domingo, 19 de noviembre de 2017


KUKULI Y SUS SUEÑOS DE COLORES

A los 12 años de edad Kukuli decía que no le gustaba copiar la realidad. Por eso sus vikuñas se fueron estilizando cada vez más. En sus alas de encaje escribió  la palabra amor. Un día le pidieron que dibujara la costa, la sierra y la amazonía. Ella lo hizo a su manera. La costa era una vikuña con el mar en su cuerpo, lo mismo la sierra con sus cerros y la selva con árboles y flores.




CUSCO EN LOS ANILLOS DEL TIEMPO

          -Eliza, ¿cómo estás? -me saludó el amigo de mi hermano.
          -Hola Abel, estoy bien, ¿y tú?
          -Con ganas de verte, cada día más guapa.
          -Gracias por la flor, ¿vas a tu clase?
          -No es un piropo, es la verdad. Si, voy a enseñar literatura. Ha pasado el tiempo y ahora soy profesor.
          -Que te vaya bien, -lo despedí al ver que venían Luisa y Adita.
          Se alejaba cuando llegaron apuradas.
-Oye, ese es Abel, ¿verdad? –comentó Adita.
-Sí, pero vamos. Se nos hace tarde y tengo que cambiarme. ¿Me ayudan a sacar mi falda que está debajo del colchón..
          -Sí. -Y me quedé callada. Adita lo vió como en nuestros tiempos de colegio. ¿Comenzaba a pasar algo?   -Bueno, ¿me ayudan?      

