domingo, 5 de mayo de 2019


RECUERDOS DE MACHUPIQCHU

Me he preguntado mil veces cómo habría sido el santuario en su apogeo. La piedra rutilando con engastes áureos y argentados, en el joyel alucinante de verdes de su entorno. El sol lloviendo en oros derretidos, la luna navegando en un oleaje de brumas, el arco iris prendiendo sus puentes en  el aire, las estrellas reflejando su luz en los espejos del agua, el viento haciendo girar sus husos en los túneles de la tarde. Hiram Bingham, buscador de tesoros, sólo vio sus muros desnudos. Pero tuvo la suerte de encontrar unos fardos inkas en una galería subterránea, que se abría al centro de una grieta abismal. Esa fue la versión del hijo de su arriero, de unos doce años de edad, a quien colgó del cuello una bolsa con monedas de plata, para pagar a  los peones que hallaran vasijas enteras. El muchacho los vio así cuando sacaron unas momias envueltas en finísimas telas, que se deshicieron al exponerse a la intemperie, y también varias piezas de metal. Su apasionante  relato no se publicó porque en la revista, donde yo colaboraba, pusieron en tela de juicio sus declaraciones, a las que sigo creyendo. Cuando lo busqué en la Universidad de San Antonio Abad, donde era jardinero, me mostró las postales que aquel le envió durante años.

Madre Piedra Foto Perushka Chambi
Hasta el arribo de Bingham no se conoció oficialmente el santuario. Parece que fue dejado hacía siglos. La gran ventana de la madre piedra, inconmovible tras el muro semicircular o ‘torreón’, pudo sufrir una descarga de rayos que calcinaron su marco gigantesco. En las comunidades sostienen que si el rayo cae sobre una construcción debe ser abandonada definitivamente,  porque éste toma posesión de ella. La pregunta queda en suspenso. ¿Le pasó eso a Machupiqchu?
Ante el torreón las miradas se clavan con insistencia. Se admira su arquitectura y se piensa en un lugar de vigilancia. Pero, no. Hay que subir a un nivel más elevado para advertir que rodea a una enorme roca al natural. Una salqa rumi que aflora desde las profundidades de la tierra con sus galaxias intactas. Ella es la gran waka que rige en Machupiqchu. El muro fue finamente pulido para protegerla. Sus propios sacerdotes debieron circular a paso lento para no tocarla en sus ritos. Tablones de oro debieron formar un anillo sobre los clavos de piedra colocados encima de las hornacinas de ofrendas, alguna de las cuales se abría para que dominara la vista de su espacio. El sol tendía sus escudos a la manera de un dosel para darle calor; la luna y las estrellas rielaban en sus aristas bañándolas de claridades desde el cielo, el tiempo se pulverizaba en su eternidad y también la vida alrededor de ella respetuosa. Desde ese lugar su kamaqen o esencia se proyectaba a todo el santuario.

En la oquedad de la parte baja, sostenida por un muro de contención, se extiende una plataforma con un gnomon que parece comunicarla con el Ukhu Pacha de donde insurge, mientras en la abertura se congela el zigzag del rayo, otra waka que la estrecha en un abrazo luminoso. La ubicación de estos sitios fue motivo de varios recorridos con Peruska Chambi que los captó para mi libro: ‘Templos Sagrados de Machupiqchu’, escrito con motivo del centenario de su apertura al mundo. Los identificamos en días lluviosos, ‘pronosticados por los brujos del SENAMHI’*, según el risueño comentario de los comuneros de Patallaqta que viven en sus cercanías.

Zuly y los atavillos.
En un próximo blog evocaciones de un viaje con Zuly Azurín a San Pedro de los Atavillos, Lima. Una localidad importante porque en el siglo XVI enfrentó a Francisco Pizarro con la más sabia de las medidas.

Alfonsina Barrionuevo

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*SENAMHI. Servicio Nacional de Metereología e Hidrología del Perú.

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