TESTIMONIO
Muchos
se preguntarán por qué habiendo estudiado leyes y terminado con mi graduación
en la Universidad Nacional Mayor de San Marcos, me dediqué al periodismo. Tuve
la intención de ejercer y la suerte de ingresar a un estudio de prestigio. Ya tenía
cierta experiencia, pues, escribía en ‘El Comercio Gráfico’ una página llamada
‘Sea Ud. el Juez’. En el archivo de la Corte Superior de Justicia tomaba semanalmente
cinco casos exponiendo motivos, agravantes, atenuantes y forma de actuar de la
gente juzgada, de acuerdo inclusive a sus regiones. En el estudio me encargaron
uno patético que no quise defender. Se trataba de un delincuente execrable. Me
respondieron que era un ‘cliente’ y siendo así debía atenderle. Llevé el caso y
logré sacarlo en libertad condicional, pero no acepté el sobre con mis primeros
honorarios, solicité que se lo dieran a la madre de la víctima con mis
disculpas. El jefe del estudio comentó que había hecho un buen trabajo y me auguró
nuevos éxitos. Aproveché el momento para renunciar. Elegí el camino del
periodismo y siento que hice bien. Nada mejor que luchar por una hermosa causa
y tener la conciencia tranquila.
Mi admiración
por el Perú se fue construyendo a medida que pasaban los años. Era yo una niña
tan delgada que mi padre, escuchando el consejo del médico, me llevó al campo,
a la casa de su madre en Huaro. En ella me sentí tan sola que buscaba el calor
de la cocina. Aunque colgaban del techo unas estalactitas de hollín, me
acomodaba en un poyo cubierto con un pellejo suave junto al fogón, y disfrutaba
el cariño de las mit’anis a la par que su comida, mote, kancha y a veces un charki
tostado.
Cuando
desaparecía de la tienda de la abuela, de mi cuarto, o del caserío de la hacienda
de un pariente, donde pasábamos las vacaciones, siempre me encontraban en las
cocinas donde solía ser una oyente gratificada de mitos, leyendas, cuentos
fantásticos y otras historias. Allí recibí las mejores lecciones de esta
religión de amor a lo nuestro. Nunca me fallaron, ni ellas ni la gente que
encontraba en panpas (1) donde no había ni una bodega modesta. Sentada sobre el
ichu punero compartían conmigo su chuño amargo con queso que
sabía a gloria.
He
recorrido mucho los caminos de todas las regiones, desde el nivel del mar a las
nieves ternas, gozando de amaneceres soleados y atardeceres de encanto, arenales,
cerros, ríos, bosques, una fauna y flora sorprendente. En años pasados, con los
fotógrafos que ilustraban mis artículos, y más tarde con equipos de televisión,
llegaba a lugares remotos a pie, a caballo, en carros destartalados, avionetas
y helicópteros, durmiendo en cualquier parte, en casas parroquiales, vecinales o
estancias de pastores donde descansaba sintiendo los escarceos y los gritos
amorosos de los kuyes.
¡Ah,
los paisajes que yo misma he capturado y me llevaré en mis pupilas cazando maravillas
con una reina de las cámaras, la Hasselbladt! He estado en fiestas patronales innumerables,
escribiendo a mano alzada en libretas, tan rápido que no podía descifrar mis
apuntes y al cabo con una grabadora fiel.
He
tenido suerte con mis anfitriones del Ande, siguiendo la información previa de
arqueólogos e historiadores en pos de las culturas; conociendo a músicos,
cantores, bordadores de ropa celestial para para vírgenes, santos, mayordomos y
bailarines que mantienen viejos usos y costumbres.
No puedo decir cuántas entrevistas he hecho en
diarios, revistas nacionales y extranjeras y en los canales de televisión. Creo
que a su manera todas fueron personalidades que me enseñaron mucho. Alcancé a
conversar con el gran sociólogo Josué de Castro, autor de la ‘Geografía del
Hambre’; con María Reiche, el espíritu de las panpas de Naska; así mismo con la
notable Alicia Bustamante, coleccionista del arte popular; el famoso muralista
arequipeño Teodoro Núñez Ureta; el escritor de la rupa rupa, Francisco
Izquierdo Ríos; Manuel Scorza, el novelista que terminó atrapado en los tapices
mágicos de la tejedora del tiempo y
otros de un mundo cultural que se reunía en la capital.
Tuve
la suerte de hablar con José María Arguedas, quien escribió con sangre las trágicas
historias de su tierra, y a Ciro Alegría,
el narrador de ‘Los Perros Hambrientos’, aunque más que hablarles los escuchaba
pues para mí, que me iniciaba, eran verdaderas montañas. Ellos sabían muy bien cuánto
debíamos luchar los provincianos en un medio hostil al que aportamos nuestros valores y banderas.
Al
principio mis temas no interesaron a los directores de diarios y revistas,
hasta que tuve una página llamada ‘Descubriendo el Perú’ y comencé mis viajes.
Nunca me rendí, ni siquiera cuando me enviaron al Frontón, la isla prisión, varias
veces. Lo peor que podía pasar era que la lancha donde iba se pudiera volcar y entonces
la reflotarían primero, para luego rescatar a los náufragos en un mar convulso.
Yo estuve curada de espantos. Llegué a
conocer todas las cárceles de Lima, algunas con hombres que perdieron la razón
y eran un despojo. La carceleta del Palacio de Justicia me dio escalofríos
cuando cerraron su enorme reja tras mío y del juez que me iba a relatar algunos
casos. Me aconsejaron que debía cuidarme del ‘manteo’, cuando se cerraban en círculo
para robar o manosear a los visitantes. No ocurrió tal cosa, se enteraron que
era periodista e hicieron fila para pedirme que entregara sus cartas a sus
familias.
Ellos
eran el rostro de los olvidados por la ley.
Alfonsina Barrionuevo
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(1)
Panpa. Palabra qechwa. Se debe escribir con ‘n’.
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