domingo, 16 de agosto de 2020

 LA TIERRA QUE SE ENOJA

En el mundo andino la Pachamama era muy amada porque era madre. Nadie hubiera pensado que pudiera castigar. Para eso existía Pachatira, la Pachatierra que mostraba su enojo cuando la gente se olvidaba de dar y agradecer a la Pachamama sus bondades. Ella surgía para reclamar a los agricultores sus descuidos y olvidos. La descubrió José de Acosta, fraile jesuita a quien le interesaba la naturaleza. Es el único cronista que advierte lo que puede sobrevenir en esos casos en que la Pachamama no podía cumplir con su hermosa misión en la producción de frutos.

Los khipukamayuq llevaban cuenta rigurosa de los desastres que podían sufrir los cultivos y la gente de campo. Acosta estuvo muy poco tiempo en el Qosqo pero se enteró que al sobrevenir una chirapa onqoy, ‘lluvia con sol’, sus pobladores podían enfermar; si la tierra se enojaba, pacha makaska, hundía los sembríos golpeando sus raíces; en caso de ponerse furiosa, pacha wakamakaska, abría heridas en los surcos y tenían que dejarlos sin sembrar por un tiempo; ensuciar o contaminar un manantial provocaba su maldición, puqyuq tapiasan, o se marchitaban las plantas de maíz y papa, mamasara o mamaaqsu akoyaurmachiskan onqoykuna. La magnitud del maltrato ocasionaba un qhapaq onqoy, una calamidad mayor como la sequía y las inundaciones. Todos tenían cuidado de no provocarlas.

El fraile Pablo José de Arriaga observó que se preocupaban si hallaban en la cosecha dos mazorcas o dos papas unidas de manera irregular o unas okas demasiado grandes. Los malos augurios exigían mayores cuidados y demandar la protección de las wakas a las cuales invocaban ayunando y haciendo sacrificios de animales. 

En casos especiales las estrellas dibujaban sus mensajes en el agua y el fuego advertía los peligros en sus flamas. Las peticiones se hacían sin esperar respuesta. Bastaba el hecho de consultar para crear un enlace con el viento, el granizo, la montaña o las constelaciones. Las ofrendas que mandaban hacer los kurakas en miniaturas de sí mismos en oro y plata se enterraban en las wakas; el resto se quemaba, ya fueran finísimos tejidos, brazadas de flores, conchas de la mar o panojas de kihura o kinoa real.

Sería muy largo analizar las trescientas cincuenta wakas dispuestas en cuarenta y dos seqes que recopiló Juan Polo de Ondegardo entre 1559 y 1561 en el Qosqo. El jurista español recibió una excelente información de los khipukamayuq, lo difícil para él debió ser lidiar con el idioma qechwa que aprendió a hablar, pero cuyas palabras mal escuchadas y peor escritas se convirtieron en un increíble conjunto de acertijos. Su gran número sirvió para entender una que otra característica, sobre todo geográfica. 

A Toledo no le sirvió porque era demasiado pretender que pudiera arremeter contra ellas. Al ser demolidas en su totalidad para apropiarse de sus tesoros los españoles crearon la fantasía de que las wakas volaban y continuaban promoviendo idolatrías y supersticiones desde el aire. Cuando el virrey visitó el Qosqo entre 1570 y 1572 la ciudad ya había sido modificada. Los nombres auténticos de las wakas quedarán ocultos hasta que un qechwista interesado en la historia inka pueda descifrarlos. El jurista anotó sus nombres pero cometió muchos errores. Escribió por ejemplo para un manantial, Canchapacha, indescifrable; cuando era en realidad K’anchariq paqcha*, ‘cascada luminosa’.  

El Inka era centro de ese universo que debía funcionar conforme a sus deseos. Por fortuna para el Qosqo Pachakuti fue, a la par que eximio estadista y urbanista, un hombre excepcional.                                

Un khipu imperial debió guardar asimismo la fabulosa experiencia que tuvo el Inka,  cuando era muy joven y se llamaba Kusi Yupanki, al ser llevado a Machupiqchu, el cerro viejo, donde se convirtió en vaso comunicante de las fuerzas cósmicas y terrígenas. La montaña lo llamó y fue sólo, atravesando las aguas turbulentas del Willkamayu, el río que nace en una lágrima solar. El jefe de su ejército estuvo preocupado por su integridad física pero se tranquilizó al ver que las aguas empujaron mansamente su balsa y que la espesura se abrió para que pudiera llegar a la cumbre donde ambas fuerzas lo encriptaron para transmitirle su energía. Pensando en las circunstancias extrañas que confluyeron en ese momento entendió que debía contar con la admiración del pueblo y la creación de un espacio mágico de wakas fue la mejor idea para lograr ese propósito. 

La ciudad puma en su cabeza, cuerpo y cola tenía una infinidad de wakas que favorecían la vida de sus habitantes de la ciudad sagrada y del Imperio.

Alfonsina Barrionuevo

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