domingo, 31 de agosto de 2014

CARTA A ENRIQUE 

Dejo en suspenso a mis Apus hasta el próximo domingo porque debo decir unas palabras de despedida a Enrique Zileri. Se fue tan pronto que no alcancé a desearle que los Apus protegieran su camino. La vida se apaga en un soplo pero el recuerdo queda. Nos conocimos en “Caretas” cuando llegaba a encargarse de la publicidad y el destino puso en sus manos a una revista superluchadora.

Doris Gibson, su madre, una gran señora que estaba al tanto de la vida del país, fue su mejor informante acerca de la política. No lo tuvo previsto pero terminó inmerso en un periodismo independiente y de valentía cotidiana. Sus pupilas absorbían como esponjas cuanto ocurría en la palestra de los partidos. En las reuniones de la plana donde yo estaba no perdía la visión del país donde aparecía algún interés  oscuro.

Enrique, formado en Inglaterra, donde fue a estudiar, miraba el mundo con perspectiva amplia. Nada se le escapaba y fue maestro de más de un periodista. Participaba en mi trabajo con afán y en las entrevistas resolvió mis afonías de una manera ingeniosa. Enviaba mis preguntas y luego me ponía al teléfono con el encargo de que las fueran respondiendo. Si yo daba un golpe con una cucharita la había tomado bien, si algo se me pasaba era muy simple, yo daba tres golpes con la cucharita y volvía a escuchar la respuesta.
Solía ser perfeccionista. Me envió tres veces a Cusco para un informe con fotógrafo y no le gustaron las fotografías. Debía tomar a un hombre recio, con apostura andina y bañarlo con purpurina para que pareciera de oro. Para conseguir un modelo fui hasta el Batallón de Infantería. Ninguno sirvió. Eran de tez clara y flacos. Un chofer fue el elegido. Lo miramos y remiramos con Víctor Manrique y casi le pega. Cuando le explicamos el asunto aceptó. Tener las fotografías como quería no fue fácil.

En otra ocasión, en una campaña sobre “no hay Navidad sin Jesús” me envió a buscar  un actor cuya esposa había fallecido hacía una semana.
Estaba muy dolido y me miró con espanto cuando le expliqué que debía desvestirse en la azotea de la tienda Scala y vestir sólo con un pañal –no había pampers-  para aparecer como un viejo Niño Dios. Yo me iba a dar la vuelta dándole mis excusas, pero aceptó. Por algo era actor. Cuando siguió las indicaciones en un verano calcinante vio que miraba sus calcetines y zapatos y me preguntó si debía sacárselos. Afirmé con la cabeza y obedeció. Yo me sentí muy mal. Enrique quería una caricatura casi imposible.
Otra vez debía escribir sobre el síndrome del carro chiquito. La foto era un esqueleto sentado en el asiento del piloto de un escarabajo. Busqué uno en media Lima, hasta en la morgue, donde pasé entre mesas con fuerte olor a formol y no pude comer carne durante un mes. Encontré uno muy bueno en una clínica y tuve que sacarlo en una camilla co una sábana encima porque el director no quería que lo vieran sus pacientes graves.
Lo he visto ayer lleno de vida en una entrevista del archivo de RPP que le hizo Raúl Vargas. Me hubiera gustado conversar alguna vez con él antes de que tomara el camino sin retorno. La hubiéramos pasado bien y riendo sin parar.  
                                      

 EL PUEBLO DEL AGUA
                                   

Puno, la única tierra del Perú donde la luna flota como una boya sobre la gigantesca charca de plata del Titiqaqa, y donde los celajes pacen como salvajes potrillos sobre praderas de espejos, estuvo inmersa en una apatía provinciana. Increíblemente Puno era una cenicienta para el turismo y no figuraba en los circuitos nacionales e internacionales.        

Hasta mediados de la segunda mitad del siglo pasado sólo llegaban los ganaderos de Arequipa, los propagandistas de productos veterinarios, los oficiales del ejército o la guardia republicana de servicio obligatorio y  algunas  comparsas de diablos de Oruro, Bolivia, que en febrero pasaban el puente del Desaguadero para celebrar a la Candelaria, una Virgen que tiene el lujo y el capricho de pasear en su octava sobre los polícromos bosques de cuernos de  luzbeles qechwas y aimaras.      
Como consecuencia sufría las incomodidades propias del olvido. Escasos hoteles criando moho, comedores con un menú para desanimar al más hambriento y nada de calefacción en las noches heladas.

