lunes, 11 de octubre de 2021

 

Qosqo en Cáliz de Roca

En 1911 el geólogo Herbert Gregory y el osteólogo George F. Eaton encontraron asombrados unos restos fósiles de inesperadas criaturas cuando exploraban los cerros del Qosqo. Ambos pertenecían a la Expedición Científica de la Universidad de Yale y la National Geographic Society. Al hallazgo prehistórico se sumó un descubrimiento que los conmocionó. La ciudad del Qosqo, que tenían a la vista, ocupaba el lecho de un inmenso lago glacial desaparecido en una época remota al que dieron el nombre de Morkill.


Los fragmentos óseos que hallaron en sus exploraciones pertenecían a un mastodonte, parecido al mamut, predecesor del elefante actual, realmente colosal si se considera que tenía la dimensión de un edificio de tres pisos; y de un gliptodonte, igualmente gigantesco, lejanísimo pariente de nuestro armadillo o kirkincho, cuya caparazón se convierte en caja de resonancia musical del charango o chillador en muchos poblados.

Más tarde salieron al descubierto en localidades cercanas nuevos vestigios de una megafauna. Abuelísimos megaterios parecidos a los perezosos; más gliptodontes  recubiertos de gruesas placas exagonales como acorazados; paleollamas de enormes lampos de fibra; agresivos felinos de colmillos mortales y antiquísimos caballos que acabaron yéndose a galopar a la Patagonia. Los cambios climáticos y quién sabe la pérdida del lago influyeron en la extinción de estos descomunales animales. En 1946 el biólogo cusqueño Carlos Kalafatovich encontró fósiles de algas y caracoles ampliando su impresionante panorama.

La idea de reproducir el lago Morkill gráficamente, para que se aprecie cómo habría sido en una época auroral, permite hacer una regresión para explicar la existencia del Qosqo desde que el fuego magmático resquebrajó la megamasa que nos tocó y empujó los Andes hacia arriba arrugándolos. Voy pasando los dedos sobre sus relieves y siento la transmisión de una energía estremecedora. En cada orqo o cresta de la cordillera pareciera que duermen bajo toneladas de tierra, arcilla y arena mastodontes, gliptodontes y megaterios que poblaron sus orillas en la eras terciaria y cuaternaria.     


Ellos formaron una corona de vida que impregnó el ambiente del gigantesco cáliz de roca donde se albergaron los Hermanos Ayar y su gente. Su rispidez fue un desafío al que respondieron sin dar
un paso atrás, intuyendo que podrían transformar el erial con la fuerza de sus sueños. Si algo conquistó su espíritu debió ser la sensación de seguridad que se desprendía de los cerros circundantes y la presencia grata del agua susurrando promesas al deshacer sus melenas en húmedas caricias. El lecho pantanoso no los  arredró. Era una labor que tendría que hacerse en el futuro. En ese tiempo los khipukamayuq ya estaban trabajando con sus khipus.

Del libro ‘QUÉ DICEN LOS KHIPUS’

Alfonsina Barrionuevo

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