Resultado de imagen para casona santo domingo cuscoLevanté la esquina del colchón asombrada de que estuviera allí y ellas tiraron de mi falda azul. Todas la plisábamos de la misma manera, desde el sábado, después de limpiarla. Nos complicaba el día coser los pliegues y pasar por encima una plancha caliente de carbón. Pesaba y había que prenderla con un cabito de vela. A veces la dejábamos en la puerta del cuarto para que el viento la atizara. 
Ellas se pusieron de espaldas y me coloqué rápidamente la blusa, la falda, la corbata y la capa.
          -¡Lista, vamos!
          Y me olvidé de escudriñar mi cuarto como era mi deseo. Sólo vi la punta de la colcha, del colchón y las tablas de la cama. Una oportunidad que nunca más iba a tener. Pero, en ese momento era la otra Eliza y me comporté como ella.
          En el camino encontramos a las mercedarias. Tenían un traje marinerito. La capa nos gustaba más. En los desfiles la lucíamos. Recuerdo a Matilde que estaba sólo en Segundo de Media y sin embargo fue la brigadier general y llevó al colegio en el desfile de las Fiestas Patrias. Estuvo linda con la capa de seda y los lazos dorados que iban de la derecha a la izquierda sobre su pecho. Fue la última vez que la vimos. Decían que la habían casado. Así disponían los padres de nosotras. Fue una brigadier de lujo. Buena talla, esbelta y unos ojos con estrellas verdes en el fondo. ¿Habrá sido feliz en su matrimonio o fue otra suma de violaciones legales?
          Todo pareció muy natural. De pronto caí en cuenta. ¿Cómo estaba allí mi cama y debajo mi falda que ambas me ayudaron a sacar?
          No hubo tiempo de seguir pensando. A ellas les faltaba ruedas en los pies para llegar pronto y a mí también. A las ocho en punto cerraban las puertas del colegio y si llegábamos tarde nos quedaríamos fuera. Finalmente corrimos por Pampa del Castillo y la calle Arequipa. Llegamos sofocadas pero sonrientes. A nuestras espaldas Juan, el portero cerró la puerta. Después la abriría y cerraría la reja. Los profesores, los mejores que tuvimos, entraban para la primera clase. También los proveedores de las monjas y de vez en cuando algún padre de familia.
          De pronto me vi fuera con ropa de vestir. Se me acercó Teresa. Vivía a dos medias cuadras de mi casa. Más o menos por la mitad de Pampa del Castillo. En una casa señorial, con dos escaleras que se daban frente, una pileta al medio, muchas flores en el gran jardín y en la parte alta, como se acostumbraba, el comedor entre varias columnas, todo cerrado con ventanas de cristales que permitían ver, sin que se notara, quién entraba. 
          Solía decir que era nieta de don Serapio que fue presidente del Perú y no le creíamos. Mucho después le di la razón. Había un Serapio cusqueño que lució la banda presidencial y  realmente era su bisabuelo. Aunque nosotras no le creíamos  ella se sentía muy orgullosa del antepasado que conoció sólo de oídas.
            -He visto pasar  al cabezón, el quimiquito, que fue nuestro profesor.  Recuerdas que al preguntar sobre algún elemento de la tabla de Mendeleyeff Ridberg Sas, respondiéramos bien o mal, terminaba diciendo: Bueno, señorita, asientito nomás.
          -Esa es historia blanca. Cómo gozábamos cuando tuvimos que poner en el examen las equivalencias de los elementos y parte de las compañeras las copiaron en sus piernas. Se volvió loco. Daba la media vuelta y alguna se levantaba la falda para leer lo que había escrito. Se daba cuenta y a zancadas se acercaba y se veía burlado cuando ella se bajaba la falda con una mirada de reproche y a veces con una pregunta desafiante.
          -¿Algo se le ha perdido, profesor? ¿Lo ayudo?
          Y no podía pedirle que se levantara la falda. Todas le hubiéramos silbado. Sólo una vez se atrevió con Giorgia.
          -A ver señorita.
          -¿Qué cosa profesor?- .contestó muy oronda.
          -¿Qué tiene ahí?
          -¿Quiere que le muestre mi pierna?
          -No. Quiero ver lo que tiene escrito.
          Coquetamente la muy sabida levantó la esquina del otro lado que la tenía cruzada y lo miró sacando la lengua para humedecerse los labios. El pobre profesor no vio nada como era lógico y apenas se volvió escuchó las agresivas  risas de su grupo.
          -Las piernas de Giorgia son buenas, profesor. – No son como las mías y le mostró una de las suyas con un arrojo que no hubiéramos tenido nosotras.
Ya era mayorcita.
-¿Quiere ver las nuestras?- preguntó a sus espaldas el salón.
          El pobre nos hubiera querido fulminar con una respuesta fuerte pero éramos señoritas. No se podía quejar a la madre porque sería motivar un embrollo donde hubiera salido perdiendo por no hacerse respetar como debía ser por el alumnado.  Enfurruñado estuvo caminando todo el tiempo por los pasadizos entre nuestras carpetas y con eso impidió más plagios. A Giorgia la jaló y ella tampoco pudo reclamar. 
          Nuestro grupo jamás tuvo un rojo. Ni siquiera con la madre Federica encargada de enseñarnos economía doméstica. ¿En qué consistía? En tejer y bordar. Nunca terminamos un ropón ni un polko de bebé. Tampoco llegamos a bordar sábanas.   
            A la hora del examen estábamos seguras que tendríamos un cero redondo sin solución. Habría que ir al colegio en vacaciones y recibir la protesta de mi mamá porque tendría que pagar media mensualidad por no haber prestado atención al curso de labores.
No llegaba a suceder porque la madre Federica, como un ángel vestido de negro, aparecía con sus colchas tejidas y sus manteles bordados.
- ¡Tomen chicas y para el próximo año trabajen! -recomendaba mientras nos repartía los suyos. Bendita madre, era gruñona y sin embargo nos quería. No podía ser de otro modo.
          De pronto también aparecieron las chicas y el colegio se borró. La puerta estaba cerrada y vestían como yo traje de calle, sin uniforme.
          -Eliza, ¿qué es esto? ¿No estábamos en el colegio? ¿Adónde se fue?-, se alarmó Adita como siempre.
          -Me preguntas y yo tampoco tengo explicación o hicimos alguna travesura y nos sacaron.
          -¿Y esa fuente, Eliza, frente a la iglesia de Santa Catalina?
          -A mí no me pregunten, cuando entramos al colegio no estaba allí.
          -Es bonita, aunque los animales de bronce no corresponden a nuestra realidad, -dijo tranquilamente Luisa. -El puma sí, pero los otros no me gustan. ¿Y esa librería? Vaya que es grande.
Sus exclamaciones al encontrar libros sobre Cusco, Machupiqchu y Puno escritos en inglés y con muchas fotografías en colores. Me hice a un lado para que no me viera el librero que me conocía.
          -¿Eliza, por qué hay tanto libro en inglés?
          -Ustedes no terminan de entender y yo me estoy cansando. Con los turistas que están viniendo tiene que haber libros en su idioma. Es un negocio bueno para la gente que escribe sobre esos temas. ¿Por qué no vamos a ver si las monjas siguen vendiendo los dulces de almendra?, - propuse para pasar el rato.
          -Tienes razón, vamos. Me han gustado esos libros con buenas fotografías, pero no entiendo lo que dicen en sus carátulas. ¿No escriben en qechwa?    
         -Adita, ¿nos estás tomando el pelo o qué pasa? ¿Quién los leería con el desprecio que sienten las personas mayores por el runa simi, el idioma de la gente de los pueblos?.¿Es más, quién los publicaría cuando está prohibido hablarlo por las familias que tienen plata y creen que hay un español colgado aunque sea de la última rama de su árbol genealógico? Es cuestión de mentalidad. Nunca cambiarán y se pierden las simpáticas historias que me contaron cuando yo era niña. ¿Recuerdan a Wayra el viento que sale en agosto y los chicos arman entonces sus cometas para que las haga volar en Saqsaywaman?.
         
          -Y también mankap’aki, el viento niño que hace sus ollitas en las playas de los ríos?
          -¿Y el viento mujer que pasa entre los maizales?
          -¿Y el viento joven que va volteando las piedrecillas a la orilla de los ríos?.
          -Bueno, ¡déjense ya de tanto viento! –reclamó Luisa-. Quiero los dulces de almendra…..

Alfonsina Barrionuevo

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