Hasta que un día la corriente turística que entra por Argentina a Bolivia hizo conexión con el Cusco y  Puno quedó en medio del camino. Ojos ávidos de maravillas captaron el paisaje de la tierra del lago navegable más alto del mundo y comenzaron a pasarse la voz. Poco a  poco, sin que el resto del Perú lo notara, comenzó a cambiar su fisonomía de ciudad recogida en el claustro de la lejanía a ciudad anfitriona, preocupada por dispensar gentilezas a quienes vencían el escollo de sus 3,830 metros sobre el nivel del mar.
El fenómeno se advierte cuando se hace un balance entre su letargo de ayer y la actividad de hoy, como si todos sus habitantes hubieran abierto sus puertas, tendido sus mesas y arreglado sus cuartos de huéspedes. Puno tiene ahora  hoteles de cinco estrellas y otros muy buenos, hostales, pensiones, restaurantes y salones de té, mientras en sus calles céntricas se habla en francés, inglés, japonés y se practica también el alemán.
Ahora está poniendo en valor sus atractivos para encandilar al más veterano conocedor de tesoros de la tierra. El viajero encuentra en Puno lo que no hay en otras partes. El pez más exquisito del mundo, porque sólo el suche que se cría en aguas dulces puede asarse y nadar en la mantequilla de su propia piel, el queso de Paria inigualable porque es obtenido de una leche espesa, casi galáctica, y la cerveza que no pueden saborear los alemanes en Europa porque está helada a temperatura de estrellas.

Como si fuera poco el Titiqaqa, donde las balsas de totora se movían antaño majestuosamente, dueñas de su espacio, es surcado hoy por esbeltas lanchas. Los espíritus mágicos de sus profundidades, el anchancho que enferma a las personas, la mekalla vampira que les chupa la sangre y la voladora cabeza kate kate, que eran espantadas por las luminosas notas del charango, compañero inseparable por este motivo del balsero, no alcanzan a rodear las raudas embarcaciones que pasan como flechas disparadas sobre las aguas.
Quienes trepan hasta la meseta sienten la misma emoción de descubrimiento de Pedro Martinez de Morguer y Diego de Agüero hace 400 años. “Un lago de mucho señorío, de aguas claras cargadas de argentinas criaturas donde una excepción es el famoso qele, sapo acuático “con pantalones” que respira a través de sus poros.
La gente que lo habita en islas flotantes participan de la leyenda de los uros que se llamaban a sí mismos prohombres de la humanidad, los kot suns, “el pueblo del agua”. Ellos también nacen, viven y envejecen sobre la totora, adquiriendo la inmortalidad del agua cuando bajan a los vergeles encantados de Paa Suma, “principio y fin de todas las cosas”.           
El orgulloso español que fundó San Carlos de Puno en 1668 no sabía que estaba planificando su futuro. Sólo Iquitos, acoderada sobre el corpulento brazo del Amazonas puede compararse en el Perú a la ciudad de Puno que luce, suspendida como en un mirador, sobre el mar interior que ondula al suave vaivén de qotathaya, viento tempranero que va como una caricia de su seno a la tierra o se encabrita si lo toca el sunithaya,  viento nocturno, el qarithaya, viento varón, o el qaqathaya, viento de la muerte.
A partir de la Catedral en cuya fachada de piedra sigue floreciendo el arte de Simón Asto, los turistas pueden hacer el circuito de la ciudad. Ver al Señor del Quinario que lleva en el hombro derecho la bala que iba a matar a su devoto, visitar el museo de la Casa Dreyer, subir al romántico cerrillo de Waqsapata para avizorar el panorama, hacer un alto en el paseo del Arco Deústua y terminar el día en la casa de los artesanos que arman laboriosamente las alucinantes máscaras de la diablada.

 Allá hay mucho que ver. Entre los principales,  hacia el sur Chucuito y Juli con sus hermosas iglesias de espléndidos encajes tallados sobre la piedra. A unos kilómetros al este Sillustani, “donde la uña resbala” alta colina sobre el lago Umayo con chullpas que guardan el polvo de los kurakas qollas y los príncipes inkas que gobernaron la región. Al paso Paukarqolla, pueblo de estirpe que tuvo al diablo por alcalde, y también Hatunqolla en cuya iglesia sentó sus reales el apóstol San Andrés rendido según murmuran las pícaras lenguas por la real belleza de sus mozas.

Al noreste Santiago de Pupuja, Kalapuja y Sorarija, donde bufan en la arcilla los toros más bravos del Perú, Pukara que ahora muestra un centro ceremonial prehispánico y Orurillo que venera al Machuniño, “un Niño Dios que sabe mucho de amores porque es “viejo”. En Lampa, pintoresca ciudad de las paradojas que tiene una cárcel “sin presos”, un “hospital sin enfermos” y un “puente sin río”, existe un Cristo de prodigio trabajado en cuero de vaca con  los feligresas más ricas de la región, esposas de los famosos vikuñas que adornan sus chaqueta con botones de oro.

Alfonsina Barrionuevo

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