Qosqo en Cáliz de
Roca
En 1911 el geólogo Herbert
Gregory y el osteólogo George F. Eaton encontraron asombrados unos restos fósiles de inesperadas
criaturas cuando exploraban los cerros del Qosqo. Ambos pertenecían a la
Expedición Científica de la Universidad de Yale y la National Geographic
Society. Al hallazgo prehistórico se sumó un descubrimiento que los conmocionó.
La ciudad del Qosqo, que tenían a la vista, ocupaba el lecho de un inmenso lago
glacial desaparecido en una época remota al que dieron el nombre de Morkill.
Los fragmentos óseos que hallaron en sus exploraciones pertenecían a un mastodonte, parecido al mamut, predecesor del elefante actual, realmente colosal si se considera que tenía la dimensión de un edificio de tres pisos; y de un gliptodonte, igualmente gigantesco, lejanísimo pariente de nuestro armadillo o kirkincho, cuya caparazón se convierte en caja de resonancia musical del charango o chillador en muchos poblados.
Más tarde salieron al
descubierto en localidades cercanas nuevos vestigios de una megafauna. Abuelísimos
megaterios parecidos a los perezosos; más gliptodontes recubiertos de gruesas placas exagonales como
acorazados; paleollamas de enormes lampos de fibra; agresivos felinos de
colmillos mortales y antiquísimos caballos que
acabaron yéndose a galopar a la Patagonia. Los cambios climáticos y quién sabe la pérdida del lago
influyeron en la extinción de estos descomunales animales. En 1946 el biólogo
cusqueño Carlos Kalafatovich encontró fósiles
de algas y caracoles ampliando su impresionante panorama.
La idea de reproducir el lago Morkill gráficamente, para
que se aprecie cómo habría sido en una época auroral, permite hacer una
regresión para explicar la existencia del Qosqo desde que el fuego magmático
resquebrajó la megamasa que nos tocó y empujó los Andes hacia arriba arrugándolos.
Voy pasando los dedos sobre sus relieves y siento la transmisión de una energía
estremecedora. En cada orqo o cresta de la cordillera pareciera que duermen
bajo toneladas de tierra, arcilla y arena mastodontes, gliptodontes y
megaterios que poblaron sus orillas en la eras terciaria y cuaternaria.
Ellos formaron
una corona de vida que impregnó el ambiente del gigantesco cáliz de roca donde
se albergaron los Hermanos Ayar y su gente. Su rispidez fue un desafío al que
respondieron sin dar un paso atrás, intuyendo que podrían transformar el erial con la fuerza
de sus sueños. Si algo conquistó su espíritu debió ser la sensación de
seguridad que se desprendía de los cerros circundantes y la presencia grata del
agua susurrando promesas al deshacer sus melenas en húmedas caricias. El lecho
pantanoso no los arredró. Era una labor
que tendría que hacerse en el futuro. En ese tiempo los khipukamayuq ya estaban
trabajando con sus khipus.
Del libro ‘QUÉ DICEN
LOS KHIPUS’
Alfonsina
Barrionuevo
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