domingo, 27 de agosto de 2017

LOS DANZANTES DE LA LLUVIA

Los limeños prehispánicos observaron la extraña danza de los sapos pidiendo lluvia a la luna. Ellos reconocieron su ayuda al depositar sus cuerpos en diminutas tumbas. Hace años el arqueólogo Cristóbal Makowski descubrió en la Tablada de Lurín sus frágiles  esqueletos  con ofrendas y me dijo que los iba a cubrir otra vez. El lugar sería urbanizado y sus huesos no iban a detener el avance de las aplanadoras.
Ahora, en que investigo la acción de las fuerzas de la naturaleza en el Qosqo antiguo, me interesa su relación con el campo. Los batracios, poco simpáticos a primera vista, son útiles para la agricultura. Ellos sienten la proximidad de la lluvia o de la sequía a través de sus poros. Su frescura anticipada acentúa el terciopelo de su piel y hace aflorar  una luz radiante en sus pupilas. Por el contrario, la sequedad del aire la reseca y su preocupación se advierte en la llama mortecina que  encoge sus ojuelos.

Me explico por qué los enterraban con caracolas y estrellas de mar agradeciendo su concurso. Los sapos son estandarteros de la lluvia y bailan en vísperas de la época lluviosa, ebrios de antemano con la parición de las nubes.
En mis recorridos por Canta recibí más de una información sobre los sapos bailarines. El descubrimiento de su pequeño cementerio en Lurín le hubiera entusiasmado al monseñor arqueólogo Pedro Villar Córdova, a quien tuve la suerte de conocer en Cenfotur. Se hubiera conmovido porque él me habló precisamente de los sapos que bailan cuando el cielo es generoso y manda la lluvia. Aquello formaba parte de los indicios biológicos conque cuentan los campesinos.
En el ámbito rural donde creció pudo anotar una serie de conocimientos sobre la forma en que funciona la naturaleza. Los surcos, en cualquier parte de los Andes, esperan con ansias la bendición de las aguas del cielo. De niño habría visto a los sapos en las noches de luna, con las pupilas en ascuas, el pecho blanquecino al descubierto y las patas como si activaran sus  resortes haciendo movimientos inusitados.   
Monseñor observó este rarísimo baile en localidad de Lachaki, Canta. Lo presenció, según dijo, en las faldas del cerro Kishuy.

Resultado de imagen para el molleQue los sapos bailen no solamente es ilógico sino que parece algo de locos. Sin embargo, debe ser verdad por el prestigio de mi informante. Monseñor Villar Córdova escribió un libro con revelaciones importantes sobre los grupos arqueológicos del valle de Lima. Al morir dejó escritos inéditos sobre las ceremonias secretas de los yachaq o yachiq, magos o sacerdotes que hacían llover.

La lluvia nunca deja de ser bienhechora para el agro, cuyos productos consume la ciudad sin tomar en cuenta del esfuerzo material y espiritual que representan. Cuando noviembre se aproxima los pobladores de los viejos ayllus de Kushimarka, Kallapanpa y Qochakalla miran inquietos el espacio celeste.
Si parece oxidado los varallos, herederos de las artes mágicas de los yachaq, van a buscar el agua de mar que el río de estrellas o Vía Láctea arrastra al interior de los Andes. Agua de estrellas que aflora solo una noche al año. Si la encuentran llenan su boca con ella, hinchan sus carrillos y la arrojan como rocío hacia los cerros. Cuando es bien recibida por el Apu Pariawansi los sapos bailan de alegría.
Al año siguiente la vida transcurre sin apuros. Entre enero y mayo nacen los becerros y el tiempo pasa del ordeño a la preparación de quesos, mantequilla y requesón. Días que tienen sabor a sopa vaquera con papas, leche, queso, fideos y muña olorosa; a cuajada de la primera leche y  kancha con queso o charki.
En julio las comunidades bajan para celebrar a la Virgen del Carmen, que unos viajeros vieron lavando ropa en el río. La santa señora que se convirtió en una imagen se quedó en el pueblo.
A los visitantes les gustaba escuchar a Félix Huamán, cuando contaba la trágica historia del río Agomayo. Decía que no es un río. Que es un hombre y que sus aguas no son agua, sino su sangre.         

En uno de sus viajes el arzobispo de Lima, santo Toribio de Mogrovejo,  pasó por Lachaki. La gente se quejó de que carecían de agua y él la hizo brotar milagrosamente del corazón de una peña. Su idea fue que el pueblo no sufriera de sed y así fue, pero los surcos esperan siempre con ansias su ración.
Antes de que su población creciera y se multiplicaran las viviendas el viento mecía la frondosa cabellera de los bosques de chachakomos, warangos, lloqes, warirumos, taras y lambranes. Después los mermaron las necesidades de las minas.
Sin su protección el frío es intenso en las noches. Cuando llega el día el sol entibia el ambiente y es grato pasear por la quebrada de Kiskichaka entre el mar de aromas que despiden las flores de tauri, talla y sorka entre otras, además de probar la miel de chimbo que atrae a los picaflores. 

 Alfonsina Barriionuevo   

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