domingo, 31 de enero de 2016


ANGELES DE LOS ANDES

Los pobladores de las alturas sienten la magia y la energía que irradian los cerros, achachilas, apus, wamanis, wamalis, orqos, aukis, aukillos y hirkas. Ellos dicen que están vivos, que hablan en noches de luna, que pelean cuando desatan las tormentas, que se abren y regalan sus riquezas a caminantes afortunados, y bailan en los atardeceres de sol con las doncellas que raptan.
Es su parte viva. Hay otra que se conoce muy poco porque se encuentra en las entrañas de los Andes. Maravillas que guardan desde tiempos muy lejanos en su amanecer. Una riqueza de texturas como si fueran metales, hilachas de agua congelada, capullos de colores vivos, astillas de blancuras intocadas, enlaces caprichosos entre unos y otros, cuya vista genera deslumbramiento y  atracción hacia espacios cautivantes. Entre esas gemas que aparecen en las geodas, globos donde reposan con propio resplandor, están los cuarzos. Los panpamisayoq, altomisayoq y kuraq akulleq, los conocen bien, que recoen energías ocultas. Una condición especial porque su kamaqen, como si fuera su alma, flota en forma de algodones. Allí reside su fuerza que puede proyectarse a los seres humanos. Si no lo tiene está muerto, curiosa manera de decir pero es porque se convierte en un vidrio sin valor. 


BUENOS LADRONES EN WIRAPAMPAS       

En Wirapampas se roba con la venia de un celestial patrón: Santiago, el Mayor. Unas tazas de buen café y un delicioso chancay con mantequilla bastan para conversar una tarde cualquiera. Ricardo Valderrama y Enrique Rosas, antropólogos de Cusco, se detienen para contar sus experiencias de campo; mientras Lima deposita sus poluciones de anhídrido carbónico en la aromática bebida. Ambos sabían que no se puede investigar tras un escritorio. Por eso, se fueron de la universidad a vivir en una comunidad apurimeña.
En las comunidades la honradez es ley, pero en Wirapanpas,  Cotabambas, Apurímac, Taita Dios instauró el robo: “Los inútiles serán buenos cristianos; los mediocres serán aquellos que caigan siempre en manos de la justicia; los buenos ladrones harán crecer bajo su sombra la abundancia.” Así dijo Taita Dios y dividió a los cristianos en tres grupos”, relata Enrique Rosas y prosigue. “Para ser justo, les puso una prueba. Debían robar los huevos de un leqecho, pájaro de la puna con oídos muy agudos. El primero no llegó a meter su mano en el nido y fue corrido a aletazos. El segundo esperó que se durmiera y ya estaba por sustraerle uno cuando fue descubierto. Sólo el tercero lo hizo roncar valiéndose de unas hierbas y triunfó sobre los otros,  menos listos.”
Ambos sacan más datos de su mochila de caminantes. “Allá donde el cielo y la tierra se juntan en Wirapanpas, el Patrón Santiago enseñó a robar con su mal ejemplo a los hombres, cuando bajaba al  Chalwawacho. Este Santiago, el Mayor, era grande, era robusto. Su gran peso agobiaba a su cabalgadura. Su lomo estaba lleno de mataduras. En eso encontró a su hermano Santiago, el Menor. Cómo le envidió su caballo alto, hermoso, con cascos de concha y perla!”, continúa el antropólogo, para luego seguir:
“Juntos caminaron conversando como dos buenos amigos. Juntos se echaron para dormir a orillas del manantial, envueltos cada uno en su capa. Pero Santiago, el Mayor, era ladrón fino. Mientras dormía Santiago, el Menor, le robó su caballo. Por eso no es pecado robar ni entre hermanos. Sólo los tontos se descuidan”.

