RECUERDOS DEL TIEMPO
En medio de la pandemia y las
elecciones un momento de paz.
En Pachakamilla, una waka o espacio sagrado del valle del Rimaq, que
guardaba estrecha relación con el gran santuario de Pachakamaq se enseñoreó un
día el Señor de los Milagros. Un Cristo brotado del dolor y la desesperanza de
los negros angolas, mandingas y candonbes, que habían sido arrancados de sus
hogares en el Africa para sufrir el peso de la esclavitud en América. Los
portugueses traficantes de hombres ejercieron durante un largo tiempo el más
vil y cruel de los oficios.
La waka limeña convertida en humillante galpón debió tener varios niveles,
En ellos pasaban la cuarentena antes de ser vendidos según su edad y
condiciones físicas. Así figura en antañones archivos de la parroquia de los
Huérfanos y otras de la ciudad. En sus páginas figuran bautizos, matrimonios y
defunciones de los esclavos que tuvo Lima. Allí para vergüenza de los
compradores se registraban al detalle datos ignominiosos que se referían a sus
características para el caso de que huyeran. Estatura, edad sugerida, calidad
de los dientes, y, en la situación de las mujeres si estaban esperando un hijo,
lo que aumentaba su valor.
La pintura del Crucificado, cuyo poder nace del amor del pueblo, está a unos metros del piso y es imposible que su autor hubiera dispuesto de un andamio. En el lugar el que estaba, hacinado con otros compañeros de infortunio, la realizó de una manera inexplicable. No pudo tener quien le enseñara a hacer ni siquiera unos trazos. No olvidemos que el galpón estaba en Pachakamilla, un antiguo templo del señorío de Tauri Chusco, kuraka del valle usurpado para dar paso a solares particulares y religiosos de la Nueva Castilla. El milagro revela que fue obra de una mano divina que guió al pintor.
En el siglo XVIII uno de los fuertes temblores que sacudieron a Lima de
tanto en tanto descubrió la energía protectora que irradiaba la imagen pintada
en el antiguo galpón y cundió su culto. En tiempo del virrey Manuel de Amat y
Juniet se modificó totalmente el galpón de
Pachakamilla y se levantó primero una humilde capilla y más tarde un solemne
edificio.
Un día el Cristo, al que los ricos vecinos y la gente común obsequiaban preseas de oro y plata, recibió un regalo singular. El que le hicieron con fervor unas manos morenas salvadas de una artrosis deformante. Por la enfermedad conocida como ‘el mal de la mano de garra’ la esclava Josefa iba a quedar libre pero sin medios para sobrevivir. Su historia dice que desesperada recurrió al Cristo y fue curada. En agradecimiento creó un dulce que puso a sus pies, el turrón de doña Pepa, oro y miel, que pronto se hizo famoso. Gracias a ella octubre en Lima, que es malva por el color de la Pasión, es también de oro. El turrón de doña Pepa que da trabajo a decenas de personas que lo elaboran actualmente en todo el año y se ha convertido en producto de exportación.
Alfonsina Barrionuevo
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