descansaba en ella
su turbia sed por el oro y la plata de un imperio, cayó en la mano callosa del hombre
de pueblo, adentrándose en su sangre, es decir, que se puso poncho para aguantar
la amanecida y llorar o protestar amores en la soledad de la panpa.
Dónde
estaría en ese momento la técnica del ‘tocaor’
que la había pulsado por siglos, que sabía sus secretos, que palpaba su alma de
mujer aprisionada en el madero. El guitarrista de manos astilladas, pelo hirsuto
y pupilas trajinadas por los ocasos y las auroras, tuvo que amansarla y dominar
sus acordes, y encontrar nuevas claves para que ella se entregara. Y creó
distintas maneras de tocar, lo que se llama ‘el comuncha’ del tocador de Cangallo,
‘el temple diablo’ que parece surgido de cábalas y conjuros por lo estremecedor
de su acento, ‘el baulín o temple arpa’ y otras variaciones.
Esta
es la guitarra de Raúl García Zárate, un artista cuyos kilates no pueden
contarse y cuyas raíces se entroncan con lo más puro y lo más genuino de la
amorosa tierra de las iglesias. Guitarra andina de cordajes que vibran bajo su
mano embrujada. Guitarra de habla qechwa adaptada esta vez a la dulzura
del corazón serrano, al silbo madrugador
del pichiusito, pequeño gorrión que satura su caja con su canto; a la voz
filtrada en cedazo de cantos rodados del yarka aspiy, canción del agua; a la yaulina,
confidente de amores y al piripispischa, plantita de la despedida.
Ayacucho
vuelve con estas piezas y otras más a su guitarra para descubrir nuevamente la
hondura de su alma, el vigor de su acento tomado de la tierra y la ternura de
un pueblo que sabe derramarse en música y canciones.
Alfonsina Barrionuevo
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