Los wirapanpinos son desconfiados pero, como Ricardo y Enrique se ganaron su confianza,  les hablaban francamente de sus correrías. Para ellos el robo es una institución: “¿Acaso los blancos no les robaron su tierra a los indios? Sólo nos estamos cobrando. Además, el Patrón Santiago fue el mayor ladrón que llegó después de los Inkas y está en la iglesia. Antes de los españoles robar era feo, era malo, se cortaba la mano del ladrón. Taitacha Santiago cambió eso. Nosotros seguimos a Taita Santiago, lindo patrón. En el pueblo todos tienen sus oraciones para robar.”
Los wirapanpas creen en el Lloqe Santiago, Inka Rey, y en el Paña Santiago o P’unchay Santiago, el santo cristiano.  Cada uno tiene su dominio y recibe sus ofrendas, junto con  la Pachamama y los ruwales, espíritus telúricos.   El kinsa ñeqen reza el Ave María al revés y llevan consigo una layqasqas, brujerías, para que los perros se duerman cuando van a robar  y “contagien” a los dueños su sueño pesado. Ellos diferencian el robo del asalto que a veces camina con la muerte. El robo no sólo es una ley de la costumbre. También cumple una función social, dicen. Por ejemplo, al avaro o al antisocial se le castiga con el robo, y éste acto es aprobado por la comunidad.
Cuando pueden llevan escopetas o carabinas en el arzón. Sin embargo, el arma de la mayoría es el liwi o boleadora que se amarra en la cintura. Los cronistas dicen que se inventó en tiempos de Manko II para enfrentar a los españoles. El liwi tiene tres puntas que rematan en piedras recogidas en el Hatun Mayu, río grande. Cada una se  envuelve en un cuero sacado de una cabeza de res y dentro se coloca koka o mukllu, su semilla, para pedir la fuerza mágica de los espíritus de los cerros, sebo de culebra para que se enrolle en las patas del caballo o de la res con facilidad; uñas del wamancha o águila, para que se prenda sobre su presa; kechifra o pestaña del ojo izquierdo del buey, para que vaya en dirección recta, y las pestañas del buho para que vea en la oscuridad. La triple soga es trenzada con las hebras gruesas de la cola del caballo
Una boleadora bien dirigida puede hacer caer a regular distancia hasta a un hombre. Dos de las bolas giran por encima de la cabeza del jinete y la tercera, en su mano izquierda, aguarda el momento del vuelo, para salir disparada con las otras y la víctima cae en plena carrera. Sirve también para luchar cuerpo a cuerpo y de un golpe puede partir cabezas. En las batallas del Chiaraq'e, Cusco, muchos jóvenes guerreros pelean con liwis.
“Por desgracia cada día hay menos que robar”, dicen los mozos de Wirapanpas. Un día serán mineros cuando comience a explotarse el yacimiento que hay en su cerro, y el robo quedará atrás como una anécdota. “Patrón Grande roba a Patrón Chico; nosotros robamos también”, dicen.
Ricardo Valderrama puede quedarse días, semanas y meses en una comunidad. De aquí, una Lima movida, donde el tiempo galopa en bestias mecánicas, se irá al Cusco en avión. Del Cusco, una tierra con paciencia de piedra, a Abancay, y el resto del viaje a Wirapanpas a caballo o a pie.
A Enrique Rosas le fascina poetizar el mundo mágico de la Cordillera. Ha rodado alguna vez con los ukhukus, osos humanos, por los toboganes de hielo de Qoyllur Rit’i; ha comprado sueños en la feria de los sortilegios y ha traspasado los umbrales de dos mundos. Quizás en el abismo de su corazón haya un sacerdote del padre Sol rumiando antiquísimas plegarias.
Cuando no roban, los wirapanpinos cultivan la tierra. Tienen hasta 90 variedades de papas, kinua, kañiwa y otros productos de pan llevar. Alternan su vida entre 3.400 y 4,000 metros de altura, donde están los asientos mineros. Descienden tal vez de los kotaneras o los yanawaras que en 1600 se levantaron contra la opresión española.
Lima pasa con su jauría mecánica delante de las ventanas. Los antropólogos preparan sus mochilas para irse. El viaje no es largo cuando se vuelve a la tierra. En invierno la ciudad se ve linda con sus celajes  a lo largo de la costa,  maquillaje del atardecer. Aquí hay de todo. Tenemos cine, teatro, televisión, licor, marihuana, bluejeans y anhídrido carbónico. Es la civilización. Entre tanto ellos se van en busca de lo suyo. Menos ruido, más claridad, cielo azul, viento de puna, tricomías de colores en los cerros y pueblos donde lo absurdo es real, mientras sus habitantes conserven esa actitud negativa que oxidó sus conciencias. “Lo harán cualquier día —dicen— como quien deja una cáscara prestada para dejar que brille la propia. Entonces, el Paña Santiago comenzará a secarse en su altar, sin una flor.

Alfonsina Barrionuevo